2012
El Cuidador
Noviembre de 2012


El Cuidador

President Henry B. Eyring

Recibirán fuerza y a la vez serán inspiradas para conocer los límites y el alcance de su capacidad para servir.

Me siento agradecido de estar con ustedes esta noche. Las mujeres de la Iglesia de Jesucristo han avanzado para convertirse en la sociedad de hermanas que la madre del profeta José Smith, Lucy Mack Smith, describió con estas palabras: “Debemos atesorarnos unas a otras, velar unas por otras, consolarnos unas a otras y adquirir conocimiento a fin de que todas nos sentemos juntas en el cielo”1.

Hay tres partes de esta sobresaliente descripción de los requisitos necesarios para asociarnos en un estado de felicidad con Dios. Una es cuidar unos de otros; otra es instruirnos mutuamente; y la tercera es sentarnos juntos con Dios.

Mi intención esta noche es ayudarlas a sentir el reconocimiento y agradecimiento de Dios por lo que ustedes ya han hecho para ayudarse unas a otras a alcanzar esa meta elevada. Y en segundo lugar, es describir parte de lo que aún se espera de su servicio unificado.

Al igual que las primeras hermanas, ustedes han respondido al llamado del Señor de auxiliar a otras personas. En 1856, el profeta Brigham Young pidió a los santos que fueran a ayudar a los pioneros de los carros de mano que estaban atascados en la nieve de las montañas. Él dijo en aquel momento de necesidad a los miembros en una conferencia general: “Su fe, su religión y las declaraciones religiosas que hagan no salvarán ni una sola de sus almas en el Reino Celestial de nuestro Dios, a menos que pongan en práctica estos principios que les enseño ahora. Vayan y traigan a esa gente que se encuentra en las planicies y ocúpense estrictamente de aquellas cosas que llamamos temporales… si no, la fe de ustedes habrá sido en vano”2.

Las mujeres de Utah respondieron por centenares. En su pobreza llenaron carromatos con aquello de lo que podían desprenderse y con todo lo que recibieron de otras personas a fin de aliviar a los afligidos. Una de esas hermanas valientes escribió: “Jamás había sentido mayor satisfacción y placer, por decirlo así, en ninguna labor que haya realizado en mi vida, tal era el sentimiento de unanimidad que prevalecía”3.

Cuando concluyó el rescate y la nieve se derritió, esa misma hermana registró la pregunta de su corazón fiel: “¿Qué más pueden hacer ahora las manos generosas?”4.

En nuestra época, muchas hermanas valientes por todo el mundo han puesto su fe en acción en cientos de lugares, y en sus corazones y oraciones hacen la misma pregunta sobre el futuro de sus vidas de servicio.

Cada una de ustedes se halla en un momento particular de su trayectoria a la vida eterna. Algunas tienen años de experiencia y otras están al comienzo de su discipulado terrenal. Cada una es única en cuanto a su historia personal y sus desafíos, pero todas son hermanas e hijas amadas de nuestro Padre Celestial, quien las conoce y vela por cada una de ustedes.

Lo que han hecho de manera sobresaliente es atesorar, velar y consolarse unas a otras. Fui testigo de los tres aspectos de ese milagro hace un mes en el servicio que ustedes prestaron a una hermana. Como padre de esa hermana, les doy las gracias y quiero extender mi agradecimiento a Dios por haber guiado a una maestra visitante.

Nuestra hija Elizabeth, que vive en otro estado y con un huso horario diferente al nuestro, se hallaba en casa con su hijita de tres años. Su otra hija estaba en su primera semana de preescolar. Elizabeth estaba embarazada de seis meses y esperando la llegada de su tercer hijo, que los médicos dijeron iba a ser otra niña. Joshua, su esposo, se hallaba en el trabajo.

Cuando vio que estaba perdiendo sangre y que el flujo aumentaba, llamó a su marido por teléfono, quien le dijo que llamara a una ambulancia y que ambos se encontrarían en el hospital, que está a 20 minutos de su casa. Antes de que pudiera hacer la llamada, escuchó que alguien llamaba a la puerta.

Le sorprendió ver a su compañera de maestras visitantes, pues no tenían ninguna cita esa mañana. Su compañera simplemente había sentido que debía ir a ver a Elizabeth.

