El llamado a ser como Cristo
De un discurso de un devocional del SEI, “Israel, Jesús os llama”, pronunciado en la Universidad Dixie State en St. George, Utah, EE. UU. el 9 de septiembre de 2012. Para el discurso completo, vaya a lds.org/broadcasts.
Dios llama a Israel en estos últimos días para que seamos más semejantes a Cristo y más santos de lo que ahora somos en nuestra determinación de vivir el Evangelio y de establecer Sión.
En la historia de Israel a través de las épocas, cuando la situación se volvía muy pecaminosa, la sociedad se volvía demasiado secular o la vida con los gentiles empezaba a destruir el código moral y los mandamientos que Dios había dado, se mandaba a los hijos del convenio que huyeran al desierto para comenzar de nuevo y restablecer Sión.
En la época del Antiguo Testamento, Abraham, el padre del convenio, tuvo que huir de Caldea, literalmente Babilonia, para conservar su vida y para buscar una vida consagrada en Canaán, a la cual ahora llamamos la Tierra Santa (véase Abraham 2:3–4). Sin embargo, no pasaron muchas generaciones antes de que los descendientes de Abraham perdieran su Sión y fuesen esclavos en el lejano Egipto pagano (véase Éxodo 1:7–14); de modo que fue necesario levantar a Moisés para que condujera a los hijos de la promesa nuevamente al desierto.
No muchos siglos después, una historia de interés especial para nosotros comenzó cuando a una de esas familias israelitas, encabezada por un profeta llamado Lehi, se le mandó huir de Jerusalén porque, lamentablemente, ¡Babilonia estaba de nuevo a las puertas! (véase 1 Nefi 2:2). Ellos no tenían idea de que irían a un continente totalmente nuevo para establecer un concepto completamente nuevo de Sión (véase 1 Nefi 18:22–24); y tampoco sabían que ya antes había ocurrido un éxodo similar con un grupo de sus antepasados llamados los jareditas (véase Éter 6:5–13).
Es de interés para todos los que celebran la restauración del Evangelio el que la colonización de América se originara con un grupo que huía de su patria para adorar como deseaba hacerlo. Un distinguido erudito de la colonia puritana de América describió esa experiencia como la “misión [del cristianismo] en el desierto”, el esfuerzo de los israelitas de nuestros tiempos por librarse de la impiedad del Viejo Mundo y buscar otra vez los caminos del cielo en una tierra nueva1.
Les recuerdo una última huida: la de nuestra propia Iglesia, guiada por nuestros propios profetas que dirigieron a nuestros propios antepasados religiosos. Como consecuencia de la presecución a la que se vio sujeto José Smith en los estados de Nueva York, Pensilvania, Ohio, Misuri, y finalmente su asesinato en Illinois, habríamos de presenciar la recreación de los últimos días de los hijos de Israel buscando nuevamente un lugar donde recluirse. Brigham Young (1801–1877), el Moisés americano, como se lo ha nombrado con admiración, llevó a los santos a los valles de las montañas mientras los santos, cansados de caminar, cantaban:
Hacia el sol, do Dios lo preparó,
buscaremos lugar
do, libres ya de miedo y dolor,
nos permitan morar2.
Sión; la tierra prometida; la Nueva Jerusalén. Durante más de 4.000 años de la historia de convenios, éste ha sido el modelo: huir y buscar; correr y poblar; escapar de Babilonia; edificar los muros protectores de Sión.
Hasta ahora, en nuestros días.
Edifiquemos Sión donde estemos
Una de las muchas características singulares de nuestra dispensación es la naturaleza cambiante de la forma en que establecemos el reino de Dios sobre la tierra. Esta dispensación es una época de cambio potente y acelerado; y una de las cosas que ha cambiado es que la Iglesia de Dios nunca más volverá a huir. Nunca más partirá de Ur para luego salir de Harán y después de Canaán, y más tarde de Jerusalén, para luego ir a Inglaterra y de allí a Kirtland, y volver a salir de Nauvoo para ir a quién sabe dónde.
