Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia
Capítulo 11


“Capítulo 11: La caridad, el amor puro de Cristo”, Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Thomas S. Monson, 2020

“Capítulo 11”, Enseñanzas: Thomas S. Monson

Capítulo 11

La caridad, el amor puro de Cristo

“Ruego que […] expres[emos] amor a todos los hijos de Dios, ya sean nuestros familiares, nuestros amigos, personas que sean solo conocidas o totalmente extrañas”.

De la vida de Thomas S. Monson

Para el presidente Thomas S. Monson, amar a los demás era una forma de vida. El élder Jeffrey R. Holland y otras personas describieron algunas de las maneras en que él expresaba amor y caridad:

“[E]l corazón tierno y la naturaleza compasiva del hermano Monson le hicieron percibir, siendo aún muy joven, las necesidades de aquellos que eran menos afortunados. Rehusándose a ver a la familia de uno de sus amigos de la niñez comer cereal (remojado en agua caliente en lugar de leche) durante la cena de una Navidad, él entregó sus dos preciados conejos y con un nudo en la garganta dijo: ‘No son pavos, pero podrán hacerse una buena cena de Navidad’.

“Las experiencias de su infancia parecen haber sido parte de un proceso de capacitación, dirigido por mano divina, para hacerlo especialmente sensible a la difícil condición de los pobres por el resto de su vida. Más tarde, al ser obispo de aquel mismo barrio en el que había nacido y en que se había criado, tuvo a su cargo a mil sesenta miembros, entre los cuales había ochenta y cinco viudas, siendo por entonces el barrio de la Iglesia que tenía la mayor carga en cuanto a bienestar.

“Quizás muchos sepan que todos los años el joven obispo Monson se tomaba una semana de vacaciones en época de Navidad para poder visitar a cada una de las ochenta y cinco viudas de su barrio. Lo que tal vez no muchos sepan es que, durante varios años, el presente que les llevaba era una de […] las gallinas que él mismo criaba y desplumaba en su gallinero […].

“‘[El presidente Monson es] el paladín de los infortunados’, afirm[ó] Wendell J. Ashton, que ha sido su amigo por largo tiempo […]. ‘Me recuerda a un pino: alto y elevándose hacia el cielo, pero con ramas anchas y extendidas que van hasta el suelo y protegen a todo el que se quiera refugiar en ellas’.

“‘Muy pocas personas saben que el hermano Monson ha tomado sobre sí la responsabilidad de ser el capellán de varios centros de cuidado de ancianos y enfermos’, di[jo] el élder Boyd K. Packer, que durante quince años se ha sentado junto al élder Monson en el Cuórum de los Doce. ‘Él los visitaba cada vez que su tan ocupada agenda se lo permitía y hasta cuando no se lo permitía’.

“Una persona bien intencionada le dijo una vez que era inútil que visitara a esos ancianos, hablándoles durante largo rato, puesto que ellos casi nunca le contestaban. ‘Ahórrese el tiempo y el aliento, hermano Monson. ¡Ni siquiera saben quién es usted!’.

“‘El hecho de que me conozcan o no no tiene importancia’, contestó él con determinación. ‘Yo no les hablo porque ellos me conozcan a mí, sino porque yo los conozco a ellos’”1.

Jesús ora en Getsemaní

“[E]l amor es la esencia misma del Evangelio, y Jesucristo es nuestro Ejemplo. Su vida fue un legado de amor”.

Enseñanzas de Thomas S. Monson

1

Debemos expresar amor con nuestras palabras y nuestros actos

No podemos amar verdaderamente a Dios si no amamos a nuestros compañeros de viaje en este trayecto mortal. Del mismo modo, no podemos amar completamente a nuestro prójimo si no amamos a Dios, el Padre de todos nosotros. El apóstol Juan nos dice: “Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” [1 Juan 4:21]. Todos somos hijos de nuestro Padre Celestial, engendrados en espíritu y, como tales, somos hermanos y hermanas. Si tenemos presente esta verdad, el amar a todos los hijos de Dios se hará más fácil.

