Sección doctrinal
“Hijo, tú nunca me has creado problemas”
Mis hermanos y yo nos criamos en los arrabales de Madrid, en una zona chabolista del distrito de Ciudad Lineal, formado por los barrios de Ventas, Pueblo Nuevo (que incluía el barrio de Bilbao), Quintana, la Concepción y otros. Estos barrios estaban situados en el este de la ciudad de Madrid. Esta zona se llamaba antiguamente “Las Ventas del Espíritu Santo”; una de las peores del Madrid de posguerra.
Allí nacimos, y allí se desarrolló nuestra infancia y nuestra adolescencia: en una chabola sin agua, sin baño y sin las más mínimas condiciones de habitabilidad. El trabajo agotador de mi madre para criar a una familia numerosa en esas condiciones la llevó a exclamar un día: “¡En un lugar así no deberían vivir las personas!”.
Comíamos lo que los escasos ingresos de mi padre y la generosidad forzada del tendero de ultramarinos nos permitían. Recuerdo que mi madre me decía: “Ve a la tienda y dices al señor Ginés que te dé un quilo de lentejas, y que te lo apunte”. Comprar y vender “de fiao” era una necesidad para todos en aquella época.
Si apenas había dinero para comer, menos había para comprar juguetes a los hijos. En aquellos arrabales, los niños de la posguerra aprendimos a divertirnos con lo que teníamos más a mano: nos fabricábamos nuestros propios juguetes artesanos con palos, cañas, piedras. Y para correr y saltar en medio de aquellos descampados no se necesitaba mucho dinero.
A mí no me hacían falta juguetes para ser feliz. Mi felicidad consistía en ver a mi madre contenta. Por eso me esforzaba por no crearle más problemas de los que ya tenía. Un día, mi madre me dijo algo que me hizo sentir que estaba cumpliendo mis deseos: “Hijo, tú nunca me has creado problemas”. ¿Cómo iba yo a crear problemas a mi madre, si mi felicidad dependía de que ella estuviera contenta?
Leemos en el Nuevo Testamento que un intérprete de la ley preguntó a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Y Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas” (Mateo 22:36–40).
¿Qué mejor prójimo que una madre? Cuando yo amaba a mi madre, me estaba amando a mí mismo. Y ahora que mi madre salió de este mundo, mi esposa ocupa el lugar de mi madre. Y he aprendido que respetar a mi madre ha sido la mejor manera de prepararme para mi matrimonio.