No, como dijo Brigham Young por todos nosotros: “Nos han lanzado de la sartén a las llamas, de las llamas al suelo, pero aquí estamos, y aquí nos quedaremos”3.
Por supuesto, ese comentario llegó a ser una proclamación para los miembros de la Iglesia en todo el mundo. En estos últimos días, en nuestra dispensación, hemos crecido lo suficiente como para dejar de correr; hemos crecido lo suficiente como para afirmar nuestros pies, nuestras familias y nuestros cimientos en toda nación, tribu, lengua y pueblo permanentemente. Sión está en todas partes, dondequiera que esté establecida la Iglesia; y con ese cambio, ya no pensamos en Sión como dónde vamos a vivir, sino en cómo vamos a vivir.
A fin de explicar este nuevo cometido, me referiré a tres incidentes.
Tres incidentes y tres lecciones
1. Hace unos años, un joven amigo mío —ex misionero— jugaba en uno de los equipos universitarios de basquetbol de Utah. Era un gran joven y muy buen jugador, pero no estaba jugando tanto como había pensado que lo haría. Sus talentos y habilidades no eran exactamente lo que el equipo necesitaba en la etapa de desarrollo en la que se encontraban tanto el equipo como él; lo cual es común en los deportes. Por lo tanto, con todo el apoyo y los mejores deseos de sus entrenadores y compañeros, mi joven amigo se trasladó a otra universidad donde esperaba contribuir un poco más.
Las cosas marcharon bien en la nueva institución y mi amigo llegó a formar parte del equipo principal; ¡y miren qué casualidad!, el calendario de juego llevó a ese joven a jugar contra su equipo anterior en Salt Lake City.
El maltrato cruel que el público lanzó sobre ese joven esa noche —un joven recién casado, que pagaba el diezmo, que servía en el quórum de élderes, que prestaba servicio caritativo a los jóvenes de su comunidad, y que con entusiasmo esperaba el nuevo bebé que tendrían él y su esposa— no debió haberlo vivido ningún ser humano en ningún momento ni en ningún lugar, cualquiera que fuera su deporte o su universidad, y cualesquiera que hubieran sido sus decisiones personales al respecto.
El entrenador de ese equipo visitante, que era un ídolo de la profesión, lo miró después de un partido espectacular y le dijo: “¿Qué está pasando aquí? Eres el joven originario de este lugar que ha tenido éxito; ésta es tu gente; éstos son tus amigos”. Pero lo peor fue que después dijo, totalmente consternado: “¿No son miembros de tu Iglesia la mayoría de estas personas?”.
2. Me invitaron a hablar en un devocional de adultos solteros de estaca. Al entrar por la puerta de atrás del centro de estaca, una joven de unos 30 años entró al edificio más o menos al mismo tiempo que yo. Aun entre el gentío que avanzaba hacia la capilla, hubiera sido difícil no fijarse en ella. Tenía un par de tatuajes, varios aretes en las orejas y la nariz, cabello de punta de todos los colores del arco iris, una falda demasiado corta y una blusa muy escotada.
Dos preguntas me vinieron a la mente: ¿Era esta joven un alma atribulada, no de nuestra fe, que había sido guiada, o mejor aún, que alguien había llevado a este devocional bajo la guía del Señor en un esfuerzo por ayudarla a encontrar la paz y la dirección del Evangelio que ella necesitaba en la vida? ¿O era quizás un miembro que se había apartado de algunos de los deseos y de las normas que la Iglesia tiene para sus miembros, pero que aún seguía asociada a la Iglesia y había decidido asistir a la actividad esa noche?
