Un potente cambio en el corazón
Gracias a la expiación de Jesucristo, no solo podemos quedar limpios del pecado, sino que también podemos sanar de nuestro estado pecaminoso.
Con la caída de Adán, se introdujeron en el mundo la enfermedad y el pecado, y ambos pueden resultar letales en sus respectivas esferas. Entre todas las enfermedades, es posible que la más invasiva y devastadora sea el cáncer. En algunos países, más de una tercera parte de la población desarrollará algún tipo de cáncer, y esta enfermedad es responsable de casi la cuarta parte de la totalidad de las muertes1. Con frecuencia, el cáncer empieza con una sola célula, tan pequeña que solo se puede ver con un microscopio, pero que puede crecer y extenderse rápidamente.
Los pacientes aquejados de cáncer se someten a tratamientos para conseguir que el cáncer remita. La remisión total significa que se dejan de detectar evidencias de la enfermedad; sin embargo, los profesionales se apresuran a señalar que, aunque un paciente esté en remisión, eso no quiere decir necesariamente que se haya curado2. Por tanto, aunque la remisión aporta alivio y esperanza, los pacientes aquejados de cáncer siempre esperan algo que va más allá de la remisión: esperan curarse. Así lo expresa una fuente: “Para declarar que alguien se ha curado de cáncer, hay que esperar y comprobar si el cáncer va a reaparecer; por esta razón, el tiempo es el factor crucial. Si un paciente permanece en remisión durante varios años, es posible que el cáncer se haya curado. Algunos cánceres pueden reaparecer después de muchos años de remisión”3.
La enfermedad y el pecado
Por muy devastador que el cáncer sea para el cuerpo, el pecado es todavía más devastador para el alma. Por lo general, el pecado empieza por cosas pequeñas —a veces casi imperceptibles—, pero puede crecer rápidamente. Primero causa gangrena, luego incapacita y después mata el alma. El pecado es la principal causa —y de hecho, la única causa— de la muerte espiritual en toda la creación. El tratamiento para el pecado es el arrepentimiento. El arrepentimiento sincero es totalmente eficaz al poner al pecador en remisión o llevar a cabo la remisión de los pecados. Esta remisión aporta alivio y gozo al alma; sin embargo, el recibir la remisión de los pecados y quedar libre de sus síntomas y efectos no significa necesariamente que el pecador se haya curado por completo. En el corazón del hombre caído hay algo que permite el pecado o lo hace susceptible a pecar. Por lo tanto, el pecado puede reaparecer, incluso después de años de remisión. El permanecer en remisión, o dicho de otra forma, el retener la remisión de los pecados, es vital para sanar por completo.
Purificados y curados
Esta analogía nos ayuda a entender que, en lo que respecta a lo espiritual, no solo debemos quedar purificados del pecado, sino también curarnos del estado pecaminoso. La guerra que enfrenta nuestra voluntad de hacer lo bueno con nuestra naturaleza de hacer lo malo puede resultar agotadora. Si somos fieles, venceremos, no solamente porque hemos impuesto nuestra voluntad sobre nuestra naturaleza, sino porque hemos sometido nuestra voluntad a Dios y Él ha cambiado nuestra naturaleza.
El rey Benjamín enseñó: “Porque el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural […] por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19). Como respuesta a esta y otras enseñanzas, el pueblo del rey Benjamín rogó: “¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados, y sean purificados nuestros corazones” (Mosíah 4:2; cursiva agregada). Después que oraron, el Señor respondió a esa petición, compuesta por dos partes. En primer lugar, “el Espíritu del Señor descendió sobre ellos, y fueron llenos de gozo, habiendo recibido la remisión de sus pecados, y teniendo paz de conciencia” (Mosíah 4:3).
Al ver que su pueblo estaba “en remisión”, el rey Benjamín los instó a curarse por completo enseñándoles a permanecer en esa remisión (véase Mosíah 4:11–30); y les hizo esta promesa: “… si hacéis esto, siempre os regocijaréis, y seréis llenos del amor de Dios y siempre retendréis la remisión de vuestros pecados” (Mosíah 4:12).
El pueblo creyó e hizo el convenio de cumplir con las palabras del rey Benjamín, a raíz de lo cual el Señor respondió a la segunda parte de su oración, que fueran “purificados [sus] corazones”. En gratitud y alabanza, el pueblo exclamó: “… el Espíritu del Señor Omnipotente […] ha efectuado un potente cambio en nosotros, o sea, en nuestros corazones, por lo que ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). El rey Benjamín explicó que ese potente cambio significaba que habían nacido de Dios (véase Mosíah 5:7).
“¿Cómo se lleva esto a efecto?”
