“Escrito en el cielo”, capítulo 16 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo III, Valerosa, noble e independiente, 1893–1955, 2021
Capítulo 16: “Escrito en el cielo”
Capítulo 16
Escrito en el cielo
Cuando Ernst Biebersdorf le habló a su hermana Anna Kullick acerca de sus amigos Santos de los Últimos Días en el trabajo, ella se quedó intrigada. Las creencias de ellos le recordaban un sueño que su madre tuvo en Alemania, antes de que Anna y Ernst se mudaran con sus familias a Buenos Aires, Argentina, a principios de la década de 1920.
Louise Biebersdorf, una mujer profundamente religiosa, había visto un lugar hermoso en el sueño. Aunque no se le permitió ir allí, se le dijo que algún día iría por medio de dos de sus hijos. En el mismo sueño, se enteró de que la iglesia verdadera saldría de Estados Unidos1.
En poco tiempo, Anna y Ernst comenzaron a asistir a las reuniones de los Santos de los Últimos Días en Buenos Aires con los amigos de Ernst, que se llamaban Wilhelm Friedrichs y Emil Hoppe2. Después de la breve misión de Parley Pratt a Chile en 1851, la Iglesia había enviado unos pocos misioneros a Sudamérica y no tenía presencia oficial en el continente. Wilhelm, Emil y sus familias, de hecho, se habían unido a la Iglesia en Alemania y habían llevado sus enseñanzas a Buenos Aires, cuando ellos y otros miles de alemanes —entre ellos las familias de Anna y Ernst— habían emigrado a Argentina para escapar de la difícil situación económica que había provocado la reciente guerra mundial3.
Los domingos, los santos se reunían en una pequeña habitación de la casa de Wilhelm. Como ni Wilhelm ni Emil tenían la autoridad del sacerdocio para bendecir la Santa Cena, las reuniones consistían principalmente en un momento para el estudio de las Escrituras y la oración. Al no disponer de un órgano, el grupo cantaba himnos mientras el hijo de Wilhelm tocaba la mandolina. Los santos también se reunían a las siete de la tarde de los jueves para estudiar la Biblia en la casa de Emil. A medida que la congregación crecía, el grupo comenzó a llevar a cabo la Escuela Dominical, en la que estudiaban un ejemplar en alemán de Artículos de Fe, de James E. Talmage. Al poco tiempo, Anna ya pagaba el diezmo, que Wilhelm enviaba a las Oficinas Generales de la Iglesia en Salt Lake City.
Ansioso por compartir el Evangelio restaurado, Wilhelm escribía y repartía folletos y anunciaba las reuniones de la Iglesia en los periódicos locales en alemán. Escribía asimismo artículos e impartía conferencias sobre varios temas del Evangelio, pero no podía hablar español, el principal idioma de Argentina, lo cual limitó su labor. Sin embargo, de vez en cuando, las personas de habla alemana se presentaban en su casa, sintiendo curiosidad sobre lo que habían leído en cuanto a los santos4.
En la primavera de 1925, Anna estaba lista para ser bautizada. Al principio, su esposo, Jacob, había estado en contra de que ella asistiera a las reuniones de la Iglesia, pero pronto comenzó a asistir. Sus tres hijos adolescentes también estaban interesados en el Evangelio. El hermano de Anna, Ernst, y su esposa, Marie, estaban ansiosos por unirse a la Iglesia también, pero no había nadie en Argentina que tuviera la autoridad para administrar la ordenanza.
A medida que aumentaba el interés en la Iglesia, los creyentes comenzaron a reunirse en tres lugares diferentes de la ciudad, y su fe inspiró a Wilhelm. “Poseen un testimonio de la autenticidad de esta obra y desean ser bautizados tan pronto como la oportunidad se lo permita”, escribió a los líderes de la Iglesia en Salt Lake City5.
Wilhelm recibió al poco tiempo una respuesta del Obispo Presidente de la Iglesia, Sylvester Q. Cannon. “Hemos tratado con la Primera Presidencia el asunto de enviar misioneros a Argentina, pero de momento no se ha decidido nada definitivo —escribió—. Sin embargo, estamos indagando para encontrar a los hombres idóneos, que puedan hablar alemán y español”6.
