Tu jornada eterna
“Consideremos nuestros llamamientos, reflexionemos en nuestras responsabilidades, aprendamos nuestras obligaciones y sigamos a Jesucristo, nuestro Señor”.
Uno de mis más vívidos recuerdos era cuando asistía a la reunión del sacerdocio como diácono recién ordenado y cantaba el himno “Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio”1. Esta noche, al lleno total congregado en este maravilloso Centro de Conferencias y en las capillas de todo el mundo, hago eco al espíritu de ese himno especial y les digo: Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio, consideremos nuestros llamamientos, reflexionemos en nuestras responsabilidades, aprendamos nuestras obligaciones y sigamos a Jesucristo, nuestro Señor.
Si bien diferimos en edad, en costumbres o en nacionalidad, estamos todos unidos como uno en nuestros llamamientos del sacerdocio.
Como poseedores del sacerdocio, se nos ha enviado a la tierra en una época difícil. Vivimos en un mundo complejo, con corrientes conflictivas a nuestro alrededor. Las intrigas políticas destruyen la estabilidad de las naciones, los déspotas ambicionan el poder y algunos segmentos de nuestra sociedad parecen siempre oprimidos, privados de oportunidades y condenados a vivir con un sentimiento de fracaso.
Nosotros, que hemos sido ordenados al sacerdocio de Dios, podemos hacer sentir nuestra influencia. Cuando nos hacemos acreedores de la ayuda del Señor, podemos edificar jóvenes, corregir a hombres y obrar milagros en Su santo servicio. Las oportunidades que tenemos son innumerables.
Aun cuando la tarea parezca abrumadora, nos fortalece esta verdad: “La fuerza más grande del mundo hoy en día es el poder de Dios que se manifiesta por medio del hombre”.Si nos encontramos en el servicio del Señor, tenemos derecho a recibir Su ayuda. Esa ayuda divina, sin embargo, depende de nuestra dignidad. Para navegar sin dificultades los mares de esta vida terrenal, para llevar a cabo una misión de rescate humano, necesitamos la guía del marinero eterno: el gran Jehová. Para recibir ayuda celestial levantamos nuestros brazos y acudimos a lo alto.
¿Extendemos manos limpias? ¿Son puros nuestros corazones? Al mirar hacia atrás en las páginas de la historia, aprendemos una lección de dignidad de las palabras del agonizante rey Darío. “A Darío… por medio de los ritos debidos, se le había reconocido como el legítimo rey de Egipto; a su adversario, Alejandro Magno, se le había declarado… hijo legítimo de Amón. Él también era faraón… Alejandro, al encontrar al derrotado Darío al borde de la muerte… le puso las manos sobre la cabeza para curarlo, mandándole ponerse de pie y asumir nuevamente su posición de rey… diciéndole…: ’Juro ante ti, Darío, por todos los dioses, que hago esto con sinceridad y sin engaños…’
Darío le reprochó suavemente: ’Alejandro… ¿crees que puedes tocar los cielos con esas manos?’ “2.
Podemos aprender otra lección inspirada de un artículo titulado “Viewpoint”, publicado hace algún tiempo en el diario Church News. Dice así:
“Para muchas personas puede resultar extraño ver barcos de diferentes banderas cargando y descargando mercancías en los muelles de Portland, Oregón, ciudad que se encuentra a 160 kilómetros de distancia del mar. El llegar hasta allí constituye una viaje difícil y a menudo turbulento a través del banco de arena del río Columbia y un largo recorrido a lo largo de ese río y del Willamette.
“Pero a los capitanes de barco les gusta atracar en Portland. Saben que al desplazarse sus naves por los mares, un curioso crustáceo de agua salada llamado broma, se adhiere al casco del buque y permanece allí el resto de su vida, cubriéndose con una cáscara semi rocosa. Cuantos más de estos crustáceos se adhieren al casco, más pesada hacen la marcha de la embarcación, reducen su progreso y disminuyen su eficiencia.
“Periódicamente, llevan la embarcación a un muelle, en donde, con gran esfuerzo, desprenden los crustáceos con cincel o raspándolos. Se trata de un proceso difícil y caro que detiene al barco en el puerto durante varios días.
“Pero esta operación no es necesaria si los barcos van a Portland, dado que los crustáceos no pueden sobrevivir en agua dulce. Allí, en las frescas y dulces aguas del Willamette o del Columbia, los crustáceos mueren y otros se desprenden, mientras que los que se quedan se pueden quitar con facilidad. Así, el barco vuelve a su tarea, liviano y renovado.
