“Mucho bien”, capítulo 4 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo III, Valerosa, noble e independiente, 1893–1955, (2021)
Capítulo 4: “Mucho bien”
Capítulo 4
Mucho bien
El 31 de mayo de 1896, Susa Gates habló en Salt Lake City en la primera conferencia general combinada de las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo de las Mujeres Jóvenes y de los Hombres Jóvenes. Las dos organizaciones habían llevado a cabo desde hacía tiempo sus propias conferencias anuales y trimestrales. Pero en los últimos años, muchos hombres jóvenes habían dejado de asistir a sus reuniones regulares, por lo que algunos líderes de la AMMHJ propusieron traer nueva vida a su organización combinándola con la AMMMJ1.
A la Presidenta General de la AMMMJ Elmina Taylor y sus ayudantes no les agradó la idea. Mientras que algunas Asociaciones de Mejoramiento Mutuo ya se habían combinado con éxito a nivel de barrio, la conferencia general de la AMMMJ estaba progresando, y sus líderes se preguntaban si la combinación sería lo más conveniente para las mujeres jóvenes. Finalmente decidieron no combinarse, pero estaban de acuerdo en que hacer más actividades combinadas con la AMMMJ, inclusive esta nueva conferencia anual, podría ser beneficiosa2.
Para la primera conferencia, los líderes de las AMM dividieron el programa equitativamente entre los discursantes de sus organizaciones. Susa, la penúltima oradora del programa, animó a sus oyentes a tener buena conducta y a vivir con rectitud. La experiencia fue en cierta manera nueva para Susa, puesto que las mujeres en la Iglesia en ese tiempo no solían discursar en audiencias mixtas excepto para dar su testimonio. En ese momento ella y otras mujeres líderes tuvieron la oportunidad de predicar a ambos, hombres y mujeres en el mismo contexto3.
Después de la conferencia, Susa conversó con su amigo y antiguo compañero de clase, Joseph Tanner, quien era el decano de la Facultad de Agricultura en Logan. Mientras hablaban, Joseph le preguntó si Leah, que se había graduado de la Universidad de Utah, estaba todavía enamorada de John Widtsoe. John había terminado recientemente su licenciatura en Química en Harvard, y ahora era un profesor en la facultad de Joseph.
Susa no supo cómo contestar la pregunta de Joseph. Desde que había vuelto a casa, John había estado evitando a la hija de Susa. Hacía poco, Leah le había escrito para pedirle consejo en cuanto a si debiera volver al este para estudiar economía doméstica en el Instituto Pratt, una universidad muy valorada en la ciudad de Nueva York. John le respondió con una carta cortante e indiferente4.
“Haz lo que será mejor para ti a largo plazo”, le dijo. Luego se lamentó de que ellos se hubieran enamorado tan jóvenes. Aun cuando deseaba casarse con Leah, él no quería que ella fuera la mujer de un hombre pobre. Su educación le había dejado con una deuda de unos 2000 dólares, y gran parte de su modesto salario como docente era para mantener a su madre y a su hermano menor5.
Leah le volvió a escribir inmediatamente. “No podemos vivir sin dinero, soy consciente de ello, pero por el amor del cielo, no permitas que esto se interponga en tu amor —le respondió ella—. Si te amo, te amo; tanto si tienes miles de dólares como si debes miles de dólares”6.
John no cambió de idea, y Leah se fue al Instituto Pratt en septiembre de 1896 Viajó con su amiga Donnette Smith, quien estaba estudiando en Pratt para llegar a ser maestra de jardín de infancia. Antes de que las jóvenes partieran, el padre de Donnette, el presidente Joseph F. Smith, bendijo a Leah para que se aferrase a su fe al hacer frente a la tentación, y le hizo la promesa de que su testimonio crecería más fuerte que nunca7.
En la ciudad de Nueva York, Leah y Donnette tuvieron experiencias que la generación de sus madres difícilmente podría haber imaginado. Las mujeres Santos de los Últimos Días de esa generación anterior, al igual que otras mujeres estadounidenses para ese entonces, habían cursado solo la educación primaria. Algunas sí habían ido al este para estudiar medicina y obstetricia, pero la mayoría se casaron jóvenes, tuvieron hijos y ayudaron a establecer hogares y negocios familiares en sus asentamientos. Muchas de ellas nunca habían viajado fuera del territorio de Utah8.
Leah y Donnette, por el contrario, eran mujeres jóvenes solteras que vivían en una pensión grande, en una ciudad ajetreada a más de tres mil kilómetros de sus hogares. En los días de semana, asistían a clases en Pratt y socializaban con personas de diferentes procedencias y creencias. Y los domingos asistían a la Iglesia en una rama pequeña de aproximadamente una docena de santos9.
Leah y Donnette estaban resueltas a vivir su religión fielmente. El domingo oraban juntas y leían el Libro de Mormón cada noche antes de acostarse. “Mi testimonio sobre la verdad del Evangelio se fortalece cada día —escribió Leah a su madre—. Puedo sentir la fortaleza de la bendición del hermano Smith”10.
