“¿Qué debemos hacer nosotros?”
“Lo más importante que cada uno de nosotros puede hacer es examinar su propio cometido y su devoción para con el Señor Jesucristo”.
Es maravilloso, mis hermanos y hermanas, reunirnos en el nombre del Señor Jesucristo en este nuevo y magnífico Centro de Conferencias al despuntar un nuevo milenio.
Hace cien años, el presidente Lorenzo Snow inauguró en el Tabernáculo la conferencia anual número 70 de la Iglesia. Ésa fue la primera conferencia del siglo 20, y se realizó a fines de un periodo de grandes dificultades y tribulaciones para la Iglesia. El número total de sus miembros alcanzaba en aquel entonces casi los 300.000, la mayoría de los cuales residían en Utah.
El viernes 6 de abril de 1900, el presidente Snow dijo:
“El Señor nos ha hecho progresar asombrosamente y en la actualidad estamos realizando grandes cosas. Ahora, al aproximarnos a nuestro septuagésimo primer año, el Señor espera que hagamos algo más, algo que haga maravillar a las naciones, tal como lo que ya hemos hecho les ha maravillado”.
El presidente Snow les hizo entonces esta pregunta: “Ahora, Santos de los Últimos Días, ¿qué debemos hacer nosotros? Hemos recibido el Evangelio; hemos recibido el reino de Dios, establecido sobre la tierra; hemos tenido dificultades; hemos sido perseguidos; se nos expulsó de Ohio; se nos expulsó de Misuri, de Nauvoo e incluso, cierta vez, de esta hermosa ciudad. Muchos han perdido miles de dólares, sus hogares y todo lo que poseían; algunos de nuestros hermanos han visto a sus esposas e hijos dar la vida como consecuencia de las penurias que tuvieron que experimentar… Mucha gente ha observado con asombro la buena disposición con la que los Santos de los Últimos Días han soportado estas cosas. ¿Por qué lo hacemos…? ¿Qué es lo que nos permite sobrellevar estas persecuciones y aún regocijarnos?”
El presidente Snow ofreció esta respuesta: “Se debe a que hemos recibido revelaciones del Todopoderoso, porque Él ha hablado a nuestra alma y nos ha dado el Espíritu Santo… Esta Iglesia permanecerá porque tiene firmes cimientos. No es producto del hombre; no proviene del estudio del Antiguo y el Nuevo Testamento; no es el resultado de la educación que obtenemos en colegios y seminarios, sino que ha provenido directamente del Señor. El Señor nos lo ha mostrado mediante el principio revelador del Santo Espíritu de luz, y toda persona puede recibir ese mismo espíritu” (en Conference Report, abril de 1900, pág. 2–3.)
Nos convendría, mis hermanos y hermanas, prestar especial consideración a esa misma pregunta en la actualidad: “¿Qué debemos hacer nosotros?” Todo un siglo ha pasado; estamos hoy en el año 171 de la Iglesia. Los miembros de la Iglesia suman aproximadamente 11 millones en todo el mundo. Nuestros miembros son líderes reconocidos en casi todo tipo de vocación y prácticamente en cada país del mundo. La Iglesia continúa progresando; se están construyendo templos a un paso sin precedentes. La obra misional sigue avanzando. Las reuniones de la Iglesia se efectúan con regularidad en casi cada nación. Pero con todo eso, nuestros Profetas han indicado que “el Señor espera que hagamos algo más”.
¿Qué debemos hacer? ¿Qué es lo que necesita nuestra especial atención? Al leer y meditar sobre las Escrituras y considerar cuidadosamente el consejo del Señor a Sus discípulos en cada dispensación de los tiempos, yo creo que lo más importante que cada uno de nosotros puede hacer es examinar su propio cometido y su devoción para con el Señor Jesucristo. Debemos resistir diligentemente la apatía espiritual y esforzarnos por mantener con amor nuestra completa lealtad hacia el Señor.