De hecho, el amor es la esencia misma del Evangelio, y Jesucristo es nuestro Ejemplo. Su vida fue un legado de amor; sanó al enfermo; elevó al oprimido y salvó al pecador. Al final, la multitud enfurecida le quitó la vida; y sin embargo, desde la colina del Gólgota resuenan las palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, la expresión máxima de compasión y amor en la tierra [Lucas 23:34].

Hay muchos atributos que son manifestaciones de amor, tales como la bondad, la paciencia, la abnegación, la comprensión y el perdón. En todas nuestras relaciones, estos y otros atributos similares servirán para que los demás vean el amor en nuestro corazón.

Por lo general, nuestro amor se manifestará en nuestras interacciones cotidianas mutuas. La capacidad que tengamos para reconocer la necesidad de las personas y luego hacer algo al respecto será de suma importancia. Siempre he atesorado el sentimiento que se expresa en este corto poema:

Muchas veces he llorado,

por la falta de visión,

de no ver la necesidad de otros;

pero jamás he sentido

un dejo de tristeza

por mostrar demasiada bondad.

[Anónimo, citado en Richard L. Evans, “The Quality of Kindness”, Improvement Era, mayo de 1960, pág. 340] …

Espero que siempre nos esforcemos por ser considerados y sensibles a las ideas, los sentimientos y las circunstancias de las personas que están a nuestro alrededor; no denigremos ni menospreciemos; más bien, seamos caritativos y alentadores. Debemos tener cuidado de no destruir la confianza de otra persona por medio de palabras o acciones descuidadas…

El amor se expresa en muchas maneras reconocibles: una sonrisa, un saludo, un comentario amable, un cumplido. Hay otras expresiones que son más sutiles, como demostrar interés en las actividades de otra persona, enseñar un principio con bondad y paciencia, visitar a alguien que esté enfermo o confinado en el hogar. Esas palabras y acciones, y muchas otras, pueden comunicar amor…

Ruego que empecemos hoy, este mismo día, a expresar amor a todos los hijos de Dios, ya sean nuestros familiares, nuestros amigos, personas que sean solo conocidas o totalmente extrañas. Al levantarnos cada mañana, estemos resueltos a responder con amor y bondad ante cualquier cosa que nos suceda.

Mis hermanos y hermanas, el amor de Dios por nosotros es más grande de lo que nadie se pueda imaginar. Debido a ese amor, Él envió a Su Hijo, quien nos amó tanto como para dar Su vida por nosotros, para que tuviésemos la vida eterna. A medida que lleguemos a comprender ese don incomparable, nuestro corazón se llenará de amor por nuestro Padre Eterno, por nuestro Salvador, y por toda la humanidad2.

Su Padre Celestial los ama, a cada un[o] de ustedes. Ese amor nunca cambia, y no influyen en él ni su apariencia, ni sus posesiones, ni la cantidad de dinero que tengan en la cuenta bancaria. No lo cambian ni sus talentos ni sus habilidades; simplemente está siempre presente. Está presente para cuando se sientan tristes o felices, desanimados o esperanzados. El amor de Dios está siempre, ya sea que sientan que merezcan amor o no; simplemente está siempre3.

2

Jesucristo mostró caridad por los demás y nos invita a hacer lo mismo

He pensado en un camino que una parábola de Jesús hizo famoso: Me refiero al camino a Jericó. La Biblia nos permite volver a vivir el memorable acontecimiento que hizo que el camino a Jericó cobrara fama para siempre…

“Y respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto.

“Y aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino y, al verle, pasó de largo.

“Y asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, al verle, pasó de largo.

“Mas un samaritano que iba de camino llegó cerca de él y, al verle, fue movido a misericordia;

“y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole sobre su propia cabalgadura, le llevó al mesón y cuidó de él.

“Y otro día, al partir, sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando vuelva.

“¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los ladrones?