A diferencia de vivir en Utah, ellas tenían además la oportunidad de hablar acerca de su fe con personas que conocían poco sobre los Santos de los Últimos Días. Se hicieron amigas de dos estudiantes de arte, Cora Stebbins y Catherine Couch, quienes mostraron cierto interés por la Iglesia. Un día, Leah y Donnette tuvieron la oportunidad de hablar con ellas acerca del templo y del Libro de Mormón. Leah explicó cómo Joseph Smith encontró y tradujo las planchas de oro. También habló acerca de los testigos del Libro de Mormón, de la revelación continua y de la organización de la Iglesia.
“Nunca en tu vida has visto chicas con tanto interés —escribió después Leah a su madre—. Estuvieron sentadas ahí durante dos horas seguidas sin que nos diéramos cuenta de cómo transcurría el tiempo”11.
El 13 de octubre de 1896, Mere Whaanga, mujer maorí y Santo de los Últimos Días, fue al Templo de Salt Lake para efectuar bautismos por diez amigos, ya fallecidos, de Nueva Zelanda, su país natal. Desde que se trasladaran a Salt Lake City a principios de ese año, ella y su marido Hirini, se habían dado a conocer por su diligencia en asistir al templo. Al igual que muchos santos de fuera de los Estados Unidos, la familia Whaanga había emigrado a Utah para estar más cerca del templo y sus ordenanzas. Como eran los únicos maoríes investidos, ellos servían como eslabón entre su gente y la Casa del Señor12.
Había solamente cuatro templos en el mundo, así que los santos que vivían fuera de los Estados Unidos podían enviar los nombres de sus seres queridos fallecidos a parientes en Utah para que efectuaran la obra del templo por ellos. No obstante, cuando Mere e Hirini fueron bautizados en 1884, ellos no tenían parientes en Utah. Al poco tiempo, sintieron un deseo fuerte y profundo de venir a Sion y asistir al templo13.
Sus hijos y nietos se habían opuesto a su plan de mudarse desde el principio. Utah quedaba a once mil kilómetros de distancia de Nuhaka, su poblado, situado en la costa este de la isla del Norte, en Nueva Zelanda. Hirini tenía importantes responsabilidades como presidente de rama y líder de la tribu Ngāti Kahungunu, de los maoríes. Y Mere era la única hija que le quedaba a sus padres. Sin embargo, el anhelo de los Whaanga por Sion había crecido día a día14.
En décadas anteriores, los santos de las islas del Pacífico no se habían animado a emigrar hacia Sion. Y para cuando Mere y Hirini estaban considerando mudarse, los líderes de la Iglesia habían empezado a disuadir a los santos fuera de los Estados Unidos de congregarse en Utah, donde los empleos escaseaban y los inmigrantes podrían desilusionarse. No obstante, la Primera Presidencia concedió permiso para que viniese un pequeño grupo de maoríes, después de que el presidente de misión en Nueva Zelanda asegurara que eran personas competentes y trabajadoras15.
Mere e Hirini vinieron a Utah en julio de 1894, con unos pocos miembros de su familia. Se establecieron en Kanab, un pueblo remoto en el sur de Utah, adonde se había mudado el sobrino menor de Hirini, Pirika Whaanga, unos años después del bautismo de Hirini y Mere. La familia esperaba adaptarse bien al clima cálido del sur de Utah, pero cuando Mere vio el paisaje seco y desolado, se afectó su estado de ánimo y rompió a llorar. Poco tiempo después, ella recibió un mensaje de Nueva Zelanda, en el que le comunicaban que su madre había fallecido16.
Con el paso del tiempo, la situación de la familia no mejoraba. Un misionero que habían conocido en Nueva Zelanda persuadió a Hirini de que invirtiera en una empresa comercial fallida. Después de oír rumores sobre la estafa, la Primera Presidencia envió a William Paxman, un expresidente de misión en Nueva Zelanda, para que ayudara a Mere e Hirini a mudarse a una región donde sus vecinos no se aprovecharían de ellos17.
Ahora los Whaanga se habían establecido en Salt Lake City. Asistían a reuniones de la Asociación de maoríes de Sion [Zion’s Māori Association], una organización de élderes retornados de la Misión Nueva Zelanda, y se reunían los viernes por la noche con unos cuantos miembros del grupo. La Primera Presidencia también los autorizó a efectuar la obra del templo por los familiares fallecidos de todos los santos maoríes en Nueva Zelanda18.
Aunque era analfabeta cuando llegó a Utah, Mere aprendió por su cuenta a leer y escribir para poder estudiar sus Escrituras y escribir cartas a su familia. Hirini también escribía cartas de ánimo a sus familiares y amigos, y hacía cuanto podía para fortalecer a los santos de su país. En Nueva Zelanda, la Iglesia estaba creciendo tanto entre los habitantes europeos como entre los maoríes. Había docenas de ramas esparcidas a lo largo del país, con cuórums del sacerdocio, Sociedades de Socorro, Escuelas Dominicales y Asociaciones de Mejoramiento Mutuo19.
No obstante, muchos neozelandeses eran todavía nuevos en la fe. Algunos misioneros, después de oír los rumores acerca de los malos tratos que experimentó la familia Whaanga en Kanab, se inquietaron de que las noticias pudieran zarandear la fe de los santos maoríes en la Iglesia. En Nueva Zelanda se estaban difundiendo informes exagerados sobre lo que sucedió. Si tales rumores