Las bendiciones del templo en una familia en la que no todos son miembros de la Iglesia
Mediante la asistencia al templo obtuve una perspectiva que me ayudó a mejorar mi relación con mi esposo, que no era Santo de los Últimos Días, y con nuestros hijos.
En junio de 1986 llevé a mi madre en auto hasta el Templo de Cardston, Alberta, para que ella pudiera recibir su investidura. Yo ya había recibido la mía, pero como mi esposo, que no era miembro, y yo vivíamos en una zona aislada de Columbia Británica, había dejado que venciera mi recomendación. Ésa fue la razón por la que sólo pude acompañar a mi madre hasta el escritorio de las recomendaciones. Salí, me apoyé contra una pared del templo y me eché a llorar.
Después de haber pasado por esa experiencia, tomé la firme decisión de que nunca volvería a quedarme fuera del templo. Mi esposo me apoyó en la decisión y poco tiempo después asistía al templo con tanta frecuencia como me era posible. Fue allí que aprendí principios que influyeron profundamente en mi vida y en la relación que tenía con familiares y amigos.
Los cambios que se produjeron en mi vida
En primer lugar, noté un cambio en mi habilidad de ser paciente. Había pasado años esforzándome por mantener mi genio bajo control, pero sin mucho éxito. Al adorar en el templo y aprender acerca de mi relación con mi Padre Celestial y con otras personas, mi actitud cambió. Llegué a comprender que mi familia y mis amigos son personas a las que conocí antes de venir a la tierra y que ellos no han llegado a mi vida para limitarme ni molestarme, sino para trabajar a mi lado, a fin de que aprenda las lecciones que se me presentan en el diario vivir. A medida que me esforzaba por aprender aquello que me estaban tratando de enseñar, mi comprensión aumentó y fui más paciente para aceptar el hecho de que ellos progresaban según su propio ritmo. También me di cuenta de que la vida no consiste en una lucha por enseñar a los demás a ser perfectos a fin de que yo sea feliz; la vida es una trayectoria feliz hacia la perfección, la cual puedo realizar junto a las personas que amo.
El segundo cambio fue el de mi actitud hacia mi esposo. Antes de que nos casáramos, yo había tomado la decisión de que lo respetaría como jefe de familia y de que nunca abandonaría nuestra relación. A pesar de mi determinación, luchaba constantemente por aceptar las decisiones que él tomaba y, a veces, permitía que sus costumbres influyeran de manera negativa en mi felicidad. En el templo aprendí que juntos teníamos el potencial de llegar a ser compañeros eternos perfectos. Con esa nueva perspectiva, pude darme cuenta de que, cuando trabajábamos juntos, éramos una sola entidad; las debilidades, los puntos fuertes, los intereses y los talentos de uno se complementaban con los del otro, de tal forma que éramos más fuertes cuando nos comportábamos como equipo que cuando actuábamos como personas separadas.
A medida que aprendía a aceptar que la forma de pensar de mi esposo difería de la mía, lograba ser menos crítica y adopté un espíritu de cooperación y de equipo en nuestra relación de matrimonio. Me di cuenta de que rápidamente me estaba convirtiendo en la persona que deseaba ser. Y, como si eso fuera poco, cuando mi esposo sentía que yo cooperaba más, él, a su vez, era más afectuoso conmigo.
El tercer aspecto en el que progresé fue en el de lograr la fe que necesitaba para permitir que nuestros cuatro hijos, que ahora son mayores, vivieran sus propias vidas sin que yo me sintiera responsable de que vivieran de determinada manera. Algunos de ellos no eran activos en la Iglesia, pero, a pesar de eso, deseaba influir en ellos de manera positiva sin interferir en su albedrío. En una de mis visitas al templo, puse sus nombres en la lista de oración y oré sincera y continuamente por ellos en esa ocasión. Sentí una profunda y tranquila seguridad de que todo iba a estar bien con ellos.
Tiempo después, meditando esa experiencia, me di cuenta de que el Padre Celestial los amaba mucho más de lo que yo los amaba, ya que Él los comprendía mejor. Él desea bendecirlos y que regresen a Él, y les dará oportunidades para que aprendan. Ahora, cuando me empiezo a preocupar, recuerdo aquella experiencia y hago lo que puedo, con el conocimiento de que el Señor se encargará de hacer el resto.
El cuarto cambio en mi vida se produjo cuando descendió sobre mí un sentimiento de paz; ese cambio se produjo, en parte, como resultado de mi asistencia al templo, algo que me dio una mejor perspectiva eterna. Estoy segura de que todo está en las manos del Señor, de que hay suficientes recursos en esta tierra para que podamos vivir cómodos, y de que encontraremos oasis de virtud en los desiertos de maldad. Ya no pienso más que estoy sola; el Espíritu Santo es mi compañero y puedo hablar con mi Padre Celestial mediante la oración durante cualquier momento del día. Antes me preocupaba demasiado por las decisiones que tenía que tomar; ahora busco los susurros del Espíritu y los sigo en el momento de tomar decisiones. Y como ya no siento que tengo que exigirles a los demás que vivan de la manera que yo pienso que deberían hacerlo, cuento con más tiempo y energías para “[labrar mi] propia salvación” (Mormón 9:27).
Esta nueva perspectiva me quitó un gran peso de encima. El Señor habló en serio cuando dijo:
“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas;
“porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29–30).
Bendiciones para la familia
El asistir con frecuencia al templo sería indispensable para mí, incluso si las únicas bendiciones que recibiera fueran las bendiciones personales de tener paz, tranquilidad y paciencia. Sin embargo, ha habido otras experiencias, muchas más, que han constituido una bendición tanto para mí como para mi familia.
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He comenzado a trabajar en mi historia familiar y he tenido muchas experiencias maravillosas con familiares, con aquellos que todavía se encuentran en la tierra, así como con los que están del otro lado del velo.
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En noviembre de 1993, nuestra segunda hija se casó en el templo y yo pude asistir al sellamiento.
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En mayo de 2006, después de treinta y siete años de matrimonio, mi esposo se unió a la Iglesia. En agosto de 2007, él y yo nos sellamos, y nuestra segunda hija se selló a nosotros. Nuestra hija mayor, quien se selló a su esposo y a su hija en noviembre de 2006, se selló a nosotros en agosto de 2008.
Le estoy eternamente agradecida a mi madre, quien me mostró el camino al bautizarse cuando yo tenía siete años y quien después me dio la inspiración que necesitaba para volver a tener mi recomendación para el templo. El seguir su ejemplo ha traído numerosas bendiciones a mi vida, y esas bendiciones se han extendido a otros integrantes de mi familia.