La verdadera obediencia
Ya he comentado en artículos anteriores que yo me crie en los años de 1950 en los arrabales de Madrid, en una zona llena de chabolas. En aquellas casas, por llamarlas de alguna manera, si queríamos agua, teníamos que ir a por ella a fuentes no muy cercanas. El “baño” era el campo. Nos “comían las moscas en verano”, y la humedad, en invierno. Y nos manteníamos de lo que nos fiaban los tenderos, para pagar al final de mes la cuenta acumulada.
Una de las pocas “ventajas” era que estábamos rodeados de campo para correr y jugar. No había automóviles, y el aire estaba limpio de todo tipo de contaminación.
Recuerdo que un día por la mañana estábamos jugando los niños del vecindario, cuando, en el momento más interesante del juego, se oyó la voz de una de las madres: “¡Felisín!”. La madre de Félix necesitaba la ayuda de su hijo. Seguro que sería un recado a la tienda para la comida. Félix seguía jugando. La voz de su madre, convertida en grito, se volvió escuchar: “¡Felisiiín!”. Félix no quería dejar de jugar en momento tan importante, y seguía jugando sin hacer caso; pero estaba cada vez más nervioso. De repente, irrumpió la señora Juanita en medio del juego, agarró a Félix por los pelos, y se lo llevó casi a rastras. A los pocos minutos, vimos a Félix llorando, corriendo hacia la tienda. Y volvió minutos después de haber hecho lo que su madre le mandó. Pero ya no volvió a salir.
Yo era muy pequeño, pero aquello me dejó muy pensativo: Félix no hizo caso de su madre ni a la primera ni a la segunda llamada. Él quería seguir jugando, pero desde el momento en el que oyó la llamada de su madre, los nervios no le dejaron disfrutar del juego. Aun así, él seguía sin obedecer la llamada. Y a la tercera se vio obligado a obedecer; y lo hizo con un tirón de pelos. Y aunque finalmente obedeció, no le sirvió de nada, porque no volvió a salir para seguir jugando con nosotros. Y yo me decía: “si no hay más remedio que obedecer, ¿por qué no hacerlo pronto y bien?”.
Poco después, se oyó la voz de otra de las madres: “¡Faustinín!”: esa era mi madre. Dije a todos los niños: “¡Quietos; esperad un momento, que enseguida vuelvo!”. Corrí a mi casa, y pregunté a mi madre qué quería. Me mandó a un recado; fui corriendo, volví y pregunté: “¿Quieres alguna cosa más, mamá?”. Ella me respondió: “No; gracias, hijo”. Volví con los demás niños, que me estaban esperando, y seguimos jugando.
Felisín y Faustinín habían hecho lo que sus madres les pidieron, pero, como aprendí años después en la escuela, Sócrates enseñaba que no hay hombres buenos y malos, sino hombres sabios y hombres ignorantes, estableciendo una conexión entre la virtud y la felicidad. Eso era lo que yo intuí en aquella ocasión, y lo que me ha motivado toda mi vida a intentar ser obediente de forma apropiada.
José Smith aprendió por revelación que no conviene que el Señor nos mande en todas las cosas; porque quien necesita que se le mande y obligue para que haga algo, es alguien, no solo perezoso, sino poco sabio, porque de esa manera pierde el fruto de la obediencia. Y el Señor nos dice que, si hacemos lo recto por nuestra propia iniciativa y voluntad, no perderemos la recompensa por nuestra fidelidad (cfr. D. y C. 58:26-28).