2016
Honrar a Dios al honrar nuestros convenios
Julio de 2016


Honrar a Dios al honrar nuestros convenios

Las bendiciones más grandes de nuestra fe en Dios se manifiestan cuando lo honramos a Él mediante el cumplimiento de nuestros convenios.

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En 1985, la hermana Sitati y yo conocimos, en Nairobi, Kenia, a un hombre llamado Roger Howard. Él y su esposa, Eileen, prestaban servicio como matrimonio misionero mayor y nos invitaron a unirnos a una pequeña congregación que se reunía en su casa. Era la primera vez que asistíamos a una reunión de miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En aquella primera reunión sentimos el Espíritu y, desde entonces, hemos asistido a la Iglesia todos los domingos.

Unos meses más tarde, Roger nos bautizó a nosotros y a nuestro hijo de nueve años. Poco después, al finalizar su misión, Roger y Eileen regresaron a su casa. Continuamos teniendo noticias de ellos cada varios años.

A principios de 2010, la hermana Sitati y yo finalmente volvimos a ver a Roger. Para entonces, él ya casi tenía noventa años; avejentado y débil por su mala salud, se apoyaba firmemente en su andador. Al encontrarnos frente a frente por primera vez en muchos años, sentimos un gozo mutuo indescriptible. Derramamos lágrimas al abrazarnos tiernamente; sentimos una profunda gratitud el uno por el otro y por el maravilloso don del Evangelio; estábamos unidos en la fe como conciudadanos en el Reino de Dios.

Mientras disfrutaba el momento, acudió a mi mente un pasaje de las Escrituras: “Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios…

“Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me traéis aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!” (D. y C. 18:10, 15).

Algunas de las bendiciones más grandes de Dios se prometen a quienes llevan almas a Su reino. El Salvador dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Juan 15:16).

Unos meses después, ese mismo año, Roger falleció, y yo tuve la clara impresión de que era un hombre que estaba en paz con Dios. Él había influido profundamente en nuestra vida al compartir el Evangelio. Su ejemplo de servicio consagrado al prójimo, así como el del gran ejército de misioneros de la Iglesia, jóvenes y mayores, demuestra una de las maneras en que honramos a Dios.

Nuestra relación de convenio con Dios

Debido a que somos miembros de la Iglesia restaurada de Jesucristo, cada uno de nosotros tiene una relación personal y vinculante con nuestro Padre Celestial mediante los convenios. Cada convenio se ratifica con una ordenanza, por medio de la cual voluntariamente aceptamos y prometemos guardar ese convenio. Cuando ejercitamos fe en Él, Jesucristo, mediante Su expiación, nos habilita para cumplir con nuestras obligaciones respecto a cada convenio.

Honramos a nuestro Padre Celestial cuando profundizamos nuestra relación con Él al hacer y guardar todos los convenios y ordenanzas de salvación; y a quienes guardan sus convenios, Él los bendice con Su espíritu para que los guíe y los fortalezca. A continuación figuran las relaciones de convenio más importantes que podemos establecer con nuestro Padre Celestial.

El convenio bautismal

Mediante el bautismo, establecemos la primera relación de convenio con Dios. Somos dignos de efectuar dicha ordenanza cuando nos “[humillamos] ante Dios… y [venimos] con corazones quebrantados y con espíritus contritos, y [testificamos] ante la iglesia que [nos hemos] arrepentido verdaderamente de todos [nuestros] pecados… y verdaderamente [manifestamos] por [nuestras] obras que [hemos] recibido del Espíritu de Cristo para la remisión de [nuestros] pecados” (D. y C. 20:37).

Honramos este convenio cuando demostramos, mediante nuestras acciones, que estamos “dispuestos a tomar sobre [nosotros] el nombre de Jesucristo, con la determinación de servirle hasta el fin” (D. y C. 20:37); a “llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras… llorar con los que lloran… y a consolar a los que necesitan de consuelo, y ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos], aun hasta la muerte” (Mosíah 18:8–9).

A su vez, Dios nos honra con el don del Espíritu Santo, mediante el cual recibimos la compañía constante del Espíritu Santo, quien nos proporciona guía y dirección en todos nuestros asuntos y nos conduce a la vida eterna (véase Mosíah 18:9–10).

Después de mi bautismo, experimenté un sentimiento de gran gozo y de estar lleno del Espíritu, y he continuado experimentándolo siempre que me siento particularmente cerca de Dios.