“Y él dijo: El que tuvo misericordia de él. Entonces Jesús le dijo: Ve y haz tú lo mismo” [Lucas 10:30–37].

Cada uno de nosotros, en el trayecto por la vida terrenal, recorrerá su propio camino a Jericó. ¿Cuál será la experiencia de ustedes? ¿Cuál será la mía? ¿Pasaré por alto al que ha caído entre ladrones y requiere mi ayuda? ¿Lo harán ustedes? ¿Seré yo el que vea al herido y oiga su súplica, y aun así pase de largo? ¿Lo harán ustedes? ¿O seré yo el que vea, oiga, se detenga y ayude? ¿Lo harán ustedes?

Jesús estableció lo que debe ser nuestro lema: ‘Ve y haz tú lo mismo’ [Lucas 10:37]. Cuando obedecemos esa declaración, se despliega ante nosotros el panorama de un gozo que rara vez halla equivalente y que jamás encuentra algo que lo exceda.

Sin embargo, recordemos que el camino a Jericó puede que no sea fácil de distinguir. Y que tal vez el herido no grite para que lo oigamos. Pero si seguimos las huellas de ese buen samaritano, vamos por el camino que lleva a la perfección.

Jesús ayuda a un hombre herido

“¿O seré yo el que vea, oiga, se detenga y ayude? ¿Lo harán ustedes?”.

Recordemos varios ejemplos que nos dio el Maestro: el paralítico en el estanque de Betesda; la mujer sorprendida en adulterio; la mujer junto al pozo de Jacob; la hija de Jairo; y Lázaro, el hermano de María y Marta. Todos ellos representaban una víctima en el camino a Jericó. Cada uno de ellos necesitaba ayuda.

Al paralítico de Betesda, Jesús le dijo: “Levántate, toma tu lecho y anda” (Juan 5:8). La mujer pecadora recibió este consejo: “… vete, y no peques más” (Juan 8:11). A la que se acercó para sacar agua, le ofreció una “fuente de agua que brote para vida eterna” (Juan 4:14). A la hija muerta de Jairo le mandó: “Muchacha, a ti te digo, levántate” (Marcos 5:41). Al ya sepultado Lázaro le dijo las memorables palabras: “¡Lázaro, ven fuera!” (Juan 11:43).

Bien podríamos preguntarnos: “Estos relatos son sobre la vida del Redentor del mundo. ¿Podría acaso tener yo experiencias tan maravillosas en mi propia vida, en mi camino a Jericó?”.

¡Mi respuesta es un rotundo sí! Permítanme compartir [un ejemplo].

Hace algunos años, falleció uno de los hombres más bondadosos y más amados que haya vivido en la tierra. Se llamaba Louis C. Jacobsen. Era un hombre que había ayudado a personas necesitadas, que había ayudado a los inmigrantes a encontrar trabajo y que había hablado en más funerales que ninguna otra persona que yo haya conocido

En cierta oportunidad, Louis Jacobsen me habló con reflexión acerca de su niñez. Su madre había sido una viuda danesa pobre. Era bajo, de apariencia nada atractiva, y fácil presa de las insensatas bromas de sus compañeros. Una mañana, en la Escuela Dominical, los niños se burlaron de los pantalones remendados y de la vieja camisa que llevaba puestos. El amor propio no le permitió llorar, pero se escapó de la clase deteniéndose al fin, falto de aliento, para sentarse y descansar al borde de la acera de la calle Third West Street, de Salt Lake City. Agua clara corría entre la calle y la acera. Louis tomó de su bolsillo el programa de la lección de la Escuela Dominical, y con habilidad hizo un botecito de papel que puso a flotar en el agua. De su herido corazón de niño salieron las resueltas palabras: “Jamás volveré”.

