2010–2019
Los poderes del cielo
Abril 2012


16:27

Los poderes del cielo

Los poseedores del sacerdocio, sean jóvenes o mayores, necesitan tanto la autoridad como el poder, el permiso necesario y la capacidad espiritual para representar a Dios en la obra de salvación.

Mis queridos hermanos, me siento agradecido de que podamos adorar juntos como un enorme cuerpo de poseedores del sacerdocio. Los quiero y los admiro por su dignidad y la influencia para bien que ejercen en el mundo.

Invito a cada uno a pensar en cómo contestarían la siguiente pregunta que el presidente David O. McKay planteó a los miembros de la Iglesia hace muchos años: “Si en este momento se le pidiese a cada uno de ustedes que declarara en una oración o una frase cuál es la característica más distintiva de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ¿cuál sería su respuesta?” (“The Mission of the Church and Its Members”, Improvement Era, noviembre de 1956, pág. 781).

La respuesta que dio el presidente McKay a su propia pregunta fue: la “autoridad divina” del sacerdocio. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se diferencia de las iglesias que dicen tener autoridad derivada de la sucesión histórica, de las Escrituras o de la formación teológica. Hacemos la declaración distintiva de que la autoridad del sacerdocio ha sido conferida al profeta José Smith directamente de mensajeros celestiales por la imposición de manos.

Mi mensaje se centra en este sacerdocio divino y en los poderes del cielo. Ruego de todo corazón que el Espíritu del Señor me ayude a medida que aprendamos juntos en cuanto a estas verdades importantes.

La autoridad y el poder del sacerdocio

El sacerdocio es la autoridad de Dios delegada a los hombres en la tierra a fin de que actúen en todo asunto para la salvación de la humanidad (véase Spencer W. Kimball, “The Example of Abraham”, Ensign, junio de 1975, pág. 3). El sacerdocio es el medio por el cual el Señor actúa mediante los hombres para salvar almas. Una de las características distintivas de la Iglesia de Jesucristo, tanto en la antigüedad como hoy en día, es Su autoridad. No puede haber iglesia verdadera sin autoridad divina.

Se otorga la autoridad del sacerdocio a hombres comunes y corrientes. La dignidad y la buena disposición —no la experiencia, ni la destreza, ni los estudios— son los requisitos para la ordenación al sacerdocio.

En el quinto Artículo de Fe se describe el modelo para obtener la autoridad del sacerdocio: “Creemos que el hombre debe ser llamado por Dios, por profecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autoridad, a fin de que pueda predicar el evangelio y administrar sus ordenanzas”. Por lo tanto, un muchacho o un hombre recibe la autoridad del sacerdocio y es ordenado a un oficio en particular por alguien que ya tiene el sacerdocio y que ha sido autorizado por un líder que posea las llaves del sacerdocio necesarias.

Se espera que el poseedor del sacerdocio ejerza esta sagrada autoridad conforme a la intención, la voluntad y los propósitos santos de Dios. El sacerdocio no tiene ningún aspecto egocéntrico; siempre se usa para servir, bendecir y fortalecer a otras personas.

El sacerdocio mayor se recibe mediante un solemne convenio que incluye la obligación de actuar conforme a la autoridad (véase D. y C. 68:8) y el oficio (véase D. y C. 107:99) que se hayan recibido. Como portadores de la santa autoridad de Dios, somos agentes para actuar y no objetos para que se actúe sobre nosotros (véase 2 Nefi 2:26). El sacerdocio es, por naturaleza, activo en lugar de pasivo.

El presidente Ezra Taft Benson enseñó:

“No basta con recibir el sacerdocio y después descansar pasivamente a la espera de que alguien nos inste a actuar. Cuando recibimos el sacerdocio, tenemos la obligación de estar activa y anhelosamente consagrados a promover la causa de la rectitud en la tierra, porque el Señor dice:

“‘…el que no hace nada hasta que se le mande, y recibe un mandamiento con corazón dudoso, y lo cumple desidiosamente, ya es condenado’ [D. y C. 58:29]” (So Shall Ye Reap, 1960, pág. 21).

El presidente Spencer W. Kimball también recalcó de manera enfática la naturaleza activa del sacerdocio: “…uno quebranta el convenio del sacerdocio al transgredir los mandamientos, pero hace otro tanto cuando deja desatendidos sus deberes. Consiguientemente, para violar este convenio uno sólo necesita no hacer nada” (El milagro del perdón, 1976, pág. 94).

A medida que hagamos cuanto podamos por cumplir nuestras responsabilidades del sacerdocio, seremos bendecidos con el poder del mismo. El poder del sacerdocio es el poder de Dios que obra por medio de hombres y muchachos como nosotros, y requiere rectitud personal, fidelidad, obediencia y diligencia. Puede que un muchacho o un hombre reciban la autoridad del sacerdocio mediante la imposición de manos, pero no tendrá el poder del sacerdocio si es desobediente, indigno o no está dispuesto a servir.

