Capítulo 30
Tanto dolor
El invierno de 1944–1945 fue insoportablemente frío en Europa. Las fuerzas aliadas estaban avanzando sobre Alemania, peleando batalla tras batalla en la gélida nieve. Hitler intentó lanzar una ofensiva final contra las fuerzas estadounidenses y las británicas en el frente occidental, pero el asalto no hizo sino dejar exhausto a su ya agotado ejército. Mientras tanto, las tropas soviéticas dominaban el frente oriental y avanzaban cada vez más en el territorio ocupado por los nazis1.
En Berlín, Helga Birth luchaba por mantenerse abrigada en la oficina de la Misión Alemania Oriental. La oficina original se había incendiado hacía un año durante un bombardeo, por lo que la misión tenía su sede en el apartamento del segundo consejero, Paul Langheinrich, y de su esposa Elsa. Las bombas habían destruido las ventanas del apartamento, así que Helga y los otros misioneros habían cubierto los marcos vacíos con frazadas para evitar que entrara el frío. No había ni calefacción ni agua caliente. Los alimentos escaseaban y era difícil conciliar el sueño cuando las sirenas de los ataques aéreos sonaban como lamentos durante la noche.
Con la ciudad prácticamente sitiada, los misioneros no podían salir y predicar de forma segura, pero la presidencia en funciones de la Misión Alemania Oriental, conformada por miembros locales de la Iglesia, era responsable de todos los santos de la misión. Sin embargo, el presidente de la misión, Herbert Klopfer, y la mayoría del personal de la oficina se encontraban cumpliendo asignaciones militares, así que Helga y otras mujeres ayudaban a mantener los registros de la misión y se mantenían en contacto con miles de santos alemanes cuyas vidas se habían visto alteradas por la guerra2.
La mayor parte de la familia y de los amigos de Helga ya se habían marchado de Tilsit para cuando las fuerzas soviéticas invadieron las ciudades orientales de Alemania. El ejército alemán había reclutado a su padre y a Henry, su hermano menor, y su madre se había refugiado en la granja de un primo. Otros santos de Tilsit, entretanto, se habían mantenido unidos por el mayor tiempo posible, compartiendo unos con otros los pocos alimentos y ropa que tenían. Otto Schulzke, el presidente de la rama, y su familia habían perdido su hogar en un bombardeo y apenas habían escapado con vida. La última vez que la rama se reunió, compartieron una comida y escucharon una vez más al presidente Schulzke3.
Dadas sus muchas pérdidas, Helga estaba agradecida de haber encontrado un lugar entre los santos en Berlín; pero para mediados de abril de 1945, el ejército soviético había ocupado Alemania oriental y ahora rodeaba la ciudad. En una lluviosa mañana de domingo, Helga se reunió para adorar con un pequeño grupo de santos en la ciudad. Las bombas y las escaramuzas callejeras habían sobresaltado los vecindarios toda la noche y unos pocos miembros de la Iglesia habían llegado a la reunión. Paul Langheinrich habló acerca de la fe. Helga estaba muy cansada, pero el Espíritu la fortaleció. Pensó en las palabras del Salvador en el libro de Mateo: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”4.
Después de la reunión, Paul invitó a Helga para que los acompañara a él y al presidente de la rama, Bertold Patermann, a visitar otra rama de la ciudad. Paul quería asegurarse de que los miembros estaban a salvo después de los ataques nocturnos.
Helga, Paul y Bertold caminaron durante una hora para llegar al centro de reuniones de la rama. Al acercarse al edificio, vieron sangre en las calles y en el aire encima de ellos se libraba una batalla aérea. Siguieron adelante, abriéndose paso hacia la seguridad que les brindaría el edificio de la Iglesia. Súbitamente, sintieron detrás de ellos el estallido de proyectiles de artillería. Manteniendo la calma, siguieron avanzando por la calle y encontraron el edificio de la Iglesia vacío. Una de sus paredes había recibido un impacto directo, reduciendo a escombros un lado de la capilla. Parecía como si alguien hubiera intentado barrer los escombros, solo para detenerse en mitad de la tarea.