De pronto, a través de sus lágrimas, vio reflejada en el agua la imagen de un hombre corpulento y bien vestido; se dio vuelta y reconoció al líder de la Escuela Dominical, George Burbidge. “¿Puedo sentarme contigo?”, le preguntó el bondadoso líder. Louis asintió con la cabeza y allí, en aquella acera, se sentó un buen samaritano a ministrar a quien lo necesitaba mucho. Durante la conversación, varios botecitos flotaron corriente abajo. Finalmente, el líder se puso de pie y con la mano del niño apretada en la suya, regresaron a la Escuela Dominical. Con el tiempo, Louis presidió esa misma Escuela Dominical. Durante su larga vida de servicio, jamás dejó de recordar al viajero que lo había rescatado en su camino a Jericó4.

3

El amor es el catalizador que produce cambios, el bálsamo que cura

Para los sinceros de corazón, resuenan con ternura las palabras del Señor: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20). ¿Tiene nombre esa puerta? Sí, lo tiene. El nombre que le doy es “El portal del amor”.

El amor es el catalizador que produce cambios. El amor es el bálsamo que cura el alma, pero el amor no crece como la mala hierba ni cae como la lluvia. El amor tiene un precio: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). El amor de nuestro Señor Jesucristo por Su Padre y por nosotros fue tan grande que dio Su vida para que podamos tener la vida eterna.

Y en los momentos tiernos y conmovedores en que se despidió de Sus amados discípulos, Jesús enseñó: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama” (Juan 14:21). Y dio la instrucción de gran trascendencia: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros” (Juan 13:34).

Yo admiro a los que con compasión y cuidados amorosos dan de comer al hambriento, visten al desnudo y alojan al desamparado. Dios, que nota si un pajarillo cae en tierra, no dejará de notar ese servicio5.

Hace poco recordé una experiencia de mi niñez […], [cuando] tenía solo once años. Nuestra presidenta de la Primaria, Melissa, era una cariñosa señora mayor de cabello canoso. Un día, en la Primaria, me pidió que me quedara a conversar con ella. Los dos nos sentamos en la capilla solitaria. Ella me pasó el brazo por los hombros y comenzó a llorar. Sorprendido, le pregunté por qué lloraba.

Ella me contestó: “No logro que los niños […] se mantengan reverentes durante los ejercicios de apertura de la Primaria. ¿Quisieras ayudarme, Tommy?”.

Le prometí que lo haría. Para mi sorpresa, pero no la de ella, aquello terminó todos los problemas de reverencia en la Primaria. Había acudido al origen del problema: a mí. La solución había sido el amor.

Los años pasaron y la maravillosa Melissa, que ya tenía más de noventa años, vivía en un asilo de ancianos, al noroeste de Salt Lake City. Antes de la Navidad, decidí visitar a mi querida presidenta de la Primaria. En la radio del auto, sonaba la canción “Escuchad el son triunfal de la hueste celestial” [véase Himnos, nro. 130]. Reflexioné en la visita de los Reyes Magos tantos años atrás. Ellos llevaban regalos de oro, incienso y mirra. Yo solo llevaba el regalo de mi amor y el deseo de decir “Gracias”.

Encontré a Melissa en el comedor. Miraba con ojos fijos el plato de comida y la revolvía con el tenedor que sostenía con su arrugada mano. No comía ni un bocado. Cuando le hablé, me miró con ojos bondadosos, aunque indiferentes. Tomé el tenedor y empecé a darle de comer en la boca y mientras tanto, le hablaba de lo mucho que ella había ayudado a los niños cuando trabajaba en la Primaria. No percibí nada en ella que indicara que me reconocía, ni tampoco pronunció palabra alguna. Otras dos ancianas del asilo me miraban asombradas. Finalmente me dijeron: “No le hable. No reconoce a nadie, ni siquiera a su propia familia. No ha dicho una palabra en todo el tiempo que lleva aquí”.

