Nuestro hogar, nuestra familia
La misión de la vida de una madre amorosa
Mientras crecía en Tonga, mi madre a veces ayudaba a enseñar seminario. Desde que yo tenía cinco años hasta que cumplí los diez, con frecuencia ella me despertaba antes de seminario y me llevaba a la casa donde se llevaba a cabo la clase. A pesar de que era una caminata de menos de medio kilómetro por un sendero que pasaba por los guayabos, ella me preguntaba: “¿Tienes miedo?”, y yo le contestaba valientemente: “No”.
Entonces ella decía: “Algún día tienes que ser valiente y prestar servicio a tu Padre Celestial. Él nos ha dado todas las cosas, incluso un plan para que podamos regresar a vivir con Él. Algún día saldrás en una misión y lo servirás con todo tu corazón, alma, mente y fuerza; debes empezar a prepararte ahora para ser un buen misionero”.
Con el tiempo, mis padres trasladaron a nuestra familia a Ontario, California, EE. UU. Mi madre se encontró en un país extraño, sin poder hablar el idioma y en shock cultural. Del mismo modo que una gallina junta sus polluelos bajo las alas, ella nos reunía a todos los hijos y se ponía de rodillas, suplicándole al Padre Celestial que ninguno de los hijos que Él le había dado se apartara de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mis padres se valían de la oración familiar, de la lectura diaria de las Escrituras, de ayunos familiares regulares, de la noche de hogar semanal y de las reuniones de la Iglesia a fin de buscar la ayuda del Padre Celestial para fortalecer a nuestra familia.
Mis padres nos alentaron a temprana edad a comportarnos como misioneros. Siempre íbamos a la iglesia con camisa blanca y con un corte de pelo al estilo de los misioneros. Cuando yo era presbítero, bendecía la Santa Cena, y mis hermanos menores la preparaban y la repartían como maestros y diáconos. Yo veía que papá y mamá nos observaban para asegurarse de que efectuáramos fielmente nuestros deberes.
Antes de irme a la misión, mi madre dijo: “Haz tu parte, y yo haré la mía; ayunaré y oraré para que encuentres personas a quienes enseñar”. Ella siguió ayunando y orando por sus cuatro hijos mientras estaban en sus misiones. Todos servimos con fidelidad y regresamos a casa con honor.
Durante la última conversación que tuve con ella antes de que muriera, dijo: “Peiholani, te he enseñado todo lo que sé que es lo más importante en esta vida y en la venidera, o sea, que el evangelio de Jesucristo es verdadero. La sangre expiatoria de Jesucristo es la salvación para tu alma. Honra los convenios que has hecho con el Señor en el templo; hazlo, y nuestra familia volverá a estar junta. Esto lo sé sin ninguna duda porque nuestro Padre Celestial y Jesucristo viven”.
Mi testimonio se edificó sobre el Evangelio con cada palabra que mi madre y mi padre dijeron. Sé que algún día nuestra familia volverá a estar junta porque mis padres cumplieron su misión de enseñarnos el Evangelio y de conducirnos hacia el Salvador.