Helga y sus dos compañeros fueron a ver cómo estaban algunos miembros de la Iglesia que vivían cerca y luego decidieron regresar a la casa de la misión. Una vez que volvieron a las calles, se sintieron completamente expuestos. El cielo aún estaba en conmoción y los proyectiles continuaban silbando y estallando a su alrededor. Aviones de combate descendían en picada sobre las calles y los disparos derribaban hermosos edificios y puentes antiguos, arrojando fragmentos de piedra y ladrillo por los aires.
Helga, Paul y Bertold se escabullían sigilosamente en edificios y portales, buscando cualquier sitio donde pudieran refugiarse. En una ocasión, solo pudieron encontrar protección bajo un árbol sin hojas, de ramas finas y alargadas de color marrón. Finalmente, llegaron a un puente casi completamente destruido que solo conservaba intacta una franja angosta. Helga no estaba segura de poder atravesarlo.
—Hermana Birth, no tenga miedo— le dijeron sus compañeros. Ella sabía que estaban en la obra de Dios y eso le infundió confianza. Confiando en ellos, se asió con fuerza del pasamanos para cruzar el puente y sintió el alma llena de apacible seguridad mientras iban camino a casa5.
En los días siguientes, Helga y los otros misioneros que vivían en el apartamento de los Langheinrich rara vez salían. Se difundían historias de que los soldados soviéticos ya habían tomado partes de la ciudad y Bertold advirtió a los misioneros de las cosas terribles que sucedían afuera. Tenían que hacer todo lo posible por mantenerse a salvo.
Mientras el caos se adueñaba de las calles, algunos santos buscaron refugio en la casa de la misión. Una mujer llegó en estado de conmoción, luego de que su esposo muriera por un disparo que recibió en el estómago. Con la ayuda de Paul, Helga y los demás dispusieron habitaciones abandonadas para quienes fueran a pedirles auxilio.
El sábado 28 de abril, el pequeño grupo de santos se reunió en ayuno y oración. Al arrodillarse y orar para pedir fortaleza y protección, Helga se sintió llena de gratitud por estar rodeada de santos fieles entre tanto horror.
Para cuando terminó el ayuno, los soldados soviéticos estaban por todas partes en las calles alrededor de la oficina de la misión. Los enfrentamientos continuaban en Berlín, pero el ejército soviético ya estaba trabajando para restaurar el orden y los servicios básicos de las partes ocupadas de la ciudad. Muchos de los soldados no molestaban a la población civil alemana, pero algunos soldados saqueaban los edificios y agredían a las mujeres alemanas. Helga y los otros misioneros temían por su seguridad y los hombres de la oficina de la misión se turnaban para vigilar atentamente6.
Entonces, la mañana del 2 de mayo, cuando Helga despertó, había una especie de calma extraña. No había habido bombardeos esa noche y ella había dormido sin interrupción hasta la mañana. Hacía dos días, Adolf Hitler se había quitado la vida y el ejército soviético había izado una bandera con la hoz y el martillo en la ciudad. Con Berlín ahora en manos soviéticas y otras fuerzas aliadas apoderándose de más territorio alemán cada día, la guerra en Europa estaba llegando a su fin7.
Helga intentó poner sus pensamientos por escrito en su diario misional. “¡PAZ! Eso es lo que todos están diciendo —escribió—. No tengo ningún sentimiento en particular en mi corazón. Hemos imaginado algo bastante diferente en relación con la palabra ‘paz’ —como gozo y celebración— pero nada por el estilo se hace evidente”.
“Aquí me encuentro, aislada de mi familia —continuó—, sin saber qué ha sucedido con el resto de ellos”. Tantos de sus seres queridos habían muerto: Gerhard, su hermano Siegfried, su primo Kurt; sus abuelos y la tía Nita. No tenía ni idea de cómo comunicarse con sus padres, y hacía mucho tiempo desde que alguien había sabido algo de su otro hermano, Henry, ella solo podía imaginarse lo peor8.
Ese domingo, los santos se reunieron nuevamente para una reunión de oración. La compañera de misión de Helga, Renate Berger, compartió un versículo de Doctrina y Convenios. Hablaba de gratitud ante las tribulaciones terrenales:
“Y el que reciba todas las cosas con gratitud será glorificado; y le serán añadidas las cosas de esta tierra, hasta cien tantos, sí, y más”9.