“Los pecados son como esos crustáceos. Casi nadie pasa por la vida sin que se le queden prendidos algunos; así, aumentan la lentitud, detienen nuestro progreso, disminuyen nuestra eficiencia. Al no haber arrepentimiento y al ir apilándose uno sobre otro, acabarán por hundirnos.
“En Su infinito amor y misericordia, el Señor nos ha proporcionado un puerto en el cual, por medio del arrepentimiento, nuestros crustáceos se desprenden y se olvidan. Con nuestras almas alivianadas y renovadas podemos llevar a cabo con eficiencia nuestra obra y la de Él”3.
El sacerdocio representa un poderoso ejército de rectitud, sí, un ejército real. Nos guía un profeta de Dios, sí, el presidente Gordon B. Hinckley. Al mando sublime está nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Las órdenes de marchar son claras, son concisas. Mateo describe nuestro desafío en estas palabras del Maestro:
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
“enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”4.
“Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor”5.
El llamado a servir ha sido siempre un rasgo distintivo de la obra del Señor. Raras veces se presenta en el momento oportuno; da lugar a la humildad; induce a la oración; inspira dedicación. El llamado llegó para ir a Kirtland y siguieron las revelaciones; el llamado llegó para ir a Misuri y prevaleció la persecución; el llamado llegó para ir a Nauvoo y los profetas murieron; el llamado llegó para ir a la cuenca del Gran Lago Salado y se vislumbraron tribulaciones.
Esa larga jornada, realizada bajo circunstancias sumamente difíciles, fue una prueba de fe; pero la fe que se forja en el horno de las tribulaciones y las lágrimas lleva la huella de la confianza y del testimonio. Sólo Dios puede calcular el sacrificio; sólo Dios puede medir los pesares; sólo Él puede conocer el corazón de los que le sirven, tanto en aquel entonces como ahora.
Las lecciones del pasado pueden avivar nuestros recuerdos, conmover nuestras vidas y dirigir nuestras acciones. Nos sentimos inspirados a hacer una pausa y recordar la promesa divina: “De modo que… estáis en la obra del Señor; y lo que hagáis conforme a su voluntad es asunto del Señor”6.
Muchos en esta vasta audiencia de portadores del sacerdocio son poseedores del Sacerdocio Aarónico, a saber, diáconos, maestros y presbíteros. Jóvenes, algunas lecciones de la vida se aprenden de los padres, mientras que otras se aprenden en la escuela o en la iglesia. Hay, sin embargo, ciertos momentos en que ustedes saben que es nuestro Padre Celestial quien imparte la enseñanza y ustedes son Sus alumnos. Los pensamientos que vienen a la mente, los sentimientos que experimentamos --incluso las cosas que hacemos en nuestra niñez-- afectarán nuestra vida para siempre.
Cuando era diácono, me gustaba mucho el béisbol; y todavía me gusta. Tenía un guante de béisbol con el nombre “Mel Ott” inscrito; él era el héroe de béisbol de mi época. Mis amigos y yo jugábamos en un callejón que había detrás de las casas donde vivíamos. El campo de juego era limitado, aunque adecuado, siempre que le pegáramos a la pelota por el centro del campo. Sin embargo, si bateábamos a la derecha, el desastre estaba a las puertas: allí vivía la señora Shinas, quien nos observaba desde la cocina; tan pronto como la pelota rodaba hasta el porche de su casa, el perro enorme la recogía y se la daba cuando ella abría la puerta. Ella volvía a entrar y agregaba la pelota a la colección de las que ya nos había confiscado. Ella era nuestra amenaza; la destructora de nuestra diversión; la ruina de nuestra existencia. Ninguno de nosotros tenía nada bueno que decir de la señora Shinas, pero nos sobraban las cosas malas. Ninguno de nosotros le dirigía la palabra, y ella tampoco a nosotros. Tenía una pierna lisiada, lo que le dificultaba caminar y lo que tal vez le causaba dolor. Ella y su marido no tenían hijos, vivían muy aislados y casi no salían de la casa.
Esa guerra privada se prolongó por un tiempo, quizás unos dos años, hasta que un momento de inspiración derritió el hielo y llevó el calor de los buenos sentimientos a un conflicto que parecía no tener solución.
