Del campo misional
Lo que es basura para unos es un tesoro para otros
Un libro con letras doradas en la cubierta llegó a ser un tesoro para alguien que buscaba la verdad.
Era un día caluroso de verano en mi misión. Mi compañero y yo habíamos estado caminando por las calles de San Petersburgo, Rusia, con la esperanza de encontrar nuevos investigadores. Esa tarde, cerca de nuestra casa, conocimos a un hombre mayor y comenzamos a hablar con él. Aunque no manifestó ningún interés en el Evangelio, los dos tuvimos la impresión de darle un ejemplar del Libro de Mormón; dentro del libro le escribimos nuestros mejores deseos, nuestro testimonio y nuestra información de contacto.
Más tarde esa misma noche, sin saberlo nosotros, un joven llamado Ilya había salido con su hermano. Mientras caminaban por una calle subterránea tenuemente iluminada, Ilya vio en el suelo un destello dorado en la cubierta de un libro. Al agacharse para verlo más de cerca, leyó las letras doradas grabadas en relieve: El Libro de Mormón: Otro testamento de Jesucristo. Lo recogió y lo llevó a su casa.
Al día siguiente mi compañero y yo estábamos considerando cómo podríamos encontrar nuevos investigadores. Las ideas daban vueltas en mi mente: “Estamos poniendo todo nuestro empeño en busca de nuevas oportunidades. ¿Dónde están los resultados? Tal vez tengamos que cambiar algo de lo que hacemos”.
Poco después sonó el teléfono y levanté el auricular. La voz del otro lado preguntó: “¿Es usted un élder? Encontré el libro que usted perdió en el cruce del metro y quiero devolvérselo”.
De inmediato eché un vistazo al estante donde estaban mis Escrituras. “No creo que haya perdido mis Escrituras en el metro”, respondí. “No, no he perdido mi Libro de Mormón, pero puede quedarse con él y leerlo”.
El joven dijo que se llamaba Ilya y explicó que era originario de Orsk, Rusia, y que había ido a San Petersburgo a trabajar.
“Me gustaría saber más en cuanto a este libro y la iglesia de ustedes”, dijo. “¿Podría reunirme con usted?”
Salté de la emoción. No era cosa de todos los días que posibles investigadores llamaran para concertar una reunión para saber más sobre la Iglesia.
“¡Claro que podemos reunirnos, Ilya!”, respondí con alegría.
Cuando nos reunimos con él, nos escuchó con atención e hizo preguntas. Nosotros estábamos felices de que fuera tan receptivo al Evangelio.
En un momento durante la lección abrí el ejemplar del Libro de Mormón de Ilya; al dar vuelta a las primeras páginas, reconocí una letra familiar: ¡la mía! Me di cuenta de que era el mismo libro que le habíamos dado al anciano el día anterior. Aparentemente lo había desechado, e Ilya lo encontró poco después. Me llenó de gratitud que mi compañero y yo hubiéramos decidido dejarle el libro al anciano, a pesar de que en ese momento no entendimos el porqué.
Ilya no tardó en unirse a la Iglesia y con entusiasmo empezó a compartir el mensaje del Evangelio con sus parientes y amigos.
He aprendido que nuestro Padre Celestial sabe cuándo una persona está lista para recibir Su palabra. Como misioneros y como miembros de Su Iglesia, Él sólo nos pide que cumplamos Sus mandamientos y nos sometamos a Su voluntad a medida que procuramos compartir el Evangelio. En ese caso, Dios sabía que aunque el destinatario original de nuestro Libro de Mormón pasaría por alto su valor, Ilya no lo haría (véase 1 Nefi 19:7).