El servicio desinteresado
Nuestro Salvador nos enseña a seguirlo al hacer los sacrificios necesarios para perder nuestra vida en el servicio desinteresado a los demás.
Nuestro Salvador se entregó al servicio desinteresado. Él enseñó que cada uno de nosotros debe seguirle al desechar los intereses egoístas a fin de servir a los demás.
“Si alguno quiere venir en pos de mí [dijo Él], niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.
“Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá: y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:24–25; véase también Mateo 10:39).
I.
Como grupo, los Santos de los Últimos Días son singulares al seguir esa enseñanza, singulares en la medida que prestan servicio desinteresado.
Todos los años, miles de Santos de los Últimos Días envían sus solicitudes para prestar servicio misional de tiempo completo. Los misioneros mayores dejan de lado las diversiones de la jubilación, las comodidades del hogar y la cariñosa compañía de hijos y nietos para servir a personas extrañas en lugares desconocidos. Los jóvenes y las jovencitas postergan su empleo y educación académica y se ponen a disposición para servir en dondequiera que se les asigne. Cientos de miles de miembros fieles participan en el servicio desinteresado que llamamos “la obra del templo”, cuya única motivación es el amor y el servicio a nuestro prójimo, tanto los vivos como los que han muerto. Ese mismo servicio desinteresado lo prestan infinidad de oficiales y maestros en nuestras estacas, barrios y ramas. Ninguno de ellos recibe compensación en términos materiales, pero están dispuestos a prestar servicio cristiano a sus semejantes.
No es fácil renunciar a las prioridades y a los deseos personales. Hace muchos años, un misionero recién llegado a Inglaterra se sentía frustrado y desanimado. Escribió a casa para decir que sentía que estaba perdiendo el tiempo. Su sabio padre le respondió: “Olvídate de ti mismo y ponte a trabajar”1. El joven élder Gordon B. Hinckley se arrodilló e hizo convenio con el Señor de que intentaría olvidarse de sí mismo y que se consagraría al servicio al Señor2. Años más tarde, siendo ya un siervo maduro del Señor, el élder Hinckley diría: “Aquél que sólo se preocupa de sí mismo se marchita y muere, mientras que el que se olvida de sí en el servicio a los demás progresa y florece en esta vida como en la eternidad”3.
El pasado mes de enero, el presidente Thomas S. Monson enseñó a los alumnos de la Universidad Brigham Young que sus días de estudio deben incluir “lo que concierne a la preparación espiritual”, incluso el servicio a los demás. “Una actitud de amor” caracterizó la misión del Maestro, dijo el presidente Monson. “Él dio la vista al ciego, piernas al cojo y vida a los muertos. Quizá cuando estemos frente a nuestro Hacedor no nos preguntará: ‘¿Cuántos puestos tuviste?’ sino, ‘¿A cuántas personas ayudaste?’. En realidad”, concluyó el presidente Monson, “nunca podrán amar al Señor hasta que le sirvan mediante el servicio a Su pueblo”4.
Un ejemplo familiar de lo que significa perder nuestra vida al servicio de los demás —y no es exclusiva de los Santos de los Últimos Días— es el sacrificio que los padres hacen por sus hijos. Las madres sufren dolor y la pérdida de prioridades y comodidades personales para dar a luz y criar a cada hijo. Los padres ajustan sus vidas y prioridades para proveer para la familia. La brecha que existe entre los que están dispuestos a hacer esto y los que no lo están va aumentando en el mundo actual. Hace poco, un familiar que viajaba en avión escuchó la conversación de una joven pareja que explicaba que habían optado por tener un perro en lugar de niños. “Los perros son menos problemáticos”, afirmaron; “los perros no rezongan y nunca tenemos que castigarlos”.
Nos regocijamos al ver a tantos matrimonios Santos de los Últimos Días que forman parte de ese grupo generoso que está dispuesto a sacrificar sus prioridades personales y servir al Señor al tener y criar a los hijos que nuestro Padre Celestial les encomienda. Nos regocijamos también por aquellos que cuidan a familiares discapacitados y padres ancianos. Ninguno de los que prestan ese servicio se pregunta: “¿Qué gano yo?”. Todo ello requiere dejar a un lado la comodidad personal para servir desinteresadamente. Todo esto es un contraste de la fama, la fortuna y de los demás placeres instantáneos que son el estilo mundano de tantas personas hoy día.
Los Santos de los Últimos Días están singularmente comprometidos al sacrificio. Al participar de la Santa Cena cada semana testificamos de nuestro compromiso de servir al Señor y a nuestro prójimo. En las sagradas ceremonias del templo hacemos convenio de sacrificar y consagrar nuestro tiempo y talentos para el beneficio de los demás.
II.