3. Cuando la hermana Holland y yo participamos en la dedicación del Templo de Kansas City, Misuri, nuestro anfitrión fue el hermano Isaac Freestone, que era oficial de policía de profesión y sumo sacerdote de la Estaca Liberty, Misuri. En una de nuestras charlas, nos contó que una noche, ya muy tarde, lo llamaron para investigar una queja en una parte bastante peligrosa de la ciudad. En medio de la música estrepitosa y el aire impregnado de olor a mariguana, encontró a una mujer y a varios hombres bebiendo y diciendo obscenidades, todos ellos al parecer totalmente ajenos a los cinco niños —de unos dos a ocho años de edad— acurrucados juntos en una habitación tratando de dormir en un piso sucio, sin cama, sin colchón, sin almohadas, sin nada.
El hermano Freestone revisó los armarios de la cocina y el refrigerador para ver si había siquiera una lata, caja o paquete de alimentos de alguna clase, pero no encontró nada. Dijo que el perro que ladraba en el patio tenía más comida que esos niños.
En la habitación de la mamá encontró un colchón, el único en la casa. Buscó hasta que encontró unas sábanas; las puso en el colchón y arropó a los cinco niños en esa cama improvisada. Entonces, con lágrimas en los ojos, se arrodilló y ofreció una oración al Padre Celestial pidiendo que los protegiera y se despidió.
Al levantarse y caminar hacia la puerta, uno de los niños saltó de la cama y corrió hacia él, lo tomó de la mano y le suplicó: “¿Podría adoptarme, por favor?”. Con más lágrimas en los ojos, el hermano Freestone volvió a acostar al niño, encontró a la madre drogada (los hombres ya habían huido hacía rato), y le dijo: “Mañana regresaré, y ¡mejor que vea algunos cambios cuando entre por esa puerta!; y además, después de eso, habrá más cambios; se lo prometo”4.
¿Qué tienen en común estos tres incidentes? Dan tres pequeños ejemplos diferentes de la vida real de lo que es Babilonia: uno de ellos sobre una conducta tonta y deplorable en un partido de basquetbol; uno más cultural, que revela los desafíos individuales que tenemos al asociarnos con personas que viven de manera diferente; y el otro un asunto sumamente importante y serio.
Lección 1: Nunca dejen su religión de lado
Primero, terminemos el incidente del basquetbol. Un día después del partido, cuando el público reaccionó y se reconoció la necesidad de disculparse, un joven básicamente dijo: “Miren; estamos hablando del basquetbol, no de la Escuela Dominical. Si no tolera la presión, que no juegue. Pagamos bastante para ver estos partidos; podemos actuar como queramos. Dejamos la religión de lado”.
“¿Dejamos la religión de lado?” La lección número uno para establecer Sión en el siglo XXI es: Nunca se deja la religión de lado.
Esa clase de discipulado no puede existir; ni siquiera es discipulado. Como enseñó el profeta Alma, debemos “ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos]” (Mosíah 18:9), y no sólo en algunos momentos, en algunos lugares o cuando nuestro equipo va ganando por muchos puntos.
Sea cual fuere la situación, la provocación o el problema, ningún discípulo verdadero de Cristo puede dejar su religión de lado.
Lección 2: Muestren compasión, pero sean fieles a los mandamientos
Eso me lleva a la joven que estaba en el devocional. De cualquier modo que uno reaccionara ante aquella joven, la regla eterna es que nuestra conducta debe reflejar nuestras creencias religiosas y nuestro compromiso hacia el Evangelio. Por consiguiente, la forma en que reaccionemos en cualquier situación debe mejorar las cosas, no empeorarlas. No podemos actuar ni reaccionar de modo que seamos culpables de una mayor ofensa de la que, en este caso, la joven representaba.
Eso no significa que no tengamos opiniones, ni que no tengamos normas ni que descartemos por completo los mandatos divinos de lo que “debemos” y “no debemos hacer”; pero sí significa que tenemos que vivir dichas normas y defender esos mandamientos de manera recta, lo mejor que podamos, del modo en que el Salvador los vivió y los defendió. Él siempre hizo lo necesario para mejorar la situación; desde enseñar la verdad y perdonar a los pecadores, hasta purificar el templo.
