Convertíos
La verdadera conversión se logra al continuar actuando de acuerdo con las doctrinas que uno sabe que son verdaderas y al guardar los mandamientos, día a día, mes tras mes.
Hermanos y hermanas, cuánto me llena de humildad encontrarme ante este púlpito que han ocupado tantos héroes de mi vida. Quisiera compartir con ustedes algunos de los sentimientos de mi corazón y dirigirlos especialmente a la juventud.
Uno de los grandes héroes del Antiguo Testamento es el profeta y guerrero Josué, quien extendió esta invitación a los hijos de Israel, a quienes dirigía: “…escogeos hoy a quién sirváis… pero yo y mi casa serviremos a Jehová”1. La declaración de Josué demuestra la verdadera conversión al Evangelio. Tanto para Josué como para todos nosotros, la conversión a los principios del Evangelio se logra al vivir esos principios en rectitud y al ser fieles a nuestros convenios con el Señor.
Quisiera compartir el relato de mi historia familiar en cuanto a la conversión de otra de mis heroínas; se llama Agnes Hoggan. Ella y su esposo se unieron a la Iglesia en Escocia, en 1861. Al padecer enorme persecución en su país, emigraron a América con sus hijos. Varios años después, Agnes enviudó, quedando con ocho hijos a quienes mantener; trabajó arduamente para darles de comer y vestirlos. Su hija Isabelle, que tenía doce años, tuvo la suerte de encontrar empleo como criada de una familia acomodada que no era miembro de la Iglesia.
Isabelle vivía en la enorme casa de sus empleadores y ayudaba a cuidar a los niños pequeños. A cambio de sus servicios, cada semana le pagaban a su madre un pequeño salario. Al poco tiempo, la aceptaron como miembro de la familia y empezó a disfrutar muchos de los mismos privilegios que ellos, como lecciones de baile, vestir ropa elegante e ir al teatro. Ese arreglo continuó por cuatro años, hasta que trasladaron a la familia a otro Estado. Se habían encariñado tanto con Isabelle que le pidieron permiso a su madre, Agnes, para adoptarla legalmente. Prometieron darle una buena educación, se asegurarían de que se casara bien, y la harían heredera de sus posesiones como los demás hijos. Además, continuarían haciéndole pagos a Agnes.
Esa pobre madre viuda tuvo que tomar una decisión difícil, pero no vaciló ni un momento. Éstas son las palabras de su nieta, escritas muchos años más tarde: “Si su amor no [la] había impulsado a negarse, hubo una razón aún mejor: Había venido desde Escocia y pasado por tantas tribulaciones y pruebas por el Evangelio, que no tenía intención, si fuese humanamente posible, de permitir que una de sus hijas perdiera lo que ella había venido a adquirir desde tan lejos”2. La familia acomodada se valió de todo argumento posible, e Isabelle lloró y suplicó que le permitieran ir, pero Agnes permaneció firme. Como se podrán imaginar, Isabelle, a los 16 años, pensó que su vida estaba arruinada.
Isabelle Hoggan es mi bisabuela, y estoy sumamente agradecida por el testimonio y la convicción que ardían con tanto fervor en el corazón de su madre, lo que hizo que ella no cambiara la afiliación de su hija a la Iglesia por promesas mundanas. Hoy día, cientos de los descendientes de Agnes que disfrutan las bendiciones de ser miembros de la Iglesia, son los beneficiarios de su profunda fe y conversión al Evangelio.
Jóvenes amigos, vivimos en tiempos peligrosos, y las decisiones que tienen que tomar cada día, incluso cada hora, tienen consecuencias eternas. Las decisiones que tomen en el diario vivir determinarán lo que les suceda más adelante. Si no tienen un testimonio y una convicción firmemente arraigados de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es el reino de Dios en la tierra, ahora es el momento para hacer lo que sea necesario a fin de adquirir esa convicción. Postergar el hacer el esfuerzo necesario para lograr esa clase de convicción puede ser peligroso para sus almas.
La verdadera conversión es más que simplemente tener un conocimiento de los principios del Evangelio, e implica incluso más que sólo tener un testimonio de esos principios. Es posible tener un testimonio del Evangelio sin vivirlo. Estar verdaderamente convertido significa que actuamos de acuerdo con lo que creemos y permitimos que eso genere “un potente cambio en nosotros, o sea, en nuestros corazones”3. En el folleto Leales a la Fe, aprendemos que la “conversión no es un evento, sino un proceso. Llegas a convertirte como consecuencia de… esfuerzos rectos por seguir al Señor”4. Requiere tiempo, esfuerzo y trabajo. Mi tatarabuela tuvo una firme convicción de que el Evangelio era más importante para sus hijos que todo lo que el mundo podía ofrecer en lo que respecta a riqueza y comodidad, porque ella se había sacrificado, había permanecido fiel y vivido el Evangelio. Ella logró su conversión al vivir los principios del Evangelio y al sacrificarse por ellos.
Nosotros tenemos que pasar por esa misma clase de proceso si deseamos lograr esa misma clase de dedicación. El Salvador enseñó: “El que quiera hacer la voluntad de él conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mí mismo”5. A veces tratamos de hacerlo al revés. Por ejemplo, quizás lo hagamos de esta manera: Estoy dispuesto a vivir la ley del diezmo, pero primero necesito saber que es verdadera. Tal vez incluso oramos para obtener un testimonio de la ley del diezmo y esperamos que el Señor nos bendiga con ese testimonio antes de llenar una boleta para pagarlo. Simplemente no funciona así. El Señor espera que ejercitemos la fe; para obtener un testimonio del diezmo tenemos que pagar de manera regular un diezmo íntegro y honrado. Este mismo modelo se aplica a todos los principios del Evangelio, ya sea la ley de castidad, el principio de la modestia, la Palabra de Sabiduría o la ley del ayuno.