A los Santos de los Últimos Días también se los reconoce por su capacidad de colaborar unidos. Los pioneros mormones que colonizaron la región montañosa del Oeste establecieron nuestra honorable tradición de una colaboración desinteresada por el bien común. Fieles a esta tradición son nuestros proyectos modernos “Manos que ayudan” en muchos países5. En las recientes elecciones, los Santos de los Últimos Días se han unido con personas de ideas afines en defensa del matrimonio. Para algunos, ese servicio ha significado gran sacrificio y constante dolor personal.
La fe religiosa y el servicio a la Iglesia por parte de nuestros miembros les ha enseñado a trabajar unidos para el beneficio de la comunidad en general. Debido a esto, hay una gran demanda de voluntarios SUD en educación, administración estatal, organizaciones caritativas e incontables proyectos que requieren grandes habilidades para trabajar en equipo y un sacrifico desinteresado de tiempo y de recursos.
Algunos atribuyen la disposición que nuestros miembros tienen de sacrificarse y su habilidad para colaborar unidos a la eficaz organización de la Iglesia o a lo que los escépticos erróneamente llaman “obediencia ciega”. Ninguna de estas explicaciones es correcta. Ninguna imitación externa de nuestra organización ni la aplicación de obediencia ciega podrían duplicar el historial de esta Iglesia ni el desempeño de sus miembros. Nuestra disposición a sacrificarnos y nuestra habilidad con las tareas cooperativas emanan de nuestra fe en el Señor Jesucristo, de las enseñanzas inspiradas de nuestros líderes y de los compromisos y convenios que hacemos conscientemente.
III.
Lamentablemente, algunos Santos de los Últimos Días parecen renunciar al servicio desinteresado a los demás, y en vez de ello, escogen adaptar sus prioridades a las normas y a los valores del mundo. Jesús advirtió que Satanás desea zarandearnos como trigo (véase Lucas 22:31; 3 Nefi 18:18), lo que significa que quiere convertirnos en personas comunes como todas las que nos rodean; pero Jesús enseñó que los que le seguimos a Él debemos ser valiosos y únicos, “la sal de la tierra” (Mateo 5:13) y “la luz del mundo”, para brillar delante de todos los hombres (Mateo 5:14, 16; véase también 3 Nefi 18:24).
No servimos bien a nuestro Salvador si tememos al hombre más que a Dios. Él reprendió a algunos líderes de Su Iglesia restaurada por buscar las alabanzas del mundo y por poner sus pensamientos en las cosas de la tierra más que en las cosas del Señor (véase D. y C. 30:2; 58:39). Esas reprimendas nos recuerdan que somos llamados a establecer las normas del Señor, no a seguir las del mundo. El élder John A. Widtsoe declaró: “No podemos andar como los demás hombres, ni hablar como los demás hombres, ni hacer lo que hacen los demás hombres, pues se nos ha conferido diferente destino, obligación y responsabilidad, y debemos ajustarnos [a ellos]”6. Esa realidad se aplica en la actualidad a cada actitud que esté de moda, incluso la vestimenta inmodesta. Como un sabio amigo observó: “No puedes trabajar de salvavidas en la playa si tienes el mismo aspecto que los bañistas”7.
Aquellos que están ocupados en tratar de salvar su vida buscando las alabanzas del mundo están en realidad rechazando la enseñanza del Salvador de que la única manera de salvar nuestra vida eterna es amarnos los unos a los otros y perder nuestra vida al servicio de los demás.
C.S. Lewis explicó esa enseñanza del Salvador con estas palabras: “Desde el momento en que se tiene conciencia de uno mismo, existe la posibilidad de que la persona se ponga a sí misma en primer lugar —de querer ser el centro— , de hecho, de querer ser Dios. Ese fue el pecado de Satanás: y ese fue el pecado que enseñó a la raza humana. Algunos piensan que la caída del hombre tuvo algo que ver con el sexo, pero eso es un error… Lo que Satán puso en la mente de nuestros antepasados lejanos fue la idea de que podían ‘ser como los dioses’ —que podían arreglárselas solos, como si se hubieran creado a sí mismos— y ser sus propios amos: inventar cierta clase de felicidad para sí mismos fuera de Dios, apartados de Dios. Y de ese desalentador intento ha resultado… la larga y terrible historia del hombre que trata de encontrar algo, que no sea Dios, que lo haga feliz”8.
La persona egoísta está más interesada en agradar al hombre, especialmente a sí misma, que en agradar a Dios. Busca satisfacer sólo sus propias necesidades y deseos y “anda por su propio camino, y en pos de la imagen de su propio dios, cuya imagen es a semejanza del mundo” (D. y C. 1:16). Este tipo de persona acaba desconectándose de las promesas de los convenios de Dios (véase D. y C. 1:15) y de la amistad y ayuda terrenal que todos necesitamos en estos tiempos turbulentos. Por el contrario, si amamos y servimos a los demás como enseñó el Salvador, nos mantendremos conectados a nuestros convenios y a nuestros compañeros.
IV.
