“La belleza de envejecer”, Liahona, septiembre de 2022.
Envejecer fielmente
La belleza de envejecer
Prefería tener un rostro que mostrara las marcas que dejan la risa y las lágrimas.
Recuerdo que, cuando era niña, miraba las mejillas arrugadas de mi abuela. Tenía arrugas en los extremos de los ojos y unas pequeñas líneas le adornaban el labio superior. Le preguntaba cómo podía evitar que me salieran arrugas.
“No sonrías”, respondió ella. “Y no llores”.
Seguí su consejo… por un día; pero luego me di por vencida. ¿Cómo podría alguien vivir sin sonreír ni llorar? Decidí que prefería tener un rostro que mostrara las marcas que dejan la risa y las lágrimas.
En el Libro de Mormón, Lehi enseñó a su hijo Jacob que estamos aquí, en la vida terrenal, para tener gozo (véase 2 Nefi 2:25). Pero también enseñó que, para conocer el gozo, debemos experimentar el pesar (véase 2 Nefi 2:22–23). He podido ver la evidencia tanto del gozo como del pesar labrada en el rostro de quienes han vivido la vida. Sus rostros reflejan la historia de su vida.
Estoy de acuerdo con la persona que dijo: “Los ancianos hermosos son obras de arte”1. Con la edad, algunas personas desarrollan un carácter que los hace extraordinarios. Por ejemplo, he mirado a los ojos de algunas directoras de las obreras del templo de cabellos y vestidos blancos, y me ha impactado la increíble luz que brilla en ellos y que resplandece en sus sonrientes rostros.
Ahora que me voy haciendo mayor, estoy descubriendo que hay ciertos gozos que acompañan al envejecimiento. Por ejemplo, ahora me siento más cómoda en cuanto a mi cuerpo. ¡Simplemente estoy agradecida de que todavía funcione! Puede que camine y hable más lentamente de lo que solía hacerlo. Tal vez tenga el regazo un poco más relleno y los brazos más blandos, pero me gusta pensar que mi trato también es más suave.
Sé que aún puedo seguir progresando y aprendiendo, que “[c]ualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con nosotros en la resurrección” (véase Doctrina y Convenios 130:18), así que espero con ansias las lecciones que todavía puedo aprender. Es más, puedo ayudar a otras personas, por ejemplo, a mis nietos, a aprender de las anécdotas de mi vida que puedo compartir con ellos.
Mi esposo y yo somos incluso más capaces de aceptarnos el uno al otro y de saber que todavía podemos aprender y progresar juntos también. Nuestro matrimonio se ha enriquecido a causa de las tormentas que hemos pasado juntos. Nuestros hijos han crecido y nos enorgullecen o nos preocupan, dependiendo del día, y nuestros nietos nos brindan literalmente gozo y regocijo.
Y, con la edad, somos más conscientes de que la vida terrenal no dura para siempre. Este es el momento de hacer las cosas que deseo hacer. Si no es ahora, ¿cuándo? “[H]e aquí […], el día de esta vida es el día en que el hombre debe ejecutar su obra” (véase Alma 34:32). Ojalá que con la edad nos demos cuenta de que este es el momento de decir las palabras que no hemos dicho, de sanar relaciones y de lograr las metas que tenemos pendientes.
A medida que me hago mayor, pienso en el legado que dejaré a mi posteridad. Espero que parte de ello sea que, al experimentar gozo y pesar, hallé sabiduría y, gracias a eso, descubrí la belleza de envejecer.
La autora vive en California, EE. UU.