El almuerzo terminó y mi monólogo llegó a su fin. Me puse de pie para marcharme. Tomé su débil mano entre las mías y contemplé su aún hermoso semblante. Le dije: “Que Dios la bendiga, Melissa. Feliz Navidad”. De improviso, ella habló. “Yo te conozco; eres Tommy Monson, mi niño de la Primaria. ¡Cuánto te quiero!”. Se llevó mi mano a los labios y le dio un dulce beso lleno de amor. Le rodaron lágrimas por las mejillas y bañaron nuestras manos estrechadas. Esas manos, ese día, fueron santificadas por los cielos y por la gracia de Dios6.

4

Mostramos caridad al abstenernos de juzgar y criticar a los demás

Lisa y John, una pareja joven, se mudaron a un nuevo vecindario. Una mañana, mientras desayunaban, Lisa miró por la ventana y observó cómo la vecina de al lado colgaba la ropa lavada.

“¡Esa ropa no está limpia!”, exclamó Lisa. “¡La vecina no sabe lavar la ropa!”.

John continuó observando, pero permaneció en silencio.

Cada vez que la vecina colgaba la ropa lavada para que se secara, Lisa hacía los mismos comentarios.

Algunas semanas después, Lisa se sorprendió al mirar por la ventana y ver la ropa lavada, prolija y limpia, que colgaba en el patio de la vecina. Le dijo a su esposo: “¡Mira, John, finalmente ha aprendido a lavar bien! Me pregunto cómo lo hizo”.

John respondió: “Bien, yo te contestaré, querida. Quizás te interese saber que esta mañana me levanté temprano y lavé las ventanas”.

[Q]uisiera compartir con ustedes algunas ideas concernientes a cómo nos vemos los unos a los otros. ¿Miramos por una ventana que deba limpiarse? ¿Juzgamos a pesar de no conocer todos los hechos? ¿Qué vemos cuando miramos a otras personas? ¿Qué juicios emitimos sobre ellas?

El Salvador dijo: “No juzguéis” [Mateo 7:1], y continuó: “Y, ¿por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?” [Mateo 7:3]. Parafraseando: ¿Por qué miras lo que crees que es ropa mal lavada en la casa de tu vecina, mas no te fijas en la ventana sucia de tu propia casa?

Mujer de pie, cerca de una ventana

“En vez de ser prejuiciosos y criticarnos los unos a los otros, ruego que podamos sentir el amor puro de Cristo hacia nuestros compañeros de viaje en esta jornada por la vida”.

Ninguno de nosotros es perfecto. No sé de nadie que profesaría serlo. Y sin embargo, por alguna razón, a pesar de nuestras propias imperfecciones, tenemos la tendencia de hacer notar las de otras personas. Emitimos juicios concernientes a sus acciones o inacciones.

En verdad no hay modo en que podamos conocer el corazón, las intenciones o las circunstancias de alguien que diga o haga algo de lo cual hallemos razones para criticar. Por ello el mandamiento: “No juzguéis”…

Yo considero que la caridad o “el amor puro de Cristo” es lo opuesto a criticar y juzgar. Al hablar de la caridad […], tengo en mente la caridad que se manifiesta cuando somos tolerantes con otras personas y misericordiosos con sus acciones; la clase de caridad que perdona, la clase de caridad que es paciente.

Tengo en mente la caridad que nos impele a ponernos en el lugar de los demás, a ser compasivos y misericordiosos, no solo en tiempos de enfermedad, aflicción y tribulación, sino también en tiempos de debilidad o error por parte de otras personas.

Hay una gran necesidad de la caridad que presta atención a quienes pasan inadvertidos, que da esperanza a quienes están desalentados y que brinda ayuda a quienes están afligidos. La verdadera caridad es el amor en acción. La necesidad de caridad está en todas partes.