El profeta Alma enseñó que debemos arrepentirnos y nacer de nuevo, nacer de Dios con un cambio en el corazón (véase Alma 5:49). Al arrepentirnos continuamente, el Señor quitará todos nuestros pecados y quitará todo aquello que, de forma natural, causa o permite el pecado en nosotros. Pero, en palabras de Enós: “Señor, ¿cómo se lleva esto a efecto?” (Enós 1:7). Pese a ser sencilla, la respuesta es profunda y eterna. A quienes han sido sanados de algún tipo de enfermedad, física o espiritual, el Señor ha declarado: “… tu fe te ha sanado” (véanse Marcos 5:34; Enós 1:8).
El potente cambio en el corazón que experimentó Alma se llevó a cabo “según su fe”, y el corazón de sus seguidores cambió cuando “pusieron su confianza en el Dios verdadero y viviente” (Alma 5:12, 13). El corazón del pueblo del rey Benjamín cambió “por medio de la fe en [el] nombre [del Salvador]” (Mosíah 5:7).
Si queremos tener ese tipo de fe para que podamos confiar en el Señor con todo el corazón, debemos hacer aquello que conduce a la fe y, luego, hacer aquello a lo que la fe conduce. Entre las muchas cosas que conducen a la fe, en este contexto del cambio de corazón, el Señor ha hecho hincapié en el ayuno, la oración y la palabra de Dios. Aunque la fe conduce a muchas cosas, su primer fruto es el arrepentimiento.
Pensemos en los siguientes dos versículos del libro de Helamán, que ponen de manifiesto estos principios. En primer lugar, leemos acerca de unas personas que “ayunaron y oraron frecuentemente, y se volvieron […] más y más firmes en la fe de Cristo […]; hasta la purificación y santificación de sus corazones, santificación que viene de entregar el corazón a Dios” (Helamán 3:35). Más adelante, del profeta Samuel el Lamanita, aprendemos que: “… las Santas Escrituras, sí, las profecías escritas de los santos profetas […], los llevan a la fe en el Señor y al arrepentimiento, esa fe y arrepentimiento que efectúan un cambio de corazón” (Helamán 15:7).
Dependemos de Dios
En este punto debemos hacer una pausa y reconocer que este potente cambio del que hablamos se obra en nosotros, no lo obramos nosotros. Podemos arrepentirnos, cambiar de conducta y de actitud, e incluso cambiar nuestros deseos y creencias, pero cambiar nuestra naturaleza es algo que sobrepasa nuestras facultades y capacidades. Para que se produzca este potente cambio, dependemos totalmente del Dios Todopoderoso; es Él quien, por Su gracia, purifica nuestro corazón y cambia nuestra naturaleza “después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23). Su invitación es constante y cierta: si nos arrepentimos y venimos a Él con íntegro propósito de corazón, Él nos sanará (véase 3 Nefi 18:32; cursiva agregada).
El efecto de sanar del estado pecaminoso es que llegamos a “cambia[r] de [nuestro] estado carnal y caído, a un estado de rectitud […], convirtiéndo[nos] en sus hijos e hijas; y así llega[mos] a ser nuevas criaturas” (Mosíah 27:25, 26). Nuestro semblante irradiará la luz de Cristo. Asimismo, las Escrituras nos dicen que “todo aquel que ha nacido de Dios no peca” (1 Juan 5:18). Esto no se debe a que seamos incapaces de pecar, sino a que, a partir de ese momento, nuestra naturaleza nos lleva a no pecar. Ciertamente, es un potente cambio.
Cabe recordar que el experimentar un potente cambio en el corazón es un proceso que se desarrolla a lo largo del tiempo, no es algo puntual. Por lo general, el cambio es gradual, y a veces se va notando muy poco a poco, pero es real, es potente y es necesario.
Si todavía no han experimentado ese potente cambio, les hago esta pregunta: ¿Se han arrepentido y han recibido la remisión de sus pecados? ¿Estudian las Sagradas Escrituras? ¿Ayunan y oran con frecuencia, para que puedan volverse más y más firmes en la fe de Cristo? ¿Tienen suficiente fe para confiar en el Señor con todo el corazón? ¿Se mantienen firmes en esa fe? ¿Vigilan sus pensamientos, palabras y hechos, y observan los mandamientos de Dios? Si hacen estas cosas, siempre se regocijarán y serán llenos del amor de Dios, y siempre retendrán la remisión de sus pecados. Si permanecen en esa remisión, ¡sanarán, se curarán y cambiarán!
Jesucristo tiene poder para purificarnos de nuestros pecados y también para curarnos de nuestro estado pecaminoso. Él es poderoso para salvar y, con ese fin, Él es poderoso para cambiar. Si le entregamos el corazón a Él, ejerciendo fe al hacer todos los cambios que seamos capaces de hacer, Él ejercerá Su poder sobre nosotros para llevar a cabo este potente cambio en el corazón (véase Alma 5:14).