Mensaje de la Primera Presidencia
Llegar al final con tu antorcha aún encendida
En la antigua Grecia, los corredores competían en una carrera de relevos que se llamaba lampadedromía1. En la carrera, los corredores sostenían una antorcha en la mano y se la pasaban al siguiente corredor hasta que el último integrante del equipo cruzaba la línea de llegada.
El premio no se otorgaba al equipo que corría más rápido, sino al primer equipo que alcanzara la meta con su antorcha aún encendida.
Esto encierra una profunda lección, una que los profetas antiguos y modernos enseñaron: aunque es importante comenzar la carrera, más importante todavía es llegar al final con nuestra antorcha aún encendida.
Salomón empezó con firmeza
El gran rey Salomón es un ejemplo de alguien que empezó con firmeza. Cuando era joven, “amó a Jehová y anduvo en los estatutos de su padre David” (1 Reyes 3:3). Dios se sintió complacido con él y dijo: “Pide lo que quieras que yo te dé” (1 Reyes 3:5).
En lugar de pedir riquezas, o una larga vida, Salomón pidió un “corazón con entendimiento para juzgar a tu pueblo, para discernir entre lo bueno y lo malo” (1 Reyes 3:9).
Eso complació tanto al Señor, que bendijo a Salomón no solo con sabiduría, sino también con incalculables riquezas y con una larga vida.
Aunque Salomón en verdad fue muy sabio e hizo muchas cosas extraordinarias, no llegó al final con firmeza. Lamentablemente, más adelante en su vida “hizo Salomón lo malo ante los ojos de Jehová, y no siguió cumplidamente tras Jehová” (1 Reyes 11:6).
Acabar nuestra carrera
¿Cuántas veces hemos comenzado algo y no lo hemos terminado? ¿Dietas? ¿Programas de ejercicios? ¿El compromiso de leer las Escrituras a diario? ¿La decisión de ser mejores discípulos de Jesucristo?
¿Con cuánta frecuencia tomamos resoluciones en el mes de enero y las cumplimos con determinación férrea durante unos días, algunas semanas, o incluso algunos meses, solo para descubrir que, en octubre, la llama de nuestro compromiso se ha reducido a apenas cenizas?
Un día vi una imagen muy graciosa de un perro echado junto a un trozo de papel que había hecho trizas; el papel decía: “Certificado de adiestramiento para perros”.
Algunas veces somos así;
tenemos buenas intenciones, comenzamos con firmeza, queremos ser la mejor versión de nosotros mismos; pero al final, hacemos trizas nuestras resoluciones, las desechamos y nos olvidamos de ellas.
Tropezar, fallar y, en ocasiones, tener el deseo de abandonar la carrera son parte de la naturaleza humana; pero como discípulos de Jesucristo nos hemos comprometido no solo a comenzar la carrera, sino también a acabarla, y a hacerlo con nuestra antorcha ardiendo todavía con intensidad. El Salvador prometió a Sus discípulos: “…el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mateo 24:13).
Permítanme parafrasear lo que el Salvador ha prometido en nuestros días: Si guardamos Sus mandamientos y llegamos al final con nuestra antorcha aún encendida, tendremos la vida eterna, que es el mayor de todos los dones de Dios (véase D. y C. 14:7; véase también 2 Nefi 31:20).
La luz que nunca se apaga
En ocasiones, después de tropezar, fallar, o incluso de rendirnos, nos desalentamos y creemos que nuestra luz se ha apagado y que hemos perdido la carrera. Sin embargo, les testifico que la luz de Cristo no se puede extinguir; brilla en la noche más oscura y volverá a iluminar nuestro corazón si tan solo inclinamos nuestro corazón hacia Él (véase 1 Reyes 8:58).
No importa cuán a menudo o cuán lejos caigamos, la luz de Cristo siempre arde intensamente y, aun en la noche más profunda, Su luz disipará las sombras y volverá a encender el fuego en nuestra alma si tan solo damos un paso hacia Él.
Esta carrera del discipulado no es una carrera de velocidad, sino un maratón; y tiene poca importancia lo rápido que vayamos. De hecho, la única manera en que podemos perder la carrera es si finalmente cedemos o nos damos por vencidos.
Siempre y cuando sigamos levantándonos y avanzando hacia nuestro Salvador, ganamos la carrera con nuestras antorchas ardiendo con intensidad,
porque la antorcha no se trata de nosotros ni de lo que hacemos;
se trata del Salvador del mundo;
y esa es una Luz que nunca se puede apagar. Es una Luz que consume la oscuridad, sana nuestras heridas y resplandece aun en medio de la más profunda tristeza y de las tinieblas más impenetrables;
es una Luz que sobrepasa todo entendimiento.
Ruego que cada uno de nosotros llegue al final del camino que hemos emprendido; y con la ayuda de nuestro Salvador y Redentor, Jesucristo, acabaremos con gozo y con nuestras antorchas aún encendidas.