Aunque es verdad que estamos realizando extraordinarios avances en toda la Iglesia, la enormidad de la tarea que se nos presenta es abrumadora. Dicho con sencillez, tenemos un ministerio para con todos los hijos de nuestro Padre Celestial a ambos lados del velo. En tal sentido, apenas si hemos llegado a la superficie de nuestro llamamiento. El verdadero discipulado, por consiguiente, no da lugar a la complacencia. El Señor espera que continuemos haciendo avanzar la Iglesia e incluso acelerar nuestra marcha hacia el cumplimiento literal de la visión profética de Daniel de “una piedra… cortada no con mano… que… fue hecha un gran monte que llenó toda la tierra” (Daniel 2:34–35). Para hacer esto con más eficacia, cada uno de nosotros debe seguir el consejo de Nefi de “seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres… [porque] si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna” (2 Nefi 31:20). El poder del Espíritu Santo colmará nuestro corazón y nuestra mente a medida que acudamos al Señor en procura de respuestas a los muchos desafíos de la vida.
Por lo tanto, mis hermanos y hermanas, es importante que sepamos por nosotros mismos que Jesús es el Cristo y que por medio del profeta José Smith Él ha restaurado a la tierra la plenitud de Su Evangelio sempiterno. A medida que avancemos en Su servicio, las experiencias espirituales aumentarán nuestra fe y experimentaremos gran gozo. Nuestro entendimiento de las doctrinas esenciales y de las verdades eternas que se han restaurado se convertirán en un firme cimiento de nuestra fe. Y al conocer y comprender por nosotros mismos esta verdadera doctrina, descubriremos que también existe una gran necesidad de que compartamos nuestro conocimiento y nuestras creencias con los demás a la vez que preservemos su amistad y buena voluntad.
Aunque debería complacernos el testificar en cuanto a la veracidad del Evangelio restaurado de Jesucristo a cualquier persona que esté dispuesta a escuchar nuestro mensaje, habrá veces en que todo lo que podremos lograr será ayudar a los que no sean miembros de la Iglesia a entender nuestras creencias básicas. Hay mucha gente que sabe muy poco acerca de nosotros, que tienen curiosidad y preguntan sobre nosotros, pero que no están dispuestos a cambiar su estilo de vida o adoptar cometidos eternos. Debemos estar preparados para enseñarles de modo que puedan entender y apreciarnos, aunque no estén aún listos para responder a los impulsos espirituales y aceptar el Evangelio en su vida.
Por ejemplo, según mi propia experiencia, cuando somos guiados por el Espíritu, nuestras conversaciones con amigos y compañeros que no son miembros de la Iglesia suelen dirigirse fácil y naturalmente hacia el tema de la paternidad de Dios y la hermandad de los hombres. Todos nosotros, sin tener en cuenta nuestra raza, color o creencias, pertenecemos a la familia de nuestro Padre Celestial. La mayoría de la gente comparte este concepto. Nuestro entendimiento y conocimiento de esta verdad fundamental debería impulsarnos a amar a todos los hijos de Dios como nuestros hermanos y hermanas y a explicarles que todos hemos vivido una vida premortal como hijos espirituales de nuestro Padre Celestial. Allí aprendimos y aceptamos Su plan de venir a la tierra para obtener un cuerpo mortal y ser probados. Nuestro profundamente arraigado respeto por toda la humanidad es acentuado por nuestro entendimiento en cuanto a nuestra relación mutua en la vida premortal.
Este entendimiento hace posible entonces que les expliquemos, sin desafiarles, la creencia en nuestra relación eterna con Jesucristo y nuestro firme cometido para con Él. Nuestra esperanza y nuestra fe se arraigan en el profundo entendimiento de que Él vive en la actualidad y que continúa dirigiendo y guiando a Su Iglesia y Su pueblo. Nos regocijamos en el conocimiento del Cristo viviente y reconocemos reverentemente los milagros que continúa realizando en la vida de quienes tienen fe en Él. Él es la cabeza de nuestra Iglesia, la cual lleva Su nombre. Él es nuestro Salvador y nuestro Redentor. Por medio de Él adoramos y oramos a nuestro Padre Celestial. Estamos inmensamente agradecidos por el poder esencial y maravilloso que Su Expiación ejerce en la vida de cada uno de nosotros.
Puesto que amamos al Señor, debemos ser espiritualmente sensibles a los momentos en los que podamos compartir con otras personas las poderosas e importantes verdades del Evangelio. Quizás sea más importante aún, sin embargo, que tratemos en todo momento de purificarnos a nosotros mismos y vivir de tal manera que reflejemos la luz de Cristo en todo lo que digamos y hagamos. Nuestra vida cotidiana debe mostrarse como un testamento inmutable de nuestra fe en Cristo. En las palabras del apóstol Pablo: “Sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Timoteo 4:12).