Las noticias brindaron esperanza a Anna, Ernst y sus familias. Al poco tiempo, todos querían saber cuándo llegarían los misioneros a su país7.
Por esta misma época, muchos estadounidenses blancos se sentían cada vez más inquietos por los cambios que estaban ocurriendo en su país. Millones de afroamericanos e inmigrantes se mudaban a las ciudades del norte de Estados Unidos para escapar de la discriminación y encontrar un empleo mejor. Su presencia alarmó a muchos blancos de la clase obrera, que tenían miedo de perder su trabajo a manos de los recién llegados. A medida que crecía el resentimiento, grupos de odio como el Ku Klux Klan, que utilizaban el secretismo y la violencia para cometer actos de brutalidad contra las personas de raza negra y otras minorías, reclutaron adeptos por todo el país8.
Heber J. Grant observó con consternación la propagación de estos grupos de odio. Décadas antes, los miembros del Ku Klux Klan habían agredido en ocasiones a los misioneros en el sur de Estados Unidos. Tales ataques contra los santos habían cesado, pero los informes recientes de las acciones del Ku Klux Klan no resultaban menos inquietantes.
“La cantidad de azotamientos, asesinatos y la violencia del populacho por parte de esta organización, constituyen una triste página de la historia del Sur —escribió el presidente de la Misión de los Estados del Sur al presidente Grant en 1924—. No ha habido condenas penales por estos delitos, y el espíritu de indefensión y violencia que arrasa el Sur es exactamente el mismo que inspiró a los ladrones de Gadiantón”9.
A lo largo de la década de 1920, los grupos de odio se alimentaron del racismo generalizado que existía en todas las regiones de Estados Unidos, así como en otras áreas del mundo. En 1896, la Corte Suprema de los Estados Unidos dictaminó que las leyes estatales que permitían la segregación de estadounidenses blancos y negros en escuelas, iglesias, baños, vagones de ferrocarril y otros edificios públicos eran legales. Además, novelas y películas populares degradaban a las personas de raza negra y a otros grupos raciales, étnicos y religiosos con estereotipos perjudiciales. Pocas personas, en Estados Unidos y en otros lugares, creían que las personas negras y blancas debían interactuar socialmente10.
En la Iglesia, los barrios y las ramas estaban oficialmente abiertos a todas las personas, sin importar su raza, pero no todas las congregaciones estaban de acuerdo. En 1920, los Santos de los Últimos Días negros Marie y William Graves eran miembros bien acogidos y completamente integrados en su rama de California. Sin embargo, cuando Marie visitó una rama del sur de los Estados Unidos, se le pidió que se fuera debido al color de su piel. “En toda mi vida, nada me había lastimado tanto”, escribió en una carta al presidente Grant11.
Para preparar la tierra para el regreso del Señor, los líderes de la Iglesia sabían que el Evangelio restaurado debía enseñarse a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Durante décadas, los santos habían predicado de manera activa a otras personas de color, entre ellas indígenas estadounidenses, isleños del Pacífico y latinoamericanos. Sin embargo, obstáculos como el racismo, de siglos de antigüedad, se interpusieron en el camino de llevar el Evangelio a todo el mundo.
En el caso de Marie Graves, la Primera Presidencia no pidió a esa congregación que la integrara, por temor a que los códigos raciales desafiantes como los del Sur pusieran en peligro tanto a los santos negros como a los blancos. Los líderes de la Iglesia tampoco alentaron el proselitismo activo entre las comunidades negras, dado que la Iglesia restringía la ordenación al sacerdocio y las bendiciones del templo a las personas de ascendencia africana12.
Algunas personas de la Iglesia buscaron excepciones a esa práctica. Durante su visita a las Islas del Pacífico, el élder David O. McKay le escribió al presidente Grant, preguntándole si se podía efectuar una excepción con un Santo de los Últimos Días de raza negra, que se había casado con una mujer polinesia y había criado una familia numerosa en la Iglesia.
“David, soy tan comprensivo como tú —respondió el presidente Grant—, pero hasta que el Señor no nos dé una revelación en cuanto a este asunto, tendremos que mantener las normas de la Iglesia”13.
