No tendrás dioses ajenos
¿Nos inclinamos ante dioses u honramos otras prioridades antes que a Dios, a quien profesamos adorar?
Los Diez Mandamientos son fundamentales para las religiones cristiana y judía. Fueron dados por Dios a los hijos de Israel por medio del profeta Moisés. Los primeros dos de estos mandamientos guían nuestra adoración y nuestras prioridades. En el primero, el Señor mandó: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3). Siglos más tarde, cuando a Jesús se le preguntó: “¿Cuál es el gran mandamiento de la ley?”. Él contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22:36–37).
El segundo de los Diez Mandamientos profundiza la instrucción de no tener dioses ajenos e identifica lo que debe ser la prioridad suprema en nuestra vida como Sus hijos: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa alguna” en el cielo o en la tierra (Éxodo 20:4). El mandamiento luego agrega: “No te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Éxodo 20:5). Más que simplemente prohibir los ídolos físicos, establece una prioridad fundamental permanente. Jehová explica: “porque yo soy Jehová tu Dios… celoso… y que hago misericordia a… los que me aman y guardan mis mandamientos” (Éxodo 20:5–6). El significado de celoso es revelador. Su origen hebreo significa “poseer sentimientos sensibles y profundos” (Éxodo 20:5; nota b al pie de página en la Biblia SUD en inglés). Por tanto, ofendemos a Dios cuando “[honramos]” a otros dioses, cuando tenemos otras prioridades más importantes1.
I.
¿Ante qué “otras prioridades” dan su “honra” antes que a Dios las personas, incluso las personas religiosas, de nuestros días? Consideren estas posibilidades, todas muy comunes en nuestro mundo:
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Tradiciones culturales y familiares
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Lo políticamente correcto
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Aspiraciones profesionales
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Posesiones materiales
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Actividades recreativas
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Poder, prominencia y prestigio
Si ninguno de estos ejemplos parece aplicarse a ninguno de nosotros, probablemente podemos sugerir otros que sí lo harán. El principio es más importante que los ejemplos individuales. El principio no es si tenemos otras prioridades; la pregunta que plantea el segundo mandamiento es “¿Cuál es nuestra prioridad suprema?”; ¿nos inclinamos ante dioses u honramos otras prioridades antes que a Dios, a quien profesamos adorar?; ¿nos hemos olvidado de seguir al Salvador, quien enseñó que si Lo amamos, guardaremos Sus mandamientos? (véase Juan 14:15). Si es así, nuestras prioridades están invertidas debido a la apatía espiritual y a los apetitos indisciplinados tan comunes en nuestros días.
II.
Para los Santos de los Últimos Días, los mandamientos de Dios se basan, en forma inseparable, en el plan de Dios para Sus hijos, el gran Plan de Salvación. Este plan, a veces llamado el “gran plan de felicidad” (Alma 42: 8), explica nuestro origen y destino como hijos de Dios: de dónde vinimos,por qué estamos aquí y hacia dónde vamos. El plan de salvación explica el propósito de la Creación y las condiciones de la vida terrenal, que incluye los mandamientos de Dios, la necesidad de un Salvador y la función vital de la familia terrenal y eterna. Si nosotros, los Santos de los Últimos Días, que hemos recibido este conocimiento, no establecemos nuestras prioridades conforme a este plan, corremos el peligro de estar sirviendo a otros dioses.
El conocimiento del plan de Dios para Sus hijos da a los Santos de los Últimos Días una perspectiva única sobre el matrimonio y la familia. Correctamente se nos conoce como una iglesia centrada en la familia. Nuestra teología empieza con Padres Celestiales, y nuestra aspiración más elevada es lograr la plenitud de la exaltación eterna. Sabemos que esto es posible sólo en una relación familiar. Sabemos que el matrimonio de un hombre y una mujer es necesario para el cumplimiento del plan de Dios. Sólo este matrimonio proporcionará el entorno aprobado para el nacimiento terrenal y para preparar a los miembros de la familia para la vida eterna. Consideramos el matrimonio y el dar a luz y cuidar a los hijos como parte del plan de Dios y como un deber sagrado de las personas a quienes se otorga la oportunidad de hacerlo. Creemos que los máximos tesoros en la tierra y en el cielo son nuestros hijos y nuestra posteridad.
III.