Un atardecer, mientras me hallaba en la tarea de regar con la manguera el césped del frente de nuestra casa, noté que el de la señora Shinas estaba seco y amarillento. Sinceramente, no sé, hermanos, qué me pasó, pero tomé unos minutos más y me puse a regar el de ella; seguí haciéndolo todo el verano y, al llegar el otoño, barrí las hojas secas y las apilé junto a la calle para que fuesen recogidas con la basura. Durante todo el verano no había visto a la señora Shinas; habíamos dejado de jugar al béisbol en el callejón porque ya no nos quedaban pelotas y no teníamos dinero para comprar más.
Una tarde, se abrió la puerta del frente de la casa de la señora Shinas y ella me hizo la seña de que saltara el pequeño cerco y me acercara al porche. Lo hice; al acercarme a donde estaba, me invitó a entrar a la sala y me pidió que me sentara en una cómoda silla. Me ofreció galletitas y leche; después, fue a la cocina, de la que volvió con una caja llena de pelotas de béisbol que representaban los esfuerzos de varias temporadas de confiscación. Me las entregó. El tesoro, sin embargo, no se encontraba en el regalo, sino en sus palabras. Vi por primera vez una sonrisa dibujarse en el rostro de ella, mientras me decía: “Tommy, quiero darte estas pelotas y agradecerte el ser bueno conmigo”.Le expresé mi propio agradecimiento y salí de allí siendo un muchacho mejor que cuando había entrado. Ya no éramos enemigos, sino amigos. Una vez más la Regla de Oro había tenido éxito.
Padres, obispos, asesores de quórum: ustedes tienen la responsabilidad de preparar a esta generación de misioneros, de despertar en el corazón de estos diáconos, maestros y presbíteros no sólo un sentido de su deber de servir, sino también una visión de las oportunidades y bendiciones que les esperan en el llamamiento misional. El trabajo es duro y el impacto eterno. Ésta no es una época para “soldados de media jornada” en el ejército del Señor.
Cada misionero que sale en respuesta a un llamamiento sagrado se convierte en un siervo del Señor, cuya obra ésta es. No teman, jóvenes, porque Él estará con ustedes. Él nunca nos falla, y nos ha prometido: “Iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros”7.
Hermanos, no hay manera de saber cuándo se nos presentará el privilegio de extender la mano. El camino a Jericó por el que viaja cada uno no tiene nombre y el débil viajero que necesita nuestra ayuda tal vez sea un desconocido. Con mucha frecuencia, el que recibe estos actos de bondad no expresa sus sentimientos y se nos priva de presenciar los destellos de grandeza y del toque de ternura que nos motivan a hacer lo mismo.
Hace dos mil años, Jesús de Nazaret se sentó junto a un pozo en Samaria y conversó con una mujer que llegó allí:
“Jesús le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”8.
Si hubiere alguien que se sienta demasiado débil para cambiar los altibajos de su vida, o si hay alguien que no se decida a mejorar debido al más grande de los temores, el temor al fracaso, no existe una seguridad más reconfortante que estas palabras del Señor: “Basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos”9.
Por medio de la oración humilde, la preparación diligente y el servicio fiel, podemos tener éxito en nuestros sagrados llamamientos.
¿Recuerdan cómo los capitanes de las embarcaciones que viajan por el océano, sobrecargadas por el peso de los crustáceos pegados a sus cascos, fijaron una ruta a las aguas frescas de los ríos Columbia y Willamette para deshacerse de esos impedimentos de progreso? En nuestra propia vida y en nuestro servicio al Señor, eliminemos los crustáceos de la duda, de la pereza, del temor y del pecado, navegando por las aguas vivientes del Evangelio de Jesucristo. Conocemos sus nombres: fe, oración, caridad, obediencia y amor --para nombrar tan sólo algunos. El faro del Señor Jesucristo marca la ruta; su luz guiará nuestro camino a la gloria celestial.
Ruego que seamos marineros prudentes al emprender esta jornada. Seamos vasos puros ante el Señor. Reconozcamos las necesidades de la viuda y respondamos a ellas; al llanto de un niño, a la difícil situación del desempleado, a la carga del enfermo, del confinado, del pobre, del hambriento, del inválido y del olvidado. Ellos están presentes para nuestro Padre Celestial y Su amado Hijo Jesucristo. Ruego que ustedes y yo sigamos Sus ejemplos divinos y entonces la paz celestial será nuestra bendición, en el nombre de Jesucristo. Amén.