De modo que, en cuanto a la nueva joven que conocimos, empezamos, ante todo, por recordar que es hija de Dios y que tiene valor eterno; recordamos que es hija de alguien; y empezamos por estar agradecidos de que esté en una actividad de la Iglesia y no eludiéndola. En resumen, en esa situación, tratamos de ser lo mejor posible, con el deseo de ayudarla a ser lo mejor que ella pueda.
Seguimos orando constantemente en silencio: ¿Qué sería correcto hacer en este caso? ¿Qué sería correcto decir? ¿Qué es lo que en definitiva mejoraría tanto la situación como a ella? El plantearnos esas preguntas y en verdad tratar de hacer lo que haría el Salvador es a lo que pienso que Él se refirió cuando dijo: “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio” (Juan 7:24).
Esta Iglesia no puede jamás bajar el nivel de su doctrina para mantener buenas relaciones sociales, por conveniencia política ni por cualquier otra razón. Sólo el elevado nivel de la verdad revelada proporciona una base para elevar a una persona afligida o abandonada. Nuestra compasión y nuestro amor, características y requisitos fundamentales de nuestro cristianismo, nunca deben interpretarse como que estamos haciendo concesiones en cuanto a los mandamientos.
Cuando afrontamos tales situaciones, puede ser muy difícil y confuso. Los jóvenes podrían preguntar: “Bueno, no creemos que debamos vivir o comportarnos de tal o cual manera, pero ¿por qué tenemos que hacer que otras personas hagan lo mismo? ¿No tienen su albedrío? ¿No estamos siendo arrogantes y críticos al imponer nuestras creencias en los demás, al exigir que ellas actúen de cierta forma?”.
En esas situaciones, tendrán que explicar delicadamente por qué se defienden algunos principios y por qué nos oponemos a algunos pecados dondequiera que existan, ya que los problemas y las leyes en cuestión no son sólo sociales o políticos, sino que tienen consecuencias eternas; y aunque no deseamos ofender a quienes creen algo diferente a nosotros, nos preocupa más el no ofender a Dios.
Sería como si un adolescente dijera: “Ahora que puedo conducir, sé que debo detenerme en los semáforos en rojo, pero ¿tenemos que ser prejuiciosos y tratar de que todos se detengan en los semáforos en rojo? ¿Tienen todos que hacer lo que hacemos? ¿No tienen su albedrío? ¿Deben comportarse como nosotros?”. Entonces ustedes deben explicar por qué sí esperamos que todos se detengan en un semáforo en rojo; y tienen que hacerlo sin degradar a quienes transgreden o creen de modo diferente de lo que nosotros creemos porque, sí, ellos tienen su albedrío moral.
Hay una gran variedad de creencias en este mundo, y existe el albedrío moral para todos; pero nadie tiene el derecho de actuar como si Dios permaneciera mudo ante estos temas, o como si los mandamientos sólo importaran si existe consenso público. En el siglo XXI ya no podemos huir; tendremos que luchar por las leyes, circunstancias y ambientes que permitan el libre ejercicio de la religión y de nuestros derechos. Ésa es una manera de tolerar estar en Babilonia, pero no ser parte de ella.
No sé de ninguna aptitud más importante, ni de mayor integridad que podamos demostrar a un mundo del que no podemos huir, que la de seguir ese prudente camino: adoptar una postura moral acorde con lo que Dios ha declarado y con las leyes que Él ha dado, pero haciéndolo con compasión, con entendimiento y con gran caridad.
Lección 3: Utilicen los valores del Evangelio para beneficiar a sus comunidades y a sus países
No hay muchos de nosotros que serán policías, funcionarios de servicios sociales o jueces en un tribunal, pero todos debemos preocuparnos por el bienestar de los demás y por la seguridad moral de nuestra comunidad. Al hablar de la necesidad de influir en la sociedad más allá de nuestro propio hogar, el élder Quentin L. Cook, del Quórum de los Doce, dijo:
“Además de proteger a nuestra propia familia, debemos ser una fuente de luz para proteger nuestras comunidades. El Salvador dijo: ‘Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos’…
“En nuestro mundo cada vez más inicuo, es esencial que los valores basados en la creencia religiosa formen parte [evidente] de las disertaciones públicas…
“La fe religiosa es una fuente de luz, conocimiento y sabiduría, y beneficia a la sociedad de manera asombrosa”5.