El 8 de mayo de 1945, los aliados celebraron el “Día de la Victoria en Europa”. Neal Maxwell se alegró con la noticia, así como otros soldados estadounidenses que luchaban para tomar la isla japonesa de Okinawa, pero la celebración se vio opacada por la realidad de la propia situación de ellos. Con los pilotos kamikaze que atacaban el puerto de Okinawa y el fuego de artillería que centelleaba en los cerros de la isla, las tropas estadounidenses sabían que su parte en la batalla estaba lejos de concluir.
“Esta es una guerra real”, pensó Neal. De cerca, el frente de batalla era mucho menos fascinante de lo que los periódicos y las películas le habían hecho creer. Lo invadió una sensación de vacío y malestar10.
La batalla de Okinawa se estaba convirtiendo rápidamente en una de las batallas más feroces del Pacífico. Los comandantes japoneses consideraban la isla como su última defensa contra una invasión estadounidense a Japón, así que habían decidido aprovechar todo su poderío militar para defender Okinawa11.
Neal y los soldados que estaban con él fueron asignados a una división como reemplazos. El 13 de mayo, escribió a su casa en Utah. No se le permitía revelarles a sus padres los detalles de su asignación, pero les aseguró que estaba bien. “Estoy completamente solo en lo que respecta a compañeros espirituales, excepto por Uno —escribió—. Sé que Él siempre está conmigo”12.
Neal estaba en un escuadrón de morteros que tenía la asignación de disparar proyectiles explosivos a posiciones enemigas escondidas tierra adentro. Mientras él y sus compañeros avanzaban en fila con gran esfuerzo hacia un cerro llamado Flap Top, los japoneses comenzaron a disparar en dirección a ellos. Todos los hombres se tiraron al suelo y se quedaron quietos hasta que sintieron que estaban seguros. Luego, todos se levantaron —excepto un hombre corpulento apellidado Partridge— quien había marchado justo delante de Neal.
—Vamos, levántate —le dijo Neal—. Pongámonos en marcha. Al ver que el hombre no se movía, Neal se dio cuenta de que un fragmento de metralla le había quitado la vida13.
Impactado y horrorizado, Neal estuvo aturdido por horas. Mientras más se acercaba al campo de batalla, más sin vida y árido le parecía el marcado paisaje. Los cuerpos muertos de soldados japoneses estaban esparcidos por el suelo. A Neal se le había advertido que el área podía estar repleta de minas ocultas. Aun cuando el suelo bajo sus pies no explotó, el fuego de los fusiles resonaba en el aire por encima de él.
Neal tomó posición en una trinchera y, después de días de enfrentamientos que iban y venían, fuertes lluvias transformaron el seco paisaje en una ciénaga. La trinchera de Neal se llenó de lodo, haciendo que fuera casi imposible descansar mientras intentaba dormir de pie. Las escasas raciones militares no eran suficientes para evitar el hambre, y el agua que recibían venía por el cerro en tanques de diecinueve litros y siempre sabía a aceite. Muchos hombres bebían café para disimular el mal sabor del agua, pero Neal deseaba ser obediente a la Palabra de Sabiduría y se rehusaba a hacerlo. Hacía su mejor esfuerzo para recolectar agua de lluvia y, los domingos, utilizaba el agua que había guardado y una galleta de sus raciones para la Santa Cena14.
Una noche a fines de mayo, tres proyectiles enemigos explotaron cerca de la posición del mortero de Neal. Hasta entonces, los japoneses no habían podido encontrar la ubicación de su escuadrón, pero ahora parecía que los artilleros habían triangulado su posición y se estaban acercando. Cuando otro proyectil explotó a tan solo unos metros de él, Neal temió que el próximo alcanzaría su objetivo.
De un salto salió de la trinchera y se puso a cubierto junto a un montículo. Luego, al darse cuenta de que todavía corría peligro, se apresuró en volver a la zanja para esperar lo que fuera que sucediera.