El juramento y el convenio del sacerdocio

Los hombres que guardan el convenio del bautismo reúnen los requisitos para entrar en el juramento y el convenio del sacerdocio, el cual se recibe mediante la ordenanza de la imposición de manos. El convenio del sacerdocio es un convenio de servicio para la salvación de los hijos de Dios. Honramos a Dios cuando magnificamos nuestros llamamientos (véase D. y C. 84:33) y “le [servimos] con todo [nuestro] corazón, alma, mente y fuerza” (D. y C. 4:2), con “fe, esperanza, caridad y amor, [y] con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios” (D. y C. 4:5).

Las bendiciones del Señor que reciben los fieles poseedores del sacerdocio incluyen la santificación “por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos” (D. y C. 84:33), y llegar a ser herederos de las bendiciones de Moisés y de Abraham (véase D. y C. 84:34). Los profetas y apóstoles de los últimos días son buenos ejemplos de quienes magnifican su sacerdocio, y su vida es un testimonio de que el Señor los honra.

Las ordenanzas y los convenios del templo

Los hombres que dignamente poseen el sacerdocio mayor, y las mujeres que son dignas, pueden recibir ordenanzas sagradas y hacer convenios sagrados en el templo. Mediante las ordenanzas y los convenios del templo llegamos a comprender el propósito de esta vida y a prepararnos para la vida eterna, recibimos la ordenanza y entramos en el convenio del matrimonio eterno y del sellamiento con nuestra familia, y prometemos consagrar nuestra vida a Dios y a la obra de salvación para todos Sus hijos. El cumplir fielmente esos convenios nos da el derecho de recibir la guía espiritual y el poder para superar las pruebas de la mortalidad y obtener la exaltación, la bendición más grande que Dios puede dar a Sus hijos (véase D. y C. 14:7). La exaltación, o la vida eterna, es disfrutar, como familias, la calidad de vida que nuestro Padre Celestial vive.

La Santa Cena

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El más grande de todos, por Del Parson.

Para los miembros de la Iglesia, el tomar la Santa Cena dignamente cada día de reposo es esencial. Mediante esta ordenanza, reafirmamos nuestra constante disposición a tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo y a renovar todos los convenios que hemos hecho, e invocamos el poder de la expiación de Jesucristo para ayudarnos a perseverar hasta el fin en rectitud. Al hacerlo, llegamos a ser merecedores de todas las bendiciones correspondientes a todos los convenios que hemos concertado.

Los deseos justos

El quebrantar un convenio ofende a Dios y deja sin efecto las bendiciones prometidas (véase D. y C. 82:10).

En 1 Samuel 2:12–17, 22–34, leemos en cuanto a la maldad de los hijos del sacerdote Elí, quienes se aprovecharon de la posición de su padre para quebrantar el convenio del sacerdocio. Ellos procuraban satisfacer sus deseos lujuriosos al entregarse a la conducta inmoral con mujeres que iban a adorar y al tomar corruptamente para sí la carne de los sacrificios del pueblo de Israel. El Señor pronunció duros castigos contra los hijos de Elí y contra Elí mismo por no haberlos refrenado.

Tales deseos carnales se pueden superar mediante la determinación de guardar los convenios que hemos hecho con Dios, tal como lo demostró José de Egipto cuando se encontró frente a una mujer incrédula y lujuriosa (véase Génesis 39:9, 12). Dios honró a José, lo ayudó a vencer todos los designios de maldad en contra de él, llegó a ser el segundo hombre más poderoso de Egipto y un instrumento en las manos de Dios para la preservación de la familia de Israel (véase Génesis 45:7–8).

Si cedemos a la tentación, el deseo de restaurar nuestra relación con nuestro Padre Celestial nos conducirá al arrepentimiento sincero. La expiación del Salvador Jesucristo nos ayuda entonces a volver a ser dignos.

Seguir a los profetas

Cuando Cristo estableció Su Iglesia, eligió apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros “para la edificación del templo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:12–13).

Nuestros profetas y apóstoles vivientes enseñan que la “felicidad en la vida familiar tiene mayor probabilidad de lograrse cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Los matrimonios y las familias que logran tener éxito se establecen y se mantienen sobre los principios de la fe, de la oración, del arrepentimiento, del perdón, del respeto, del amor, de la compasión, del trabajo y de las actividades recreativas edificantes” (“La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129).

Nuestro hogar y nuestra familia proporcionan el cimiento para edificar relaciones firmes con Dios basadas en convenios. El seguir las enseñanzas inspiradas de nuestros profetas vivientes nos ayudará a tener una familia fuerte, nos dará el poder para guardar nuestros convenios y asegurará las bendiciones más grandes de nuestra fe.