Mensaje del Área
Oír, escuchar y actuar
Cuentan que dos amigos caminaban por la vereda de una calle bulliciosa, cuando uno le pregunto al otro:
“¿Escuchas el Cri-Cri de ese grillo?”.
El amigo respondió: “¿Bromeas? Con esa bulla, ¿quién podría escuchar algo así?”.
Unos pasos más adelante vieron al grillo que estaba sobre la rama de un árbol.
“¡Es increíble!” dijo el amigo “! “¡Tienes un oído sobrehumano!”.
El primero respondió: “Mi oído es tan normal como el tuyo. Observa”.
En ese momento, lanzo unas monedas al suelo y todas las personas que estaban a diez metros a la redonda voltearon para ver de dónde provenía el tintineante sonido.
El amigo concluyo diciendo: “Como ves, todo depende de lo que uno escoge escuchar”1.
Esta simple historia nos introduce a un concepto sumamente importante si lo asociamos al desarrollo espiritual.
Descubramos el significado de oír y escuchar.
Escuchar: La raíz se distingue en el verbo en latín auscultāre, postulando la idea de inclinar la oreja, combinando los componentes latinos auricŭla, interpretado como oreja, y el verbo inclināre, entendido como inclinar. De esta manera, escuchamos algo cuando prestamos atención a cualquier tipo de sonido, ya sea un mensaje expresado con palabras o un ruido que pueda suponer una significación.
Oír: El sentido del oído nos permite captar los sonidos a nuestro alrededor. Sin embargo, no toda la información es percibida de la misma manera, ya que a veces escuchamos y a veces oímos. El verbo oír procede del latín audīre2.
Los verbos que empleamos para estas dos acciones, escuchar y oír, pueden parecer equivalentes, pero en realidad no lo son. En la acción de oír no hay ninguna intencionalidad por parte del sujeto, ya que el sonido que se percibe es captado porque el aparato auditivo se encuentra sano. En otras palabras, la diferencia entre escuchar y oír depende de la actitud del individuo.
¿Qué aprendemos de las Escrituras respecto a la invitación de escuchar?
Escuchar es un verbo activo, requiere un esfuerzo personal y motiva o conlleva por lo general a una acción.
Un ejemplo de este proceso está en la historia de Felipe el misionero y el etíope. Este hombre leía un pasaje de las Escrituras que no estaba claro para él.
Felipe preguntó si entendía lo que estaba leyendo. El etíope le respondió que no y le pidió que le explicara el significado de dicho pasaje. Quería entender, y a menos que escuchara a alguien que le pudiera explicar y enseñar continuaría en esa obscuridad que proviene de la ignorancia. Al final del encuentro entre Felipe y el etíope, el entendimiento iluminó el alma del eunuco al punto de tomar una acción basada en lo que había escuchado y pidió ser bautizado. La luz y el gozo del Evangelio disiparon la obscuridad de la ignorancia3.
Una hermosa historia del oír y escuchar para entender la encontramos en la visita del Salvador al continente americano.
“Y aconteció que se hallaba reunida una gran multitud del pueblo de Nefi en los alrededores del templo…
Y aconteció que mientras así conversaban, unos con otros, oyeron una voz como si viniera del cielo; y miraron alrededor, porque no entendieron la voz que oyeron; y no era una voz áspera ni una voz fuerte; no obstante, y a pesar de ser una voz suave, penetró hasta lo más profundo de los que la oyeron, de tal modo que no hubo parte de su cuerpo que no hiciera estremecer; sí, les penetró hasta el alma misma, e hizo arder sus corazones.
Y sucedió que de nuevo oyeron la voz, y no la entendieron.
Y nuevamente por tercera vez oyeron la voz, y aguzaron el oído para escucharla; y tenían la vista fija en dirección del sonido; y miraban atentamente hacia el cielo, de donde venía el sonido.
Y he aquí, la tercera vez entendieron la voz que oyeron; y les dijo:
He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd”4.
Para el pueblo reunido fue necesario aguzar el oído, o sea, realizar el esfuerzo para entender qué había detrás del sonido.
De hecho, el primer mensaje comunicado por el Padre al inicio de esta dispensación estuvo relacionada con el sentido del oído.
“¡Este es mi Hijo amado, Escúchalo!”5.