En el lodo y la oscuridad, Neal se arrodilló y comenzó a orar. Sabía que no merecía favores especiales de Dios y que muchos hombres justos habían muerto después de ofrecer fervientes oraciones durante la batalla. Aun así, le suplicó al Señor que le preservara la vida y le prometió que se dedicaría al servicio a Dios si sobrevivía. Tenía una borrosa copia de su bendición patriarcal en el bolsillo y recordó una promesa que esta contenía.
“Te sello contra el poder del destructor para que tu vida no se acorte —decía la bendición— y para que no se te prive de cumplir cada asignación que se te dio en el estado preterrenal”.
Neal terminó su oración y miró hacia el cielo nocturno. Las destructivas explosiones habían cesado y todo estaba en calma. Al ver que el bombardeo no se reanudaba, sintió en el alma que el Señor le había preservado la vida15.
No mucho después, Neal escribió algunas cartas a su familia. “Me siento tan solo sin ustedes que a veces siento deseos de llorar —les dijo—. Lo único que tengo que hacer es ser digno de mi bendición patriarcal, de las oraciones de ustedes y de mi religión, pero el tiempo y tanta acción en combate pesan mucho en el alma de un hombre”.
“Puedo decir que hubo veces en que solo Dios impidió mi muerte —escribió—. Tengo un testimonio que nadie puede destruir”16.
En Europa, la guerra había terminado para Hanna Vlam y otros santos neerlandeses. El día en que Alemania se rindió, ella y sus hijos se unieron a sus amigos y vecinos en la plaza de la ciudad para cantar y bailar. Hicieron una enorme fogata con la tela opaca que había colgado de sus ventanas, viendo con alegría que los recordatorios de días oscuros se consumían en las llamas.
“Gracias, gracias, oh Señor —pensó Hanna—. Has sido bueno con nosotros”.
Ahora que los combates habían terminado, muchas personas que estaban en campos de concentración y en prisiones habían sido puestas en libertad. Hanna había mantenido correspondencia con su esposo mientras él había estado en prisión y tenía razones para creer que se había mantenido a salvo. Aun así, sabía que en realidad no podía celebrar el fin de la guerra hasta que Pieter estuviera en casa, donde pertenecía.
Una tarde de domingo a principios de junio, Hanna echó un vistazo por la ventana y vio un camión militar que se detuvo frente a su casa. Se abrió una puerta del camión por la que se bajó Pieter. Los vecinos de Hanna deben haber estado mirando también, porque corrieron hacia la puerta de entrada de su casa. No quiso abrirla a tanta gente, así que esperó que Pieter llegara por su cuenta y, cuando él entró, lo recibió con regocijo.
Pronto los vecinos de los Vlam pusieron banderas por toda la calle para celebrar que Pieter había regresado a salvo. El hijo de doce años de Hanna y Pieter, Heber, vio las banderas y corrió a casa. “¡Mi padre está en casa!”, gritó.
Cuando oscureció, Hanna encendió una vela que había reservado para la noche en que Pieter regresara a casa. La familia Vlam se sentó a la luz titilante, escuchando mientras Pieter les hablaba de su liberación17.
Unos meses antes, cuando las fuerzas soviéticas habían obligado a los alemanes a salir de Ucrania, Pieter y los demás prisioneros de Stalag 371 fueron transferidos a una nueva prisión al norte de Berlín. Estaba sucia, fría e infestada de roedores. El zumbido de los aviones aliados llenaba el aire y el cielo se tornó rojo intenso a causa de los incendios que ardían por toda la ciudad.
Un día de abril, un prisionero llamó a gritos a algunos soldados soviéticos que pasaban con estruendo por la prisión en un tanque gigante. Los soldados se detuvieron, giraron el tanque y aplastaron la cerca de alambre de púas liberando a Pieter y a sus compañeros de prisión. Antes de separarse, Pieter les dio una bendición del sacerdocio a todos quienes desearan recibir una. Algunos prisioneros que habían estudiado el Evangelio con él volvieron a casa y se unieron a la Iglesia18.
Ahora, junto a su familia, Pieter sentía que tocaba el cielo. Era como si se estuviera reuniendo con sus seres queridos del otro lado del velo y se regocijó en los lazos sagrados que los unían por la eternidad19.