Me gustaría compartir un ejemplo de cómo el vivir un principio nos sirve para convertirnos a ese principio. En la década de los 60 yo era la única jovencita miembro de la Iglesia en mi escuela secundaria. Fue un período revolucionario caracterizado por el rechazo de los valores morales tradicionales, el uso de las drogas y la mentalidad de que todo era aceptable. Muchos de mis compañeros eran buenas personas, pero les era fácil verse atrapados en la emoción de esa nueva moralidad, que en realidad era la vieja inmoralidad. Mis padres y maestros de la Iglesia me habían inculcado el valor de tratar mi cuerpo con respeto, de mantener una mente limpia y, sobre todo, de aprender a confiar en los mandamientos del Señor. Tomé la decisión de que evitaría situaciones donde sabía que beberían alcohol y de mantenerme alejada del tabaco y de las drogas, por lo cual a veces no se me incluía en fiestas, y muy rara vez salía con jóvenes del sexo opuesto. El uso de las drogas era cada vez más común entre los jóvenes, pero los peligros no se conocían tan bien como ahora. Muchos de mis amigos sufrieron más tarde daños permanentes por usar drogas que afectaban el cerebro, o adquirieron graves adicciones. Yo estaba agradecida de que se me enseñó a vivir la Palabra de Sabiduría en mi casa, y obtuve un profundo testimonio de ese principio del Evangelio cuando ejercité fe en él y lo viví. El buen sentimiento que tuve por vivir un principio verdadero del Evangelio fue el Santo Espíritu que me confirmó que el principio era verdadero. Es entonces que comienza la verdadera conversión.
En el Libro de Mormón, el profeta Moroni enseñó: “Quisiera mostrar al mundo que la fe es las cosas que se esperan y no se ven; por tanto, no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe”6. En nuestro mundo, donde se espera la satisfacción instantánea, muchas veces somos culpables de esperar la recompensa sin tener que hacer nada para merecerla. Creo que lo que Moroni nos está diciendo es que primeramente debemos hacer el trabajo y ejercitar la fe viviendo el Evangelio, y entonces recibiremos la confirmación de que es verdadero. La verdadera conversión se logra al continuar actuando de acuerdo con las doctrinas que uno sabe que son verdaderas y al guardar los mandamientos, día a día, mes tras mes.
Éste es un tiempo glorioso para ser joven en la Iglesia. Ustedes son los primeros en participar en el curso de estudio para los jóvenes Ven, sígueme, el cual tiene como uno de sus propósitos principales su conversión al evangelio de Jesucristo. Es bueno recordar que no importa lo inspirado que puedan estar los padres y líderes de los jóvenes, “tú tienes la responsabilidad principal en lo que respecta a tu propia conversión; nadie puede convertirse por ti, ni nadie puede forzarte a que te conviertas”7. La conversión se lleva a cabo si somos diligentes al decir nuestras oraciones, al estudiar las Escrituras, al asistir a la Iglesia y al ser dignos de participar en las ordenanzas del templo. La conversión se logra al actuar según los principios rectos que aprendemos en nuestros hogares y en las clases. La conversión ocurre al vivir vidas puras y virtuosas y al disfrutar de la compañía del Espíritu Santo. La conversión ocurre al entender la expiación de Jesucristo y reconocerlo como nuestro Salvador y Redentor, y al permitir que la Expiación surta efecto en nuestras vidas.
Su conversión personal los ayudará al prepararse para hacer convenios en el templo, al servir en misiones y al establecer sus futuros hogares. Al estar convertidos, tendrán el deseo de compartir con los demás lo que hayan aprendido, y aumentará la confianza y la habilidad que tengan para testificar a los demás con convicción y poder. Este deseo de compartir el Evangelio con los demás, y la confianza para testificar con valentía son los resultados naturales de la verdadera conversión. El Salvador enseñó a Pedro: “…y tú, una vez vuelto [o convertido], fortalece a tus hermanos”8.
¿Recuerdan a Josué, el profeta guerrero? Él no sólo estaba convertido, sino que se esforzó tenazmente, hasta el final de su vida, por llevar a los hijos de Israel a Dios. En el Antiguo Testamento leemos: “Y sirvió Israel a Jehová todo el tiempo de Josué”9. Una persona que ha experimentado la verdadera conversión hace uso del poder de la Expiación y recibe la salvación de su propia alma; luego tiende una mano para ejercer una influencia poderosa sobre aquellos que lo conocen.
El vivir el Evangelio y permanecer en lugares santos no siempre es cómodo ni fácil, pero ¡testifico que vale la pena! El Señor le aconsejó a Emma Smith: “…desecharás las cosas de este mundo y buscarás las de uno mejor”10. ¡Supongo que ni siquiera podemos imaginarnos cuán maravillosas son las cosas de un mundo mejor!
Testifico que tenemos un Padre Celestial amoroso cuyo deseo más grande es ayudarnos y bendecirnos en nuestros esfuerzos por vivir el Evangelio y ser convertidos. Él ha declarado de manera clara que Su propósito y Su obra principales son nuestra “inmortalidad y… vida eterna”11. Él desea llevarnos a casa a Su presencia. Testifico que al actuar de acuerdo con las doctrinas del Evangelio y al llevarlas diariamente a la práctica llegaremos a convertirnos y seremos el medio para lograr mucho bien en nuestra familia y en el mundo. Ruego que seamos bendecidos en nuestras labores cotidianas para lograr esa meta; es mi oración. En el nombre de Jesucristo. Amén.