A principios del siglo XX, los líderes de la Iglesia enseñaban que cualquier santo del que se supiera que tenía ascendencia africana negra, por pequeña que fuera, estaría restringido. Sin embargo, la incertidumbre en cuanto a la identidad racial de algunos santos creó inconsistencias en la forma en que se puso en práctica la restricción. Nelson Ritchie, hijo de una mujer negra y un hombre blanco, sabía poco acerca de la historia de sus padres cuando él y su esposa, Annie, una mujer blanca, se unieron a la Iglesia en Utah. Él tenía la piel clara y las personas pensaban que la mayoría de sus hijos eran blancos. Cuando dos de sus hijas estuvieron listas para casarse, entraron en el templo y recibieron la investidura y la ordenanza del sellamiento.
No obstante, posteriormente, cuando Nelson y Annie quisieron sellarse en el templo, su obispo le preguntó a Nelson acerca de sus antepasados. Nelson le dijo lo que sabía en cuanto a sus padres, así que el obispo llevó el caso a la Primera Presidencia y al Cuórum de los Doce Apóstoles, quienes pasaron el asunto de nuevo al obispo para que lo decidiera él. Al final, el obispo afirmó que Nelson y Annie eran buenos Santos de los Últimos Días, pero se negó a extender una recomendación para el templo a Nelson debido a su linaje14.
Aunque muchos santos compartían el prejuicio racial de la época, la mayoría desaprobaba las organizaciones que utilizaban el secretismo, la falta de ley y orden y la violencia para oprimir a los demás. Después de que el Ku Klux Klan se extendiera a Utah a principios de la década de 1920, el presidente Grant y otros líderes de la Iglesia lo denunciaron en la conferencia general y utilizaron su influencia para detenerlo, y pocos miembros de la Iglesia se unieron al grupo. Cuando un líder del Ku Klux Klan quiso reunirse con los líderes de la Iglesia, el presidente Grant rechazó la petición15.
“Va más allá de mi comprensión —señaló el profeta en abril de 1925—, el que las personas que poseen el sacerdocio quieran asociarse con el Ku Klux Klan”16.
A mediados de 1925, Heber J. Grant y otras personas de todo el mundo siguieron con interés el caso de John Scopes, un maestro de ciencias de secundaria al que habían llevado a juicio en el sur de Estados Unidos por enseñar que los seres humanos y los monos habían evolucionado a partir de un antepasado común17.
El juicio de Scopes puso de manifiesto una enorme división entre las iglesias cristianas. Algunos cristianos “modernistas” creían que la Biblia no debía considerarse como una autoridad en cuestiones científicas. Pensaban que la ciencia proporcionaba una guía más fiable para entender el mundo natural, y maestros como Scopes debían ser capaces de enseñar la evolución en las escuelas sin miedo a ser castigados. Por otro lado, los cristianos “fundamentalistas”, veían la Biblia como la verdad final y absoluta de Dios. Para ellos, suponía una blasfemia afirmar que la humanidad, la creación más elevada de Dios, se desarrolló a partir de formas de vida menos sofisticadas18.
Heber manifestaba un profundo respeto por la ciencia moderna y por científicos como los apóstoles James E. Talmage y John Widtsoe, quienes habían sobresalido en sus ámbitos de competencia, a la vez que mantenían la fe en el Evangelio restaurado. Al igual que ellos, estaba abierto al descubrimiento de nuevas verdades fuera de las Escrituras, y tenía fe en que la ciencia y la religión pudieran reconciliarse finalmente19.
Sin embargo, le preocupaban los jóvenes Santos de los Últimos Días que habían abandonado su fe mientras estudiaban ciencias en colegios universitarios y universidades. Cuando él era joven, un científico lo había ridiculizado por creer en el Libro de Mormón. Ese hombre señaló el pasaje de 3 Nefi en el que todos los que sobrevivieron a la destrucción, al tiempo de la crucifixión de Cristo, oyeron la voz de Dios. El científico dijo que era imposible que una voz llegara tan lejos y que cualquiera que creyera lo contrario era un necio. Años más tarde, después de que la invención de la radio probara que la voz podía viajar grandes distancias, Heber se sintió reivindicado en sus creencias20.