La primera semana de agosto de 1945, Neal Maxwell estaba en las Filipinas recibiendo instrucción para una invasión de Japón planeada para el otoño. Los Estados Unidos habían tomado Okinawa en junio y, si bien más de siete mil soldados estadounidenses habían muerto, los japoneses habían tenido una cantidad impresionante de bajas. Más de cien mil de sus soldados y decenas de miles de civiles habían perdido la vida en la batalla20.
En una carta a su familia, Neal escribió sobriamente, sin el tono fanfarrón de antes. Lo único que quería era que la guerra terminara. “Tengo el fuerte deseo de acabar con esto que causa tanto dolor”, dijo refiriéndose a la guerra. Creía que el mensaje de Jesucristo podía brindar paz duradera y añoraba compartirlo con otras personas. “Esa es una oportunidad que deseo más que nunca”, escribió21.
Después de dejar el frente, Neal comenzó a participar en reuniones de militares Santos de los Últimos Días de varias unidades. Mientras estaba aún en Okinawa, le había entusiasmado la idea de volver a adorar con otros miembros de la Iglesia, pero cuando finalmente tuvo la posibilidad de asistir a una reunión, se dio cuenta de que los hombres que esperaba ver no estaban allí. El capellán, un Santo de los Últimos Días llamado Lyman Berrett, dio un discurso consolador, pero todo el tiempo Neal estuvo pendiente de la puerta, esperando que entrara algún amigo. Algunos nunca lo hicieron22.
Durante este tiempo, Neal se enteró de que el presidente Heber J. Grant había fallecido. En los cinco años que pasaron desde su derrame cerebral, el presidente Grant se había reunido regularmente con sus consejeros y había hablado varias veces en la conferencia general23. Sin embargo, nunca se recuperó completamente y, el 14 de mayo de 1945, falleció a causa de una insuficiencia cardíaca a los ochenta y ocho años. George Albert Smith era ahora el Presidente de la Iglesia24.
A principios de agosto, Neal y el resto de los soldados en las Filipinas se enteraron de que un avión estadounidense, actuando bajo las órdenes directas del presidente de los Estados Unidos, había lanzado una bomba atómica en la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días más tarde, otro avión lanzó una bomba similar en la ciudad de Nagasaki.
Cuando Neal oyó de los bombardeos, se llenó de la gozosa esperanza de que él y sus compañeros no tuvieran que invadir Japón. Más tarde, se dio cuenta de cuán egoísta había sido su reacción. Más de cien mil personas —la mayoría de ellas civiles japoneses— habían muerto en las explosiones nucleares25.
Después de que Japón se rindiera el 2 de septiembre de 1945, la guerra mundial se terminó oficialmente. Sin embargo, Neal todavía debía ir a Japón como miembro de la ocupación aliada. Entretanto, sus superiores habían notado su talento para escribir y le habían dado la asignación especial de redactar cartas de consuelo y de condolencia a las familias de los soldados caídos.
“El recuerdo de días aciagos de alguna manera pesa sobre una persona —le escribió Neal a su familia—, especialmente cuando uno escribe cartas de condolencia a los dolientes de sus amigos”. Aunque se sentía honrado con esa responsabilidad, no la disfrutaba26.
Neal y cerca de un millón de Santos de los Últimos Días de todo el mundo ahora se enfrentaban a un nuevo futuro en tanto que trataban de hallar la manera de hacer la reconstrucción, luego de experimentar tantas aflicciones, privaciones y pérdidas abrumadoras. En el discurso final del presidente Grant —que su secretario leyó en la Conferencia General de abril de 1945— él les había ofrecido a los santos palabras de consuelo y perspectiva.
“El dolor ha llegado a muchos de nuestros hogares —dijo—. Ruego que seamos fortalecidos con el entendimiento de que el ser bendecidos no significa que siempre seremos librados de todas las desilusiones y las dificultades de la vida”.
—El Señor oirá y contestará las oraciones que elevemos a Él y nos concederá lo que le pidamos si ello es para nuestro bien —declaró—. Él nunca abandonará ni ha abandonado a los que le sirven con íntegro propósito de corazón; en lo que a nosotros respecta, siempre debemos estar preparados para decir: ‘Padre, hágase tu voluntad’27.