Una vez que se comprendan estos importantes principios, podemos entonces explicar y expandir el entendimiento de los hijos de nuestro Padre al compartir con ellos la forma en que Jesús mismo estableció y organizó Su Iglesia en el Meridiano de los Tiempos al constituir “a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros;
“a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios 4:11–12).
Desde esa base podemos ayudar a nuestros amigos y vecinos a entender la Apostasía o caída de la Iglesia original que el Señor había organizado y sobre lo cual profetizaron aquellos que ayudaron a establecer la Iglesia en primer lugar. Pablo escribió a los cristianos de Tesalónica que esperaban con ansiedad la Segunda Venida del Salvador, diciéndoles que ese día “no vendrá sin que antes venga la apostasía” (2 Tesalonicenses 2:3). Él también le advirtió a Timoteo que “vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que… apartarán de la verdad el oído” (2 Timoteo 4:3–4).Y Pedro dedujo que habría una apostasía cuando se refirió a los “tiempos de refrigerio” que vendrían antes de que Dios enviara de nuevo a Jesucristo, “que os fue antes anunciado;
“a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:19–21).
¿Pueden ustedes ver cuán natural y fácilmente un principio de la restauración conduce al otro? La profecía de Pedro sugiere un análisis de la restauración del Evangelio en estos últimos días por medio del profeta José Smith. Y esto a la vez exige un diálogo acerca de la aparición del Libro de Mormón y de la restauración del santo sacerdocio por medio del don y el poder de Dios. Desde ese punto, es muy natural que compartamos el principio de la revelación continua y de la organización de la Iglesia y sus doctrinas y programas.
Hermanos y hermanas, el Señor espera que hagamos algo. Yo creo que espera que aumentemos nuestra propia fe, que nos desprendamos de todo posible sentimiento de apatía y que por el poder del Espíritu Santo reafirmemos nuestra dedicación e intensifiquemos nuestro servicio al Señor. Entonces, cuando procuremos aclarar el concepto que algunos tienen de la Iglesia, nuestra vida, vivida correcta y fielmente, puede servir como un lente de aumento a través del cual otras personas pueden examinar el efecto que el Evangelio tiene en su vida. A la luz de nuestro buen ejemplo, el Espíritu puede incrementar el entendimiento de todo aquel con quien nos relacionemos concerniente a la Iglesia y su misión.
No es necesario que nos disculpemos por nuestras creencias ni que nos retractemos de lo que sabemos que es verdadero. Pero podemos compartirlo con un espíritu de amor comprensivo, firme y confiadamente, con nuestra mira puesta en la gloria de Dios, sin forzar a quienes nos escuchen o pensar que hemos fracasado en nuestro deber si ellos no aceptan de inmediato lo que creemos.
Cuando contamos con la compañía del Espíritu Santo, podemos hacer algunas cosas muy sencillas para ayudar a los miembros menos activos de la Iglesia y a los que no son miembros a obtener un mejor entendimiento del Evangelio en su vida. No necesitamos un nuevo programa para hacer esto; no necesitamos tener un manual, un llamamiento o una reunión de capacitación. Lo único que se necesita es que los miembros buenos de la Iglesia aprendan a confiar en el poder del Espíritu Santo y, con ese poder, se extiendan e influyan en la vida de los hijos de nuestro Padre. No podemos prestar mejor servicio que el de compartir nuestro testimonio personal con aquellos que carecen de un entendimiento del Evangelio restaurado de Jesucristo.
Así que, hermanos y hermanas, “¿Qué debemos hacer nosotros?” ¿Estamos listos para hacer algo? ¿Puede cada uno de nosotros decidirse hoy a incrementar su propia preparación espiritual procurando la guía del Espíritu Santo y, entonces, con la compañía de Su poder, bendecir a otros hijos de nuestro Padre Celestial con el entendimiento y el conocimiento de que la Iglesia es verdadera?
Yo doy testimonio de que el Salvador vive y de que bendecirá a cada uno de nosotros si hacemos todo lo posible para que progrese la gran obra de Su Iglesia. Ruego que cada uno de nosotros tome la determinación de hacer algo más al dar comienzo a este nuevo milenio, es mi oración, la cual ofrezco humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.