Durante el juicio de Scopes, Heber y sus consejeros decidieron publicar una versión resumida de “The Origin of Man” [El origen del hombre], el ensayo escrito por la Primera Presidencia en 190921. En lugar de condenar la enseñanza de la teoría de la evolución, como lo hacían los fundamentalistas, el ensayo afirmaba la enseñanza bíblica de que Dios creó al hombre y a la mujer a Su propia imagen. También declaraba la singular doctrina restaurada de que todas las personas vivieron una vez como hijos espirituales de Dios antes de nacer en la tierra, y que esos hijos e hijas procreados en espíritu crecieron y se desarrollaron a lo largo del tiempo.
“El hombre, como espíritu, fue engendrado por padres celestiales, nació de ellos y se crio hasta la madurez en las mansiones eternas del Padre”, testificó la Primera Presidencia.
La declaración concluía haciendo hincapié en otro tipo de cambio a lo largo del tiempo, uno que contemplaba un lejano futuro. “Así como el pequeño hijo de padres terrenales es capaz, a su debido tiempo, de convertirse en un adulto —afirmaba—, del mismo modo, la progenie de padres celestiales que todavía no se ha desarrollado es capaz, por la experiencia a través de épocas y tiempo inconmensurables, de evolucionar hasta llegar a ser un Dios”22.
Tres días después de que la Primera Presidencia publicara su declaración, el jurado del juicio Scopes emitió el veredicto. Se declaró culpable a John Scopes y se le ordenó pagar una multa de 100 dólares23. Después de eso, cuando las personas le escribían a Heber para solicitar la opinión de la Iglesia en cuanto a la evolución, les enviaba una copia de la declaración de la Primera Presidencia. Él no tenía que decirle a las personas lo que debían creer. Él dijo que se podía juzgar la verdad por sus frutos, tal como Jesús lo había enseñado en el Sermón del Monte24.
Cuando Len Hope tenía unos diecisiete años, pasó dos semanas asistiendo a reuniones del resurgimiento bautista cerca de su casa en Alabama, en el sur de Estados Unidos. Por la noche, el joven de raza negra regresaba a casa de estas reuniones, se recostaba en los campos de algodón y contemplaba los cielos. Rogaba a Dios para encontrar una religión, pero por la mañana la única recompensa de su esfuerzo era ropa mojada por el rocío.
Un año después, Len decidió ser bautizado en una iglesia local. Sin embargo, poco después soñó que debía ser bautizado de nuevo. Confundido, comenzó a leer la Biblia, y la leía tanto, que sus amigos se preocuparon. “Si no dejas de leerla tanto, te volverás loco —le dijeron—, el manicomio ya está lleno de predicadores”.
Pero Len no dejó de leer. Un día, aprendió que el Espíritu Santo podía guiarlo a la verdad. Por consejo de un predicador, se retiró al bosque para orar en una vieja casa vacía, oculta entre un maraña de arbustos. Allí lloró durante horas, suplicando a Dios para recibir el Espíritu Santo. Por la mañana, estaba listo para no comer ni beber hasta recibir ese don, pero entonces, el Espíritu lo instó a no hacerlo. Solo alguien con la autoridad de Dios podía conferirle el Espíritu Santo.
Poco tiempo después, mientras Len esperaba una respuesta a sus muchas oraciones, un misionero Santo de los Últimos Días le dio a su hermana un folleto sobre el Plan de Salvación de Dios. Len lo leyó y creyó en su mensaje. También se enteró de que los misioneros Santos de los Últimos Días tenían la autoridad para conferir el don del Espíritu Santo para los que aceptaran el bautismo.
Buscó a los élderes y Len preguntó si lo bautizarían.
—Sí, con gusto —dijo uno de los misioneros—, pero si yo fuera usted, leería un poco más25.
Len obtuvo ejemplares del Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, la Perla de Gran Precio y otros libros de la Iglesia, y enseguida los leyó todos; pero antes de ser bautizado, lo reclutaron para luchar en la guerra mundial. El ejército lo envió al extranjero, donde prestó servicio con valentía en el frente. Luego, después de regresar a su casa en Alabama, fue bautizado por un miembro local de la Iglesia el 22 de junio de 1919, y finalmente recibió el don del Espíritu Santo26.