En otras palabras: Oye, escucha, presta atención, pon en práctica, aprende.
Ante la búsqueda de la verdad, todos los sentidos deben alinearse y prestar atención hasta entender el mensaje.
En este periodo de pandemia, también hemos sido invitados por nuestros líderes a escuchar y a escucharlo a Él.
Ha sido y es una invitación a no solo agudizar el oído, sino también a actuar en consecuencia a lo que por el Espíritu aprendemos.
En las palabras del apóstol Santiago encontramos una invitación, así como una advertencia sobre el escuchar:
“Mas sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores… Porque si alguno oye la palabra, …no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor, este tal será bienaventurado en su hecho”6.
El apóstol Santiago nos invita mediante esas palabras a actuar en base al conocimiento recibido y a no ser un “oidor olvidadizo”.
El oidor olvidadizo al que se refiere Santiago es aquel que decide ingresar a una “amnesia autoinducida”. Escuchó, pero decidió que no quería tomar acción al respecto y de ahí se convirtió en un “oidor olvidadizo” o en un “oidor selectivo”, o sea que escoge lo que desea escuchar. Decide privarse del recuerdo de alguna cosa en particular evitando de esta forma tener que tomar una acción al respecto.
¿Cómo ser un oidor no olvidadizo?
La simple práctica cada día de orar, leer las Escrituras, meditar nos proveerá de la sensibilidad espiritual necesaria, lo cual actuará como un propulsor para la acción.
Por ejemplo, si el mensaje es sobre el diezmo, me entrevistaría a mí mismo respecto a mi fidelidad y si he sido olvidadizo con este tema; haría los ajustes necesarios para que el diezmo ocupe el primer lugar en la columna de egresos en mi contabilidad.
Si el mensaje es sobre “cada miembro un misionero”, me preguntaría: “¿Qué puedo hacer y qué hare para compartir el Evangelio con otras personas?”
El consejo de Santiago actúa como un “despertador” para la conciencia. Es una invitación a la introspección y a una sincera evaluación respecto a transitar por la senda de los convenios que hemos hecho al bautizarnos.
A fin de entrenar nuestros sentidos y a fin de convertir en hábito el escuchar, podemos utilizar las palabras del poeta Ralph Waldo Emerson quien nos dio una formula sencilla para no ser “oidores olvidadizos”; él escribió:
“Aquello en lo que persistimos se convierte en fácil de hacer, no porque la naturaleza de la tarea haya cambiado, sino porque nuestra habilidad para hacerla ha aumentado”7.
O sea que el logro de un objetivo, ya sea espiritual o temporal, está relacionado con escuchar y luego con actuar. La persistencia, la constancia en este propósito nos ayudará a agudizar los sentidos y habilidades naturales.
Por lo tanto, si persisto en orar cada día “con verdadera intención”, el resultado será una comunicación más fluida con el Padre.
De igual forma con el estudio de las Escrituras y demás deberes cristianos.
El hacerlo acarrea bendiciones:
“Hijo mío, da oído a mis palabras, porque te juro que al grado que guardes los mandamientos de Dios, prosperarás en la tierra”8.
El condicionante para el logro de estas bendiciones está en “da oído”.
La invitación de nuestro amado profeta, el presidente Russell M. Nelson, nos ayudara a ser oidores atentos y no olvidadizos de los mandamientos del Padre:
“También podemos escucharlo con mayor claridad si refinamos nuestra capacidad de reconocer los susurros del Espíritu Santo. Nunca ha sido más necesario que en este momento saber cómo el Espíritu Santo les habla. En la Trinidad, el Espíritu Santo es el mensajero. Él les comunicará pensamientos a su mente que el Padre y el Hijo desean que reciban. Él es el Consolador. Él transmitirá un sentimiento de paz a su corazón. Al leer y escuchar la palabra del Señor, Él testifica de la verdad y les confirmará lo que es verdadero”9.
El escuchar con atención y con intención abre la puerta no solo a experiencias espirituales sino también a milagros.
En la aplicación de los principios de escuchar y actuar, nuestro testimonio se fortalecerá y las bendiciones provenientes de dichas verdades serán nuestro maná del cielo y nuestra agua viva. Esto nos conducirá por caminos de seguridad y prosperidad.
Que al meditar en estas verdades podamos decir como Samuel: “Habla, que tu siervo escucha”10.