La ayudó a subirse al coche y llegaron al hospital unos minutos antes que Joshua. En menos de 20 minutos, los médicos decidieron operarla y extraer a la bebé para salvarla a ella y a Elizabeth. Y así vino al mundo una pequeña niña, llorando a pleno pulmón, quince semanas antes de lo previsto. Pesaba 765 gramos (1 libra, 11 onzas), pero estaba viva, al igual que Elizabeth.

Aquel día se cumplieron, en parte, las palabras de Lucy Mack Smith. Una miembro fiel de la Sociedad de Socorro, guiada por el Espíritu Santo, veló, atesoró y consoló a su hermana en el reino de Dios. Ella y las decenas de miles como ella que han brindado un servicio inspirado durante generaciones no sólo tienen la gratitud de aquellos a quienes han ayudado y de sus seres queridos, sino también la del Señor.

Ustedes recuerdan Sus palabras de agradecimiento a quienes reciben poco reconocimiento por su bondad: “Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de éstos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”5.

Pero el milagro de una hermana de la Sociedad de Socorro que llega justo a tiempo se multiplica por el poder de una sociedad unificada de hermanas. Éste es parte del mensaje que el obispo de Elizabeth le mandó a ella y a Joshua al hospital pocas horas después de que nació el bebé: “La presidenta de la Sociedad de Socorro tiene todo bajo control. Ya estamos elaborando un plan para ayudarlos con las niñas en casa a fin de que Elizabeth pueda ir al hospital mientras la preciosa bebé, aún sin nombre, permanece allí. Ya lo hemos hecho antes, por largos períodos de tiempo, y [nuestra] gente lo hace cuando surge la oportunidad”.

El obispo continuó diciendo, hablando por sí mismo y por el barrio: “Incluso hemos ido al hospital y hemos acompañado a los niños en la sala de juegos cuando las madres no querían dejarlos en otro lugar”.

Y después: “No pondremos el plan en práctica sin antes coordinar y consultar con ustedes, por supuesto. Sólo queríamos que supieran que no tienen que preocuparse por las cosas que podemos hacer [y haremos]”.

Lo que hicieron por mi hija hizo posible que ella tuviera un preciado momento cuando sostuvo en brazos a su diminuta hija por primera vez.

El obispo concluyó su mensaje a Joshua y Elizabeth con uno que las hermanas envían en su compromiso a toda la tierra de servir a los demás en nombre del Maestro: “Conserven la fe”.

Con todas las diferencias en sus circunstancias personales y experiencias previas, puedo decirles algo de lo que tienen por delante. Al conservar la fe, verán que el Señor las invitará con frecuencia a servir a alguien necesitado cuando no parezca ser conveniente. Incluso podrá parecer una tarea desagradable y quizás hasta imposible. Cuando se presente la ocasión, tal vez parezca que no se las necesite o que otra persona pueda fácilmente ayudar.

Recuerden que cuando el Señor nos permite encontrar a alguien afligido, honramos al buen samaritano tanto por lo que no hizo como por lo que sí hizo. Él no pasó de largo por otro lado aun cuando el viajero golpeado en el camino era un extranjero y quizás un enemigo. Él hizo lo que pudo por el hombre maltratado y luego puso en marcha un plan específico para que otras personas hicieran más. Hizo eso porque entendía que el ayudar puede requerir más de lo que una sola persona es capaz de hacer.

Las lecciones de ese relato pueden guiarlas en cualquier situación que les depare el futuro. Esas mismas lecciones han estado disponibles tanto en su propia infancia como en experiencias más recientes.

Al menos una vez, y quizás a menudo, se han visto sorprendidas al encontrar a alguien que necesitaba cuidado. Tal vez fue un padre, un abuelo, una hermana o un niño aquejado de una enfermedad o discapacidad. Los sentimientos caritativos de ustedes prevalecieron sobre sus deseos humanos y comenzaron a ofrecer su ayuda.

Al igual que el viajero del relato bíblico del buen samaritano, es probable que la ayuda necesaria se tornase en un cuidado más extenso del que ustedes podían ofrecer solas. El samaritano necesitó dejar al viajero al cuidado del mesonero. El plan del Señor para servir al prójimo en su necesidad incluye equipos.