“…los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y… éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.

“Es cierto que se nos pueden conferir; pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre” (D. y C. 121:36–37; cursiva agregada).

Hermanos, para el Señor es inadmisible que un muchacho o un hombre reciba la autoridad del sacerdocio pero no haga lo necesario para ser merecedor del poder del sacerdocio. Los poseedores del sacerdocio, sean jóvenes o mayores, necesitan tanto la autoridad como el poder, el permiso necesario y la capacidad espiritual para representar a Dios en la obra de salvación.

Una lección de mi padre

Me crié en un hogar con una madre fiel y un padre maravilloso. Mi madre descendía de los pioneros que lo sacrificaron todo por la Iglesia y el reino de Dios. Mi padre no era miembro de nuestra Iglesia y, cuando era joven, sintió el deseo de hacerse sacerdote católico. Al final, decidió no asistir al seminario teológico y en cambio se dedicó a la profesión de tornero-matricero.

Durante gran parte de su vida de casado, mi padre asistió con nuestra familia a las reuniones de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. De hecho, muchas personas de nuestro barrio no tenían ni idea de que mi papá no fuese miembro de la Iglesia. Jugaba en el equipo de softball del barrio y fue su entrenador, ayudaba en las actividades de escultismo y apoyaba a mi madre en sus distintos llamamientos y responsabilidades. Quiero contarles una de las grandes lecciones que aprendí de mi padre en cuanto a la autoridad y el poder del sacerdocio.

Cuando era niño, le preguntaba a mi padre muchas veces cada semana cuándo se iba a bautizar, y cada vez que lo incordiaba con eso él me contestaba con amor y firmeza: “David, no me voy a unir a la Iglesia por tu madre, ni por ti ni por nadie más. Me uniré a la Iglesia cuando sepa que es lo correcto”.

Creo que estaba en los primeros años de mi adolescencia cuando tuvo lugar la siguiente conversación con mi padre. Acabábamos de regresar después de asistir juntos a las reuniones dominicales, y le pregunté a mi papá cuándo se iba a bautizar. Me sonrió y dijo: “Eres el único que siempre me pregunta cuándo me voy a bautizar. Hoy soy yo el que te tengo una pregunta”. ¡Con rapidez y entusiasmo concluí que ahora sí estábamos progresando!

Mi papá prosiguió: “David, tu iglesia enseña que el sacerdocio fue quitado de la tierra en la antigüedad y que mensajeros celestiales lo restauraron al profeta José Smith, ¿verdad?”. Le contesté que su afirmación era correcta. Entonces dijo: “Aquí viene mi pregunta. Cada semana en la reunión del sacerdocio escucho al obispo y a los otros líderes del sacerdocio recordar, rogar y suplicar a esos hombres que hagan su orientación familiar y que cumplan con sus deberes del sacerdocio. Si tu iglesia realmente tiene el sacerdocio restaurado de Dios, ¿por qué tantos hombres de tu iglesia se comportan igual que los de la mía en cuanto a sus deberes religiosos?”. Mi mente joven de inmediato quedó totalmente en blanco; no tenía una respuesta adecuada para darle a mi padre.

Pienso que mi padre se equivocó al juzgar la validez de la afirmación de nuestra Iglesia de que tenemos la autoridad divina basándose en las faltas de los varones con los que se relacionaba en el barrio; pero en la pregunta que me hizo se halla una suposición correcta de que los hombres que portan el santo sacerdocio de Dios deben ser diferentes a los demás hombres. Los hombres que poseen el sacerdocio no son intrínsecamente mejores que los demás, pero deberían comportarse de forma diferente. Los hombres que poseen el sacerdocio no sólo deberían recibir la autoridad de dicho sacerdocio sino llegar a ser dignos y fieles canales del poder de Dios. “…Sed limpios, los que lleváis los vasos del Señor…” (D. y C. 38:42).

Nunca he olvidado las lecciones acerca de la autoridad y el poder del sacerdocio que aprendí de mi padre, un hombre bueno que no era de nuestra religión y que esperaba más de los hombres que afirmaban portar el sacerdocio de Dios. Aquella conversación de domingo por la tarde que tuve hace muchos años con mi papá inculcó en mí el deseo de ser un “buen muchacho”. No quería dar un mal ejemplo y ser una piedra de tropiezo para el progreso de mi padre al aprender acerca del Evangelio restaurado. Sencillamente quería ser un buen muchacho. El Señor necesita que todos los que portamos Su autoridad seamos honorables, virtuosos y buenos muchachos en todo momento y en todo lugar.

