Por favor, salva a mi padre
Fue mi padre quien buscó la verdad y encontró a los misioneros. Ellos nos enseñaron el Evangelio y, no mucho tiempo después, nosotros —mis padres y mis cinco hermanos y hermanas— nos bautizamos. Nuestros testimonios se fortalecieron y aprendimos muchas cosas, sobre todo acerca del Salvador y de las familias.
En 1992, mientras mi padre prestaba servicio como obispo de nuestro barrio en las Filipinas, sufrió un ataque al corazón. En seguida lo trasladaron de su oficina al hospital. Cuando nos dieron la noticia de que estaba en cuidados intensivos, mi familia se sintió sumamente consternada. Un gran temor se apoderó de nosotros; las probabilidades de que mi padre sobreviviera eran mínimas. Mi madre derramó lágrimas y nos pidió a todos que oráramos.
Después de eso, perdí la noción del tiempo por los muchos recuerdos que se agolparon en mi mente. Con lágrimas en los ojos, me arrodillé a orar. Me sentía llena de angustia y mi pecho estaba a punto de estallar; quería gritar para calmar el dolor y deshacerme del temor que se había apoderado de mí aquel día. Sin embargo, simplemente rogué en oración: “Por favor, salva a mi padre”. Fue una oración sincera que hice con la intención de que fuera escuchada.
Esa noche me permitieron entrar en la unidad de cuidados intensivos. Mi padre había caído en coma y mi madre, mis hermanos y yo tuvimos que prepararnos para lo peor. Fue una experiencia muy dolorosa para nuestra familia. El futuro se veía triste e incierto. Cuando me despedí de mi padre en silencio, recordé nuestra primera noche de hogar en la que habíamos visto una película de la Iglesia: Las familias son eternas.
Antes de acostarme aquella noche, mi padre terrenal regresó silenciosamente a su Padre Celestial.
La muerte de mi padre, que ocurrió cuando yo tenía veintidós años, marcó el comienzo de cientos de cambios en mi vida. En la ausencia de él, aprendí que yo era mucho más fuerte de lo que pensaba. He logrado mucho más en mi vida que lo que hubiera logrado en otras circunstancias, ya que me vi forzada a cambiar y a crecer.
Cuando el Padre Celestial no me concedió mi súplica, nunca se me ocurrió que no me hubiera escuchado. Sé que estaba escuchando; sabía exactamente lo que yo estaba pasando; sabía exactamente lo que nuestra familia necesitaba en aquel momento y eso fue lo que nos dio fortaleza para superar las dificultades de la vida, fortaleza para hacer frente a la realidad. Él nos enseñó a enfrentar nuestras pruebas con fe.
Han pasado más de quince años desde aquel día doloroso. Todavía estoy aprendiendo y aún sigo creciendo en el Evangelio. Ahora tengo mi propia familia y soy muy feliz porque estamos sellados en el templo. Nunca aparto mi vista del camino que mi padre nos marcó.
Por medio de la expiación y la resurrección de Jesucristo, sé que algún día nuestra familia estará junta nuevamente. Todavía tengo un largo camino que recorrer, pero me hace feliz pensar que veré a mi padre al final de ese trayecto.