Hablamos de Cristo
Asombro me da el amor que me da Jesús
El autor vive en la Ciudad de México, México.
Un domingo, antes de la reunión sacramental, el obispo se me acercó y me preguntó: “¿Nos puedes ayudar a bendecir la Santa Cena?”. Le dije que ciertamente lo haría.
Fui a buscar mi himnario y después me lavé las manos antes de tomar asiento ante la mesa de la Santa Cena. Abrí el himnario, y el primer himno que vi fue “Asombro me da” (Himnos, Nº 118). La reunión aún no había comenzado, así que empecé a leer la primera estrofa: “Asombro me da el amor que me da Jesús”. Inmediatamente se me llenó el corazón con un sentimiento de profundo amor.
La noche anterior había estado leyendo en la Biblia sobre el final de la vida de Jesucristo; las partes que tenían que ver con la Última Cena, el Jardín de Getsemaní, Su muerte y Su resurrección. Me imaginé a Jesús en el momento en el que Sus verdugos lo torturaban, azotaban y ridiculizaban. Asimismo, me lo imaginé llevando a cabo Su sacrificio expiatorio en el Jardín de Getsemaní mientras Sus discípulos dormían.
Me di cuenta de que estaba a punto de bendecir el pan y el agua que representan Su cuerpo y Su sangre. La Santa Cena nos permite renovar el convenio que hicimos cuando nos bautizamos, el de recordarlo siempre, guardar Sus mandamientos y tomar sobre nosotros Su nombre.
Estaba pensando en todo eso cuando comenzó la reunión sacramental. Sentí profundamente que Jesús había sufrido de una manera tan dolorosa e increíble que es incomprensible para nosotros. Entonces me vino a la mente el pensamiento de que Él soportó el sufrimiento a causa de Su gran amor por nosotros; por mí.
Sentí que el Señor me amaba tanto que no pude controlar las lágrimas; sentí que no era digno de lo que el Salvador había hecho por mí; pero también sentí que el amor que Él tiene por mí es perfecto. Un amigo da la vida por sus amigos (véase Juan 15:13). Cuando empezó el himno sacramental, me puse de pie con otro hermano para dar comienzo a la ordenanza.
Descorrimos el hermoso mantel blanco que cubría el pan. Al tomar el pan en mis manos, sabía que tenía la responsabilidad de partirlo como parte de la ordenanza, pero titubeé. El pan representa el cuerpo de Cristo; pensé en los soldados hiriendo al Señor, y no quería partir el pan; cuando partí el primer pedazo, pensé en la manera dolorosa y humillante en que trataron a Jesús antes de Su muerte: la corona de espinas, los azotes, el sufrimiento. Las lágrimas rodaban por mis mejillas mientras preparaba el pan.
Entonces se me ocurrió que esos hechos dolorosos y humillantes fueron necesarios; eran parte del sacrificio expiatorio de Jesucristo, y Él llevó a cabo el sacrificio debido al amor que tiene por mí y por cada uno de nosotros.
Empecé a sentir gran paz y gozo; partí cada trozo de pan lentamente y con cuidado, pues sabía que lo que sostenía en mis manos estaba a punto de ser bendecido y santificado para un propósito especial, y representaba algo sumamente valioso, bello y extraordinario. Sentí la gran responsabilidad de realizar esa ordenanza de manera que los que se encontraban en la reunión pudiesen renovar un convenio con el Señor y recibir las bendiciones de la Expiación.
Cuando terminamos, vi las bandejas llenas del pan partido; era algo maravilloso y sublime. Mi compañero dijo la oración; nunca antes había entendido de manera tan clara la frase: “para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo” (D. y C. 20:77).
Al participar del pan, volví a sentir el amor de mi Salvador; me sentí protegido, lleno de humildad, y resuelto a hacer lo correcto. Deseaba examinar mi vida y arrepentirme de todo lo que había hecho mal.
Le agradezco a Jesucristo Su amor por mí. Estoy agradecido de que podamos recibir las bendiciones de Su expiación: ser perdonados de nuestros pecados y tener la oportunidad de regresar a vivir con nuestro Padre Celestial.