Vivimos en una época en la que el sacrificio está definitivamente pasado de moda, en la que las fuerzas externas que enseñaron a nuestros antepasados la necesidad del servicio cooperativo y desinteresado han disminuido. Alguien ha llamado esta época la generación del “yo”; una época de egoísmo en la que todos parecen preguntar, “¿Qué gano yo?”. Aun los que se supone que deben tener mayor conocimiento parecen estar haciendo todo lo posible por ganarse la alabanza de los que se burlan y se mofan desde el “grande y espacioso edificio”, lo que en la visión se determinó que era el orgullo del mundo (véase 1 Nefi 8:26–28; 11:35–36).
La aspiración mundana de nuestro tiempo es conseguir algo por nada. El antiguo mal de la codicia se manifiesta en el reclamo de derechos: tengo derecho a esto o a lo otro porque yo soy un hijo o una hija, un ciudadano, una víctima, o un integrante de algún otro grupo. El reclamar derechos, por lo general, es egoísta. Exige mucho y da poco o nada. El concepto mismo en el que se basa hace que nos elevemos por encima de los demás. Esto nos aparta de la divina y justa norma de compensación de que cuando alguien obtiene una bendición de Dios es por la obediencia a la ley sobre la cual esa bendición se basa (véase D. y C. 130:21).
Los efectos de la codicia y del reclamo de derechos son evidentes en las bonificaciones multimillonarias de algunos altos ejecutivos. Pero los ejemplos tienen un alcance mucho más amplio que éste. La codicia y las ideas del reclamo de derechos también han avivado el endeudamiento irresponsable y el consumismo excesivo que yacen tras la crisis financiera que amenaza envolver al mundo.
Los juegos de azar son otro ejemplo de codicia y egoísmo. El jugador arriesga una cantidad mínima con la esperanza de conseguir una enorme ganancia que se logra al quitársela a los demás. No importa cómo se disfrace, el obtener algo por nada es contrario a la ley de la cosecha del Evangelio: “todo lo que el hombre sembrare, eso mismo segará” (Gálatas 6:7; véase también 2 Corintios 9:6).
Los valores del mundo enseñan erróneamente que “lo importante soy yo”. Esa actitud corruptiva no produce ningún cambio ni progreso; va en contra del progreso eterno hacia el destino que Dios ha indicado en Su gran plan para Sus hijos. El plan del evangelio de Jesucristo nos eleva por encima de nuestros deseos egoístas y nos enseña que esta vida consiste en lo que podemos llegar a ser.
Una gran ejemplo de servicio desinteresado es la difunta Madre Teresa de Calcuta, con cuyo voto se entregaban ella y sus colaboradores a “dar servicio desinteresado, de todo corazón, al más pobre de los pobres”9. Ella enseñó que “una cosa siempre nos asegurará el cielo: los actos de caridad y bondad con los que hayamos colmado nuestras vidas”10. “No podemos hacer grandes cosas”, afirmaba la Madre Teresa, “sólo cosas pequeñas con gran amor”11. Cuando esta maravillosa sierva católica falleció, el mensaje de condolencia de la Primera Presidencia declaró: “Su vida de servicio desinteresado es una inspiración para todo el mundo, y sus actos de bondad cristiana permanecerán como un legado a su memoria para las generaciones venideras”12. A eso es a lo que el Salvador llamó perder nuestra vida al servicio de los demás.
Cada uno de nosotros debería aplicar este principio a nuestras actitudes al asistir a la Iglesia. Algunos dicen “Hoy no aprendí nada”; o “nadie me saludó”; o “me ofendieron”; o “la Iglesia no satisface mis necesidades”. Todas esas respuestas son egocéntricas y demoran el crecimiento espiritual.
En contraste, un sabio amigo escribió lo siguiente:
“Hace años, cambié mi actitud sobre mi asistencia a la Iglesia. Ya no voy a la Iglesia por mí, sino que pienso en los demás. Hago lo posible por saludar a las personas que se sientan solas, dar la bienvenida a los que nos visiten… a ofrecer mis servicios para una asignación…
“En una palabra, voy a la Iglesia cada semana con el propósito de ser activo, no pasivo, y de surtir una influencia positiva en las personas. Por consiguiente, mi asistencia a las reuniones de la Iglesia es mucho más agradable y edificante”13.
Todo esto ilustra el principio eterno de que somos más felices y nos sentimos más satisfechos cuando actuamos y servimos por lo que damos, y no por lo que recibimos.
Nuestro Salvador nos enseña a seguirlo al hacer los sacrificios necesarios para perder nuestra vida en el servicio desinteresado a los demás. Si lo hacemos, Él nos promete la vida eterna, “el mayor de todos los dones de Dios” (D. y C. 14:7), la gloria y el gozo de morar en la presencia de Dios el Padre y de Su Hijo Jesucristo. Testifico de Ellos y de Su gran plan para la salvación de Sus hijos. En el nombre de Jesucristo. Amén.