Unos pocos días después de su bautismo, un populacho de hombres blancos llegó de noche a la casa donde se hospedaba y lo llamaron. “Solo queremos hablar contigo”, dijeron. Iban armados con rifles y pistolas.
Len salió afuera. Él era un hombre negro en el sur de Estados Unidos, donde los populachos armados a veces imponían la segregación racial por medio de la violencia. Ellos podrían herirlo o matarlo en el acto y quizás nunca tuvieran que responder por su delito27.
Alguien del populacho exigió saber por qué Len se había unido a la Santos de los Últimos Días. Era legal que los negros y los blancos adoraran juntos en Alabama, pero el estado también tenía un estricto conjunto de leyes de segregación y códigos sociales no escritos para mantener a las razas separadas en los lugares públicos. Ya que casi todos los Santos de los Últimos Días de Alabama eran blancos, el populacho consideraba que con el bautismo de Len se había cruzado de forma desafiante la línea de segregación por el color, que estaba profundamente arraigada en la región28.
—Así que cruzaste el mar, aprendiste algunas cosas —continuó el hombre, refiriéndose al servicio militar de Len—, y ahora quieres unirte a los blancos.
—Investigaba la Iglesia mucho antes de ir a la guerra —dijo por fin Len—, descubrí que era la única Iglesia verdadera sobre la tierra, y por eso me uní a ella.
—Queremos que vayas y que hagas que tu nombre se borre de los registros —dijo el populacho—. Si no es así, te colgaremos de la rama de un árbol, te dispararemos y te dejaremos como un colador29.
A la mañana siguiente, Len asistió a una conferencia con otros santos de la zona y les dijo de las amenazas del populacho. Sabía que estaba arriesgándose al ir a la reunión, pero estaba dispuesto a morir por su nueva fe.
“Hermano Hope, no podríamos borrar tu nombre aunque quisiéramos —le aseguraron los miembros de la Iglesia—; tu nombre está en Salt Lake City y también está escrito en el cielo”. Muchos de ellos se ofrecieron a ayudar a Len si el populacho volvía a perseguirlo30.
Sin embargo, el populacho no regresó nunca. Poco después, en 1920, Len se casó con una mujer que se llamaba Mary Pugh, y se mudaron a Birmingham, una gran ciudad del centro de Alabama. El tío de Mary, un pastor bautista, predijo que ella se uniría a la Iglesia antes de que terminara el año.
Mary leyó el Libro de Mormón y obtuvo un testimonio de su veracidad. Le llevó un poco más de tiempo de lo previsto, pero después de cinco años de matrimonio, ella decidió unirse a la Iglesia. El 15 de septiembre de 1925, el matrimonio Hope fue con dos misioneros a una fuente apartada cerca de Birmingham. Mary se bautizó sin incidentes, y llegó a ser finalmente Santo de los Últimos Días, como su esposo31.
“No podría hacer algo mejor —dijo ella a su tío—, y no puedo ver una iglesia mejor que esta”32.
Mientras tanto, en Buenos Aires, Anna Kullick y su familia recibían en su ciudad al apóstol Melvin J. Ballard y a sus compañeros, Rey L. Pratt y Rulon S. Wells, de los Setenta. La Primera Presidencia había enviado a las tres Autoridades Generales a Argentina para dedicar Sudamérica a la obra misional, establecer una rama de la Iglesia y predicar el Evangelio en alemán y español a los residentes de la ciudad. La familia Kullick había esperado durante meses a que viniera alguien. Los misioneros eran los únicos en el continente sudamericano que tenían la debida autoridad para bautizarlos en la Iglesia de Jesucristo33.
El élder Wells hablaba bien alemán y el élder Pratt hablaba español con fluidez. Sin embargo, el élder Ballard no hablaba ninguno de los dos idiomas y parecía abrumado en ese nuevo entorno. Todo lo que había en Buenos Aires —el idioma, el aire cálido de diciembre, las estrellas del firmamento del sur— le resultaban desconocidos34.