Tal vez les interese saber que unos años después, mi padre se bautizó y, en el momento oportuno, tuve la oportunidad de conferirle el Sacerdocio Aarónico y el de Melquisedec. Una de las grandes experiencias de mi vida fue observar a mi padre recibir la autoridad y, en última instancia, el poder del sacerdocio.

Comparto con ustedes esta clara lección que aprendí de mi padre a fin de recalcar una sencilla verdad. Recibir la autoridad del sacerdocio por la imposición de manos es un comienzo importante, pero no es suficiente. La ordenación confiere autoridad, pero se requiere rectitud para actuar con poder al esforzarnos por elevar almas, enseñar y testificar, bendecir y aconsejar, y hacer avanzar la obra de salvación.

En esta época trascendental de la historia de la tierra, ustedes y yo, como portadores del sacerdocio, tenemos que ser hombres rectos e instrumentos eficaces en las manos de Dios. Tenemos que elevarnos como hombres de Dios. Sería bueno que tanto ustedes como yo aprendiéramos y siguiéramos el ejemplo de Nefi, el nieto de Helamán y el primero de los doce discípulos llamados por el Salvador al principio de Su ministerio entre los nefitas. “Y [Nefi] les ministró muchas cosas a ellos… Y Nefi ministró con poder y gran autoridad” (3 Nefi 7:17).

“Por favor, ayude a mi esposo a entender”

Cuando terminaba las entrevistas de la recomendación para el templo que hacía como obispo y presidente de estaca, a menudo les preguntaba a las hermanas casadas cuál era la mejor manera en que yo podía prestarles servicio a ellas y a su familia. La uniformidad de las respuestas que recibía de aquellas fieles mujeres era tanto instructiva como alarmante. Esas hermanas rara vez se quejaban o criticaban, pero con frecuencia respondían así: “Por favor, ayude a mi esposo a entender la responsabilidad que él tiene como líder del sacerdocio en nuestro hogar. No me molesta tomar la iniciativa en el estudio de las Escrituras, la oración familiar y la noche de hogar, y seguiré haciéndolo, pero me gustaría que mi marido fuera un compañero igual y que brindara el fuerte liderazgo del sacerdocio que sólo él puede ofrecer. Por favor, ayude a mi esposo a entender cómo llegar a ser un patriarca y un líder del sacerdocio en nuestro hogar, que nos presida y proteja”.

A menudo reflexiono en cuanto a la sinceridad de esas hermanas y lo que pedían. Hoy en día los líderes del sacerdocio escuchan inquietudes semejantes, ya que muchas esposas imploran que sus maridos no tengan sólo la autoridad sino también el poder del sacerdocio. Anhelan estar unidas con el mismo yugo a un esposo fiel y compañero del sacerdocio en la labor de establecer un hogar que se centre en Cristo y en el Evangelio.

Hermanos, les prometo que si ustedes y yo reflexionamos con espíritu de oración en cuanto a las súplicas de esas hermanas, el Espíritu Santo nos ayudará a vernos como realmente somos (véase D. y C. 93:24) y a reconocer qué cosas tenemos que cambiar y mejorar. ¡El momento de actuar es ahora!

Sean ejemplos de rectitud

En esta ocasión deseo reiterar las enseñanzas del presidente Thomas S. Monson, quien nos ha invitado a nosotros, los poseedores del sacerdocio, a ser “ejemplos de rectitud”. Nos ha recordado repetidas veces que estamos en la obra del Señor y que tenemos derecho a recibir Su ayuda en base a nuestra dignidad (véase “Ejemplos de rectitud”, Liahona, mayo de 2008, págs. 65–68). Ustedes y yo poseemos una autoridad del sacerdocio que mensajeros celestiales —sí, Juan el Bautista, y Pedro, Santiago y Juan— trajeron otra vez a la tierra en esta dispensación; por consiguiente, todo varón que recibe el Sacerdocio de Melquisedec puede trazar su propia línea de autoridad directamente hasta el Señor Jesucristo. Espero que estemos agradecidos por esta maravillosa bendición. Ruego que seamos limpios y dignos de representar al Señor a medida que ejerzamos Su sagrada autoridad; que cada uno de nosotros se haga merecedor del poder del sacerdocio.

Testifico que el santo sacerdocio efectivamente ha sido restaurado sobre la tierra en estos últimos días y que se encuentra en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. También doy testimonio de que el presidente Thomas S. Monson es el sumo sacerdote presidente del sumo sacerdocio de la Iglesia (véase D. y C. 107:9, 22, 65–66, 91–92) y es la única persona en la tierra que no sólo posee, sino que está autorizada para ejercer todas las llaves del sacerdocio. De estas verdades testifico solemnemente en el sagrado nombre del Señor Jesucristo. Amén.