Si no llevamos las bendiciones del Evangelio a nuestras comunidades y países, nunca tendremos suficientes policías, nunca habrá suficientes Isaac Freestone, para hacer cumplir la conducta moral, aun cuando pudiera hacerse cumplir, lo cual no es posible. Los niños de esa casa sin comida ni ropa son hijos de Dios. Esa madre, que es más culpable porque es mayor y debería ser más responsable, también es hija de Dios. Tales situaciones tal vez requieran un amor más firme en una manera formal e incluso legal; pero debemos tratar de ayudar cuando y donde podamos, ya que no dejamos nuestra religión de lado, por más patéticas e irresponsables que sean algunas situaciones.
No, no podemos hacerlo todo, pero podemos hacer algo. En respuesta al llamado de Dios, los hijos de Israel son los que han de hacerlo; no huir de Babilonia esta vez, sino atacarla. Sin ser ingenuos ni demasiado optimistas en cuanto a ello, podemos vivir nuestra religión tan amplia e indefectiblemente que hallaremos toda clase de oportunidades para ayudar a las familias, bendecir a los vecinos y proteger a los demás, incluso a la nueva generación.
Reflejen su amor por Jesucristo
Se llama a los Santos de los Últimos Días a ser la levadura del pan, la sal que nunca pierde el sabor, la luz sobre la colina que nunca se esconde bajo el almud. Así que, ¡empiecen a hacerlo!
Si hacemos el bien, hablamos de modo apropiado y tendemos una mano generosamente mediante nuestras palabras y nuestros actos, entonces, cuando el Salvador acorte Su obra en justicia, diga que el tiempo ha llegado a su fin y venga en Su gloria, nos encontrará dando lo mejor de nosotros, tratando de vivir el Evangelio, de mejorar nuestra vida, nuestra Iglesia y nuestra sociedad de la mejor forma posible.
Cuando venga, deseo tanto que me encuentre viviendo el Evangelio. Quiero que me encuentre en pleno acto de divulgar la fe y haciendo algo bueno. Deseo que el Salvador me diga: “Jeffrey, te reconozco, no por tu título, sino por tu vida, por la forma en que tratas de vivir y las normas que tratas de defender. Veo la integridad de tu corazón. Sé que has intentado mejorar las cosas; primera y principalmente, siendo mejor tú mismo, y luego, al declarar Mi palabra y defender Mi evangelio ante los demás del modo más compasivo que pudiste”.
Sin duda me dirá: “Sé que no siempre has triunfado en lo que respecta a tus propios pecados y a las circunstancias de los demás, pero creo que sinceramente lo intentaste. Creo que en tu corazón, en verdad me amaste”.
Deseo tener algún día un encuentro parecido a ése, más de lo que deseo cualquier otra cosa en la vida. También lo deseo para ustedes, para todos. “Israel, Jesús os llama”6, nos llama a vivir el evangelio de Jesucristo individualmente en formas pequeñas así como grandes; a tender una mano a quienes quizás no tengan nuestra apariencia ni se vistan ni se comporten como nosotros; y luego, donde podamos, a que hagamos más que eso y sirvamos a todos aquellos a quienes podamos alcanzar.
Amo al Señor Jesucristo, cuyo siervo trato de ser; y amo a nuestro Padre Celestial, a quien le importamos tanto que nos dio a Jesucristo. En cuanto a ese regalo que nos hizo, sé que Dios está llamando a Israel en estos últimos días para que seamos más semejantes a Cristo y más santos de lo que ahora somos en nuestra determinación de vivir el Evangelio y establecer Sión. También sé que Él nos dará tanto la fortaleza como la santidad para ser verdaderos discípulos, si se lo suplicamos.