Los misioneros pasaron los primeros días en Argentina visitando a los santos alemanes en la ciudad. Llevaron a cabo reuniones en la casa de Wilhelm Friedrichs y asistieron a una clase del Libro de Mormón en la casa de Emil Hoppe. Luego, el 12 de diciembre de 1925, bautizaron a Anna, Jacob y a la hija del matrimonio, Herta, de dieciséis años. Asimismo, fueron bautizados Ernst, hermano de Anna, y su esposa Marie, así como Elisa Plassmann, hija adoptiva de Wilhelm Friedrichs. Al día siguiente, los misioneros ordenaron a Wilhelm y Emil como presbíteros, y a Jacob y a Ernst como diáconos35.
Dos semanas después, en la mañana de Navidad, los tres misioneros fueron al Parque Tres de Febrero, un conocido parque de la ciudad con espaciosos jardines verdes, lagos azules y serenas arboledas de sauces llorones. Al encontrarse solos, los hombres cantaron himnos y luego inclinaron la cabeza, mientras el élder Ballard dedicaba el continente para la obra del Señor.
—Giro la llave, destrabo y abro la puerta para la predicación del Evangelio en todas estas naciones sudamericanas —oró—, y mando detenerse a todo poder que se oponga a la predicación del Evangelio en estas tierras”36.
Una vez abierta oficialmente la Misión Sudamericana, los misioneros y los miembros trabajaron juntos para compartir el Evangelio con sus vecinos. Herta Kullick, que sabía español, compartía a veces el Evangelio con sus amigas de habla española en la escuela. Entretanto, el élder Ballard y el élder Pratt iban de puerta en puerta para repartir folletos e invitar a las personas a las reuniones de la Iglesia. La obra era agotadora, los misioneros tenían que viajar con frecuencia largas distancias, a través de campos abiertos o en caminos llenos de barro, en todo tipo de clima37.
En enero de 1926, el élder Wells regresó a casa debido a su salud precaria, por lo que Herta se responsabilizó de ayudar al élder Ballard y al élder Pratt a comunicarse con los santos alemanes. El élder Ballard preparaba un mensaje para los santos en inglés, el élder Pratt lo traducía al español y Herta lo traducía del español al alemán. Resultó un proceso complicado —y a veces muy divertido—, pero los misioneros se sentían agradecidos por su ayuda38.
Durante las reuniones, los misioneros presentaban a menudo diapositivas, por medio de un proyector que habían traído de Estados Unidos. Pensando en que sus amigos podrían estar interesados, Herta los invitaba a asistir a las presentaciones. Al poco tiempo, casi cien jóvenes —la mayoría de ellos, hispanohablantes— asistían al local alquilado que los santos usaban como centro de reuniones, y los élderes organizaron una escuela dominical para enseñarles39.
Los padres de los jóvenes, curiosos por saber lo que sus hijos aprendían, también comenzaron a reunirse con los santos. En una de dichas reuniones, más de doscientas personas llenaron el centro de reuniones para ver diapositivas sobre la Restauración y escuchar al élder Pratt enseñar en su idioma natal40.
Seis meses después que el élder Ballard, el élder Pratt y el élder Wells llegaran a Buenos Aires, llegaron un presidente de misión y dos misioneros jóvenes para quedarse de forma permanente y llevar a cabo la obra en su lugar. El nuevo presidente, Reinhold Stoof, y su esposa, Ella, se habían unido a la Iglesia en Alemania tan solo unos años antes. Uno de los misioneros, J. Vernon Sharp, hablaba español, y de este modo, tanto los sudamericanos de habla alemana como los de habla española pudieron escuchar el Evangelio en su propio idioma. Poco después de su llegada, la misión tuvo a su primer converso de habla hispana, Eladia Sifuentes41.
El 4 de julio de 1926, justo antes de volver a Estados Unidos, el élder Ballard ofreció su testimonio a una pequeña congregación de santos argentinos. “La obra del Señor aquí avanzará lentamente por un tiempo, al igual que el roble crece paulatinamente de una bellota —declaró—; no surgirá en un solo día como el girasol que florece rápidamente y luego muere”.
“Miles de personas se unirán aquí —profetizó—. La obra se dividirá en más de una misión y será una de las más fuertes de la Iglesia”42.