Los obispos y las presidentas de la Sociedad de Socorro siempre invitan a los miembros de la familia a prestarse ayuda mutua cuando se presenta una necesidad. Ese principio tiene muchas razones; la principal es brindar a más personas la bendición del amor en aumento que se recibe al servirse unos a otros.

Ustedes han observado y sentido esa bendición. Siempre que han cuidado de alguien aun por un breve tiempo, han sentido amor por esa persona. Cuando el período de cuidado requerido se extendió, los sentimientos de amor se incrementaron.

Dado que somos mortales, ese incremento de amor puede verse interrumpido por la frustración y la fatiga. Ésa es otra de las razones por las que el Señor nos permite recibir ayuda de otras personas durante nuestro servicio a los necesitados; por eso el Señor creó las sociedades de cuidadores.

Hace unas semanas estuve en una reunión sacramental en la que se sostuvo a una jovencita como la coordinadora auxiliar de las maestras visitantes, una posición que no sabía que existía. Yo me pregunté si ella sabría del homenaje que el Señor le había rendido. Debido a la agitación de un niño, ella tuvo que irse de la reunión antes de que pudiera decirle lo mucho que el Señor la amaría y agradecería su ayuda en la coordinación de los esfuerzos de Sus discípulas.

Cuidar de los necesitados requiere de un equipo, de una sociedad unida y amorosa. Eso es lo que el Señor está edificando entre ustedes. Él las ama por cualquier labor que desempeñen.

Una muestra de Su agradecimiento es que Dios les permite sentir más amor por las personas a quienes sirven. Ésa es una de las razones por las que lloramos cuando muere alguien a quien hemos servido por mucho tiempo. Perder la oportunidad de cuidar de esa persona puede parecer incluso una pérdida mayor que la separación temporal. Recientemente oí a una mujer, a quien he conocido por mucho tiempo, la semana que su esposo falleció, testificar de su gratitud por la oportunidad de prestarle servicio hasta el final de sus días. No se vieron lágrimas, pero sí su sonrisa de felicidad.

Si bien el servicio extenso y amoroso recibe una rica recompensa, ustedes han descubierto que también tiene limitaciones físicas, emocionales y económicas en lo que se puede hacer. La persona que brinda cuidados por largo tiempo puede llegar a ser quien necesite cuidado.

El Señor, quien es el Maestro Cuidador de las personas necesitadas, brindó consejo inspirado a los cuidadores cansados en estas palabras pronunciadas por el rey Benjamín y registradas en el Libro de Mormón: “A fin de retener la remisión de vuestros pecados… quisiera que de vuestros bienes dieseis al pobre, cada cual según lo que tuviere, tal como alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo, y ministrar para su alivio, tanto espiritual como temporalmente, según sus necesidades”6.

Pero a continuación advierte a quienes podrían ignorar la evidencia de que están llevando demasiado lejos su servicio amoroso: “Y mirad que se hagan todas estas cosas con prudencia y orden; porque no se exige que un hombre [o un cuidador] corra más aprisa de lo que sus fuerzas le permiten. Y además, conviene que sea diligente, para que así gane el galardón; por tanto, todas las cosas deben hacerse en orden”7.

Ese consejo puede ser difícil de aplicar cuando la opción es equilibrar el deseo de hacer todo lo posible por servir al prójimo con la sabiduría de ser prudentes en cuidar de sus propias necesidades y conservar la capacidad de servir. Tal vez hayan visto a otros debatirse con tales decisiones difíciles. Un ejemplo es la decisión entre cuidar de una persona que se aproxima al final de la vida en el hogar o en un centro de asistencia cuando ustedes están al borde del agotamiento.

Su conocimiento del plan de salvación puede ser su guía ante decisiones tan desgarradoras. Ésa es una de las razones por las que Lucy Mack Smith dijo sabiamente que las hermanas debían “ganar conocimiento”.

Es de ayuda tener una firme convicción del propósito del Señor para todo hijo de Dios en el crisol de la vida terrenal. Él enseñó la esencia del plan de salvación al profeta José Smith cuando éste luchaba por entender sus pruebas aparentemente interminables: “Y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará”8.