Debido a lo que entendemos acerca de la función potencialmente eterna de la familia, sentimos pesar por el pronunciado descenso en el número de nacimientos y casamientos en muchos países occidentales, de culturas históricamente cristiana y judía. Fuentes responsables informan lo siguiente:
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Estados Unidos ahora tiene la tasa de natalidad más baja en su historia2, y en muchas naciones de la Unión Europea y en otros países desarrollados, los índices de natalidad están por debajo del nivel necesario para mantener sus poblaciones3. Esto amenaza la supervivencia de culturas e incluso de naciones.
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En Estados Unidos, el porcentaje de jóvenes adultos de 18 a 29 años que están casados descendió del 59 por ciento en 1960 al 20 por ciento para el año 20104. La edad promedio para el primer matrimonio está ahora en el nivel más alto en la historia: 26 para las mujeres y casi 29 para los hombres5.
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En muchos países y culturas (1) la familia tradicional de un padre y una madre casados, y sus hijos, está llegando a ser la excepción en lugar de la regla, (2) la búsqueda de una profesión en vez del matrimonio y de tener hijos es una decisión de muchas mujeres jóvenes y (3) la función de los padres y la percepción de que son necesarios tienden a disminuir.
En medio de esas tendencias preocupantes, también somos conscientes de que el plan de Dios es para todos Sus hijos y que Dios ama a todos Sus hijos en todas partes6. En el primer capítulo del Libro de Mormón se declara sobre Dios: “…tu poder, y tu bondad y misericordia se extienden sobre todos los habitantes de la tierra” (1 Nefi 1:14). Un capítulo, más adelante, dice: “ha dado gratuitamente [Su salvación] para todos los hombres” y “todo hombre tiene tanto privilegio como cualquier otro, y nadie es excluido” (2 Nefi 26:27–28). En consecuencia, las Escrituras enseñan que somos responsables de ser compasivos y caritativos (amorosos) hacia todas las personas (véase 1 Tesalonicenses 3:12; 1 Juan 3:17; D.y C. 121:45).
IV.
También somos respetuosos con las creencias religiosas de todas las personas, incluso del número creciente de quienes profesan no creer en Dios. Sabemos que por medio del poder de elección que Dios nos ha dado, muchos albergarán creencias opuestas a las nuestras, pero esperamos que los demás sean igualmente respetuosos hacia nuestras creencias religiosas y comprendan que nuestras creencias nos obligan a decisiones y conductas diferentes a las de ellos. Por ejemplo, creemos que, como parte esencial de Su plan de salvación, Dios ha establecido como norma eterna que las relaciones sexuales deben ocurrir únicamente entre un hombre y una mujer que estén casados.
El poder de crear vida terrenal es el poder más exaltado que Dios ha dado a Sus hijos. Su uso fue ordenado mediante el primer mandamiento de Dios a Adán y Eva (véase Génesis 1:28), pero se dieron otros importantes mandamientos para prohibir su mal uso (véase Éxodo 20:14; 1 Tesalonicenses 4:3). El énfasis que damos a la ley de castidad se debe a nuestra comprensión del propósito de nuestros poderes de procreación en el cumplimiento del plan de Dios. Fuera de los vínculos del matrimonio entre un hombre y una mujer, todos los usos de nuestros poderes de procreación son, en uno u otro grado, pecaminosos, y están en contra del plan de Dios para la exaltación de Sus hijos.
La importancia que atribuimos a la ley de castidad explica nuestro compromiso con el modelo de matrimonio que se originó con Adán y Eva y que ha continuado a través de las épocas como el modelo de Dios para la relación procreadora entre Sus hijos e hijas y para la crianza de Sus hijos. Felizmente, muchas personas afiliadas a otras denominaciones u organizaciones están de acuerdo con nosotros en la naturaleza y la importancia del matrimonio, algunos sobre la base de la doctrina religiosa, y otros, por lo que ellos consideran mejor para la sociedad.
Nuestro conocimiento del plan de Dios para Sus hijos7 explica por qué nos aflige que más y más niños nazcan fuera del matrimonio — actualmente el 41 por ciento de todos los nacimientos en los Estados Unidos8— y que el número de matrimonios que viven juntos, sin casarse, haya aumentado considerablemente en los últimos 50 años. Hace cinco décadas, sólo un pequeño porcentaje de los primeros matrimonios fueron precedidos por la cohabitación. Ahora, la cohabitación precede al 60 por ciento de los matrimonios9; y esto es cada vez más aceptado, especialmente entre los adolescentes. Datos recientes de una encuesta revelan que el 50 por ciento de los adolescentes manifestaba que el tener hijos fuera del matrimonio era un “estilo de vida de mérito”10.
