¿Vivía plenamente el Evangelio?
Mi estudio de las Escrituras tendría que esperar. Nuestros tres hijitos habían despertado, y mucho más temprano de lo habitual. El más pequeño, Caden, que entonces tenía dieciocho meses, estaba gritando en su cuna. Me dirigí a su habitación y de inmediato me di cuenta de que estaba enfermo.
Así comenzó un lunes lleno de una dificultad tras otra. Poco después de haber vestido a Caden y mientras intentaba darle de comer, lanzó un frasco grande al suelo, derramando puré de manzana por todos lados y dejando el piso de la cocina lleno de cristales rotos. Mientras limpiaba tal desastre, pensaba en todas las cosas que yo no estaba haciendo: historia familiar, servicio, almacenamiento familiar, obra misional.
“¿Cómo es posible hacer todo lo que sé que debería hacer cuando apenas doy abasto con las tareas esenciales del día?”, me pregunté. Al caer la tarde, me encontraba agotada, pero dejé a un lado esos pensamientos de desánimo durante la cena, la noche de hogar y las actividades acostumbradas a la hora de bañar y acostar a los niños.
Finalmente, con los niños acostados, me senté a hacer lo que no había tenido tiempo de hacer antes. Tomé la revista Ensign de mayo de 2006, que estaba abierta en la página de un discurso del presidente Henry B. Eyring titulado “Como un niño”. Mis ojos se detuvieron en un pasaje que había marcado anteriormente: “El conservar la bendición de ese cambio efectuado en nuestro corazón requerirá determinación, esfuerzo y fe. El rey Benjamín enseñó algo de lo que eso requerirá. Dijo que, para retener la remisión de nuestros pecados de día en día, debemos alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo y ayudar a las personas tanto espiritual como temporalmente” (Liahona, mayo de 2006, pág. 17).
Inmediatamente volví a sentir que no estaba viviendo el Evangelio plenamente. Me preguntaba: “¿Cómo puedo alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo y ayudar a las personas tanto espiritual como temporalmente cuando apenas consigo cuidar a mi propia familia?”
En ese momento experimenté una enorme sensación de aprobación divina. Era tan clara, precisa y tangible que supe que debía escribirla para no olvidarla. Pasaron por mi mente cada una de las escenas del día —entre ellas, las de alimentar al hambriento, lavar la ropa para vestir al desnudo (a Caden lo cambié varias veces), cuidar con amor a nuestro bebé enfermo, ayudar a nuestro hijo de cinco años a preparar una lección de la noche de hogar sobre la obra misional, y después analizar el poder del ejemplo con mi familia— en otras palabras, ayudar a los demás espiritual y temporalmente.
Esta impresión fluyó con un sentimiento tan extraordinario de paz que supe que el Señor me estaba confirmando que había aceptado mi ofrenda. Al cuidar de mi familia, yo estaba cumpliendo las admoniciones del rey Benjamín y del presidente Eyring.