Nuestra decisión de cómo ayudar mejor a alguien durante pruebas pasa a ser: “¿Qué curso debo seguir que ayudará más a la persona que amo para que lo ‘sobrelleve bien’?”. Debemos procurar hacer posible que él o ella ejerza la fe en Cristo, conserve un fulgor de esperanza en la vida eterna y practique la caridad, el amor puro de Cristo, hasta el final de sus días.

He visto a hermanas en el reino enfocarse en el Salvador y en Su propósito. Piensen en las veces en que han entrado en el cuarto donde la Sociedad de Socorro, la Primaria o las Mujeres Jóvenes se reunieron.

Tal vez no haya evidencia de una lámina del Salvador o de Sus palabras, pero conocen el testimonio de la realidad y del valor de Su expiación que se ha sentido en esa reunión, como se ha sentido esta noche. Tal vez no haya una lámina de un santo templo ni las palabras “Las familias son eternas”, pero pueden ver la esperanza en sus sonrisas.

Y han visto, como yo, a una sabia maestra visitante edificar la confianza en una hermana atribulada de que su servicio a otra persona, incluso aun cuando ella misma esté decaída, todavía es necesario y valioso. Las grandes presidentas de la Sociedad de Socorro encuentran maneras de permitir que quienes precisan cuidado contribuyan al cuidado de los demás. Crean oportunidades para que las hermanas sobrelleven las pruebas al cuidar unas de otras en el amor puro de Cristo. Eso podría suponer el instar con bondad a una cuidadora cansada a descansar y aceptar la ayuda de los demás.

Las hermanas hacen eso posible al ser lentas en juzgar a quienes pasan por pruebas. La mayoría de quienes llevan pesadas cargas empiezan a dudar de sí mismas y de su valía. Aligeramos sus cargas al ser pacientes con sus debilidades, al celebrar cualquier cosa buena que veamos en ellas. El Señor hace eso. Podríamos seguir el ejemplo de Él, el más grande cuidador de todos.

Con frecuencia hablamos de la fortaleza del círculo de las hermanas de la Iglesia de Jesucristo. Debemos aprender a reconocer que el Salvador está siempre en el círculo cuando lo invitamos.

Cada vez veremos a más hijas de Dios invitar a hermanas a formar parte de ese círculo con ellas. Cuando las hermanas lleguen a una reunión y busquen un asiento, oirán las suaves palabras: “Por favor, siéntese aquí conmigo”.

Oiremos esas palabas en el día futuro que previó Lucy Mack Smith cuando las hermanas se sienten “juntas en el cielo”. No nos preparamos para ese día en un instante. Llega por los días y años de cuidar unos de otros y de recibir las palabras de vida eterna en lo más hondo de nuestro corazón.

Ruego que muchos de nosotros estemos juntos en el futuro glorioso que tenemos por delante. Les testifico que su esperanza en esos días estará justificada. El Señor Jesucristo, por medio de Su expiación infinita, lo ha hecho posible para cada una de ustedes. El Padre Celestial oye y contesta sus oraciones de fe en busca de guía y de ayuda para perseverar en el servicio que brindan por Él.

Se envía al Espíritu Santo a ustedes y a quienes ustedes cuidan. Recibirán fuerza y a la vez serán inspiradas para conocer los límites y el alcance de su capacidad para servir. El Espíritu las consolará cuando quizás se pregunten: “¿He hecho suficiente?”.

Testifico que el Señor estará con ustedes y su camino será preparado y señalado para ustedes por medio de Él, en su servicio hacia las personas a las que Él ama en sus necesidades y pruebas. En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Lucy Mack Smith, en Hijas en Mi Reino: La Historia y la Obra de la Sociedad de Socorro, 2011, pág. 29.

  2. Brigham Young, en Hijas en Mi Reino, pág. 41.

  3. Lucy Meserve Smith, en Hijas en Mi Reino, pág. 42.

  4. Lucy Meserve Smith, en Hijas en Mi Reino, pág. 42.

  5. Mateo 25:40.

  6. Mosíah 4:26.

  7. Mosíah 4:27.

  8. D. y C. 121:8.