V.
Hay muchas presiones políticas y sociales para hacer cambios políticos y jurídicos con el fin de establecer conductas opuestas a los decretos de Dios sobre la moralidad sexual y contrarias a la naturaleza y los propósitos eternos del matrimonio y de tener hijos. Estas presiones ya han autorizado los matrimonios de personas del mismo sexo en varios estados [de EE. UU.] y naciones. Otras presiones buscan confundir la identidad sexual u homogeneizar esas diferencias entre hombres y mujeres que son esenciales para lograr el gran plan de felicidad de Dios.
Nuestra comprensión del plan de Dios y Su doctrina nos da una perspectiva eterna que no nos permite respaldar esa clase de comportamientos ni encontrar justificación en las leyes que los permiten; y, a diferencia de otras organizaciones que pueden cambiar sus normas e incluso sus doctrinas, nuestras normas se rigen por las verdades que Dios ha identificado como inmutables.
Nuestro duodécimo artículo de fe declara nuestra creencia en estar sujetos a la autoridad civil y en “obedecer, honrar y sostener la ley”. Pero las leyes del hombre no pueden convertir en moral lo que Dios ha declarado inmoral. El compromiso hacia nuestra mayor prioridad, la de amar y servir a Dios, exige que consideremos Su ley como nuestra norma de conducta. Por ejemplo, nos mantenemos bajo el mandato divino de no cometer adulterio ni fornicación, aun cuando esos actos no sean un crimen bajo las leyes de los estados o países en los que vivamos. De manera similar, las leyes que legalizan el llamado “matrimonio entre personas del mismo sexo” no cambian la ley de Dios en cuanto al matrimonio ni Sus mandamientos ni nuestras normas en cuanto al mismo. Permanecemos bajo convenio de amar a Dios y guardar Sus mandamientos y de abstenernos de honrar a otros dioses y prioridades, incluso aquellos que llegan a ser populares en nuestro tiempo y lugar particulares.
Con esta determinación, puede que se nos malinterprete, se nos acuse de intolerancia, suframos discriminación o tengamos que soportar la invasión de nuestro libre ejercicio de la religión. Si así fuere, creo que debemos recordar nuestra primera prioridad, la de servir a Dios y, al igual que nuestros antecesores pioneros, empujar nuestros carros de mano personales hacia adelante con la misma fortaleza que ellos manifestaron.
Una enseñanza del presidente Thomas S. Monson se aplica a esta circunstancia. En una conferencia hace 27 años, él osadamente declaró: “Tengamos el valor de desafiar la opinión popular, el valor de defender lo que sea justo. Tener valor y no transigir es lo que complace a Dios. La valentía es una virtud positiva cuando no sólo significa morir con hombría sino también vivir con dignidad. Un cobarde moral es el que tiene miedo de hacer lo que sabe que es correcto porque otros puedan burlarse de él o condenarlo. Recordemos que todas las personas tienen sus temores, pero los que enfrentan lo que temen con dignidad, son los valientes”11.
Ruego que no permitamos que los desafíos temporales de la vida terrenal nos hagan olvidar los grandes mandamientos y las prioridades que han sido establecidos por nuestro Creador y nuestro Salvador. No debemos poner nuestro corazón a tal grado en las cosas del mundo y aspirar tanto a los honores de los hombres (véase D. y C. 121:35) que dejemos de esforzarnos por lograr nuestro destino eterno. Nosotros, que conocemos el plan de Dios para Sus hijos, que hemos hecho convenios de participar en él, tenemos una responsabilidad clara. Nunca debemos desviarnos de nuestro deseo de primordial importancia, que es alcanzar la vida eterna12. Nunca debemos atenuar nuestra primera prioridad, de no tener dioses ajenos ni honrar otras prioridades por delante de Dios el Padre y Su Hijo, nuestro Salvador Jesucristo.
Que Dios nos ayude a entender esta prioridad y a que los demás nos comprendan, al esforzarnos por seguir adelante con ello de una manera sabia y amorosa, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.