Se necesita la caridad que rehúsa hallar satisfacción al oír o repetir los relatos sobre infortunios que sobrevienen a otras personas, a menos que, al hacerlo, el desafortunado pueda beneficiarse…

La caridad es tener paciencia con alguien que nos ha defraudado. Es resistir el impulso de ofenderse con facilidad. Es aceptar las debilidades y los defectos. Es aceptar a las personas como realmente son. Es ver más que las apariencias físicas, y ver los atributos que no empalidecerán con el tiempo. Es resistir el impulso de categorizar a otras personas […]. En vez de ser prejuiciosos y criticarnos los unos a los otros, ruego que podamos sentir el amor puro de Cristo hacia nuestros compañeros de viaje en esta jornada por la vida…

“La caridad nunca deja de ser” [Moroni 7:46–48]. Que […] esa verdad imperecedera los guíe en todo lo que hagan. Que impregne el alma de cada uno de ustedes y que encuentre expresión en todos sus pensamientos y acciones7.

Sugerencias para el estudio y la enseñanza

Preguntas

  • Repase las muchas maneras en que el presidente Monson enseña que debemos expresar amor (véase la sección 1). ¿Cuáles son algunas formas en las que podemos mostrar más amor en nuestras interacciones diarias? ¿Cómo podemos cultivar un mayor amor por las demás personas? ¿De qué modo le ayuda el saber que el amor que el Padre Celestial le tiene “simplemente está siempre allí”?

  • Medite las preguntas del presidente Monson sobre nuestro trayecto por el camino a Jericó (véase la sección 2). ¿En qué forma ha sido bendecido por alguien que haya sido un “buen samaritano” con usted? ¿Qué nos enseña el relato de Louis Jacobsen y George Burbidge? ¿Por qué es importante dejar que el interés por los demás reemplace nuestro interés por nosotros mismos?

  • El presidente Monson enseñó que “el amor es el catalizador que produce cambios” (sección 3). ¿De qué modo el amor que le mostró una maestra de la Primaria lo ayudó a él a cambiar cuando era un niño de once años? ¿En qué ocasión ha marcado una diferencia en la vida de usted el amor de otra persona? ¿Por qué tiene tal poder el amor?

  • ¿Qué podemos aprender sobre el amor del relato que cuenta el presidente Monson sobre la ropa de la vecina? (véase la sección 4). ¿Por qué a veces somos prejuiciosos o criticamos? ¿Cómo podemos vencer esas tendencias? Repase las enseñanzas sobre la caridad del presidente Monson que se encuentran en el penúltimo párrafo y reflexione sobre cómo puede actuar con más caridad en esas maneras.

Pasajes de las Escrituras relacionados con el tema

Mateo 5:44–46; Juan 15:9–13; 1 Corintios 13:1–13; Colosenses 3:12–14; 1 Nefi 11:8–23; Éter 12:33–34; Moroni 7:47–48; Doctrina y Convenios 121:45–46.

Ayuda didáctica

“De acuerdo con las circunstancias, expresar amor por las personas a las que enseña puede implicar hacerles cumplidos sinceros, interesarse por su vida, escucharlas con atención, hacerlas participar en la lección, realizar actos de servicio por ellas o, simplemente, saludarlas afectuosamente cuando las vea” (Enseñar a la manera del Salvador, 2016, pág. 6).

Notas

  1. Véase Jeffrey R. Holland, “Presidente Thomas S. Monson: Siempre en la obra del Señor”, Liahona, octubre/noviembre de 1986, pág. 16.

  2. Véase “El amor: La esencia del Evangelio”, Liahona, mayo de 2014, págs. 91, 93–94.

  3. Véase “Nunca caminamos solos”, Liahona, noviembre de 2013, págs. 123–124

  4. Véase “El camino a Jericó”, Liahona, septiembre de 1989, págs. 2–3.

  5. Véase “El portal del amor”, Liahona, enero de 1988, págs. 64, 66.

  6. Véase “La Navidad es amor” (Devocional de Navidad de la Primera Presidencia, 2 de diciembre de 2012), ChurchofJesusChrist.org/broadcasts/article/christmas-devotional/2012/12/christmas-is-love?lang=spa; véase también “El portal del amor”, pág. 67.

  7. Véase “La caridad nunca deja de ser”, Liahona, noviembre de 2010, págs. 122, 124–125.