2010–2019
¿Quieres ser sano?
Octubre 2013


9:38

¿Quieres ser sano?

Al arrepentirnos y convertirnos al Señor, somos sanados, y nuestra culpa se borra por completo.

Durante una época de alegres festejos en Jerusalén, el Salvador dejó a las multitudes para buscar a los más necesitados. Los encontró en Betesda, en el estanque de cinco pórticos junto a la puerta de las ovejas que era conocido por atraer a los afligidos.

El Evangelio de Juan nos dice que cerca del estanque “yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos que esperaban el movimiento del agua.

“Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese” (Juan 5:3–4).

La visita del Salvador se representa en una hermosa pintura de Carl Bloch titulada Cristo sana a los enfermos en el estanque de Betesda. Bloch capta a Jesús levantando un manto provisorio y descubriendo a un “enfermo” (Juan 5:7) que yace cerca del estanque, esperando. Aquí la palabra enfermo se refiere a alguien que está incapacitado, y hace hincapié en la misericordia y gracia del Salvador, que vino reservadamente a ministrar a aquellos que no podían ayudarse a sí mismos.

En la pintura, el hombre afligido se acurruca en el piso entre las sombras, agotado y desmoralizado, después de sufrir con su enfermedad durante 38 años.

Mientras el Salvador levanta el borde de la tela con una mano, extiende la otra y hace una pregunta penetrante: “¿Quieres ser sano?”.

El hombre responde: “Señor… no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando se agita el agua, porque entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo” (Juan 5:6–7).

Al reto aparentemente imposible del hombre, Jesús ofrece una respuesta profunda e inesperada:

“Levántate, toma tu lecho y anda.

“Y al instante aquel hombre quedó sano, y tomó su lecho y se fue caminando” (Juan 5:8–9).

En otra tierna escena, Lucas nos dice que al Salvador, cuando viajaba a Jerusalén, le salieron al encuentro diez leprosos. Debido a su enfermedad, “se pararon de lejos” (Lucas 17:12). Eran marginados, impuros e indeseados.

“¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!”, clamaron (Lucas 17:13). En otras palabras, rogaron: “¿No hay algo que puedas hacer por nosotros?”

El Gran Médico, aunque lleno de compasión, aún sabía que la fe debe preceder al milagro, y por lo tanto les dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes” (Lucas 17:14).

Al ir con fe, el milagro ocurrió. ¿Pueden imaginarse la inmensa alegría con cada paso a medida que vieron, en tiempo real, sus cuerpos ser purificados, sanados y restaurados ante sus propios ojos?

“…uno de ellos, cuando vio que había sido sanado, volvió glorificando a Dios a gran voz,

“y se postró sobre su rostro a los pies [del Maestro], dándole gracias…

“Y [Jesús] le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha sanado” (Lucas 17:15–16, 19).

Como médico y cirujano, en mi práctica me concentraba en sanar y corregir el aspecto físico. Jesucristo sana el cuerpo, la mente y el espíritu; y Su curación comienza con la fe.

¿Recuerdan cuando su gozo y su fe rebosaban? ¿Recuerdan el momento en que recibieron un testimonio; o cuando Dios les confirmó que eran Sus hijos y que los amaba mucho, y se sintieron completos? Si ese tiempo parece perdido, se puede reencontrar.

El Salvador nos aconseja sobre la forma en que podemos ser sanos, completos y curados:

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

“Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas.

“Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mateo 11:28–30).

“Ven, sígueme” (Lucas 18:22) nos invita a dejar atrás la vida anterior y los deseos mundanos y llegar a ser criaturas nuevas para quienes “las cosas viejas pasaron; [y] he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17), con un corazón nuevo y fiel, y ser sanados nuevamente.

“Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá” (D. y C. 88: 63).

Al acercarnos a Él, nos damos cuenta de que se pretendía que la vida terrenal fuese difícil y que la “oposición en todas las cosas” (2 Nefi 2:11) no es una falla en el Plan de Salvación. La oposición, más bien, es el elemento indispensable de la vida mortal que fortalece nuestro deseo y refina nuestras decisiones. Las vicisitudes de la vida nos ayudan a crear una relación eterna con Dios, y a grabar Su imagen en nuestro semblante al tornar nuestro corazón a Él (véase Alma 5:19).

“Haced esto en memoria de mí” (Lucas 22:19) es lo que el Salvador pidió cuando instituyó lo que llamamos la Santa Cena. Esta ordenanza, con el agua y el pan, renueva los convenios sagrados que hemos hecho con Dios e invita el poder de la Expiación a nuestra vida. Somos sanados al abandonar los hábitos y estilos de vida que obstinan el corazón y endurecen la cerviz. Cuando abandonamos “las armas de [nuestra] rebelión” (Alma 23:7) llegamos a ser “[nuestros] propios agentes” (D. y C. 58:28), sin ser cegados por la sofistería de Satanás ni ensordecidos por el ruido discordante del mundo secular.

Al arrepentirnos y convertirnos al Señor, somos sanados, y nuestra culpa se borra por completo. Quizás nos preguntemos, como lo hizo Enós: “¿Cómo se lleva esto a efecto?”. El Señor responde: “Por tu fe en Cristo… por tanto, ve, tu fe te ha salvado” (Enós 1:7, 8).

Corrie ten Boom, una devota cristiana holandesa, encontró ese alivio a pesar de haber estado cautiva en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Ella sufrió mucho, pero a diferencia de su amada hermana Betsie, que pereció en uno de los campos, Corrie sobrevivió.

Después de la guerra, a menudo hablaba en público de sus experiencias, de la sanación y del perdón. En una ocasión, un hombre que había sido un guardia Nazi y que había sido parte del doloroso confinamiento de Corrie en Ravensbrück, Alemania, se acercó a ella, regocijándose en el mensaje sobre el perdón y el amor de Cristo.

“‘Cuán agradecido estoy por su mensaje, Fraulein’, dijo. ‘Pensar que, como usted dice, ¡Él ha lavado mis pecados!’

“Extendió su mano para estrechar la mía”, recordó Corrie. “Y yo, que había predicado tan a menudo… la necesidad de perdonar, mantuve mi mano pegada a mi cuerpo.

“Aun mientras los pensamientos de venganza e ira crecían dentro de mí, reconocí que eran un pecado… Señor Jesús, oré, perdóname y ayúdame a perdonarlo.

“Traté de sonreír, [y] me esforcé por levantar la mano. No podía. No sentía nada, ni la más mínima chispa de calidez ni caridad. Una vez más ofrecí una oración en silencio: Jesús, no puedo perdonarlo. Dame Tu perdón.

“Cuando tomé su mano, sucedió algo increíble. Desde mi hombro por mi brazo y a través de mi mano, una corriente parecía pasar de mí a él, mientras que en mi corazón surgió un amor por ese extraño que casi me abrumó.

“Así descubrí que la sanación del mundo no depende de nuestro perdón ni tampoco de nuestra bondad, sino de los de Él. Cuando Él nos dice que amemos a nuestros enemigos, Él nos da, junto con el mandato, el amor mismo”1.

Corrie ten Boom fue sanada.

El presidente Thomas S. Monson ha dicho: “Hay una vida que da apoyo a los acongojados o a los que se sienten acosados por el dolor y la aflicción: la de nuestro Señor Jesucristo”2.

Si se sienten impuros, no amados, desdichados, indignos, o aquejados, recuerden que “todo lo que es injusto en la vida se puede remediar por medio de la expiación de Cristo”3. Tengan fe y paciencia en el tiempo y en los propósitos del Salvador para ustedes. “No temas, cree solamente” (Marcos 5:36).

Tengan la seguridad de que el Salvador todavía procura reparar nuestra alma y curar nuestro corazón. Él espera a la puerta y llama. Respondámosle al comenzar nuevamente a orar, arrepentirnos, perdonar y olvidar. Amemos a Dios, sirvamos a nuestro prójimo y mantengámonos en lugares santos con una vida hecha limpia. El hombre enfermo en el estanque de Betesda, el leproso en el camino a Jerusalén y Corrie ten Boom fueron sanados. “¿Quieren ser sanos?”; levántense y anden. “Basta [Su] gracia” (2 Corintios 12:9); y no caminarán solos.

He llegado a saber que Dios vive. Sé que todos somos Sus hijos y que Él nos ama por lo que somos y por lo que podemos llegar a ser. Sé que Él envió a Su Hijo al mundo para que fuese el sacrificio expiatorio por toda la humanidad; y que los que acepten Su evangelio y Lo sigan serán sanados y completos “en su propio tiempo y a su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad” (D. y C. 88:68) por medio de Sus tiernas misericordias. Éste es mi testimonio a ustedes. En el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Corrie ten Boom, The Hiding Place, 1971, pág. 215.

  2. Thomas S. Monson, “Hagamos frente a los retos de la vida”, Liahona, enero de 1994, pág. 83.

  3. Predicad Mi Evangelio: Una guía para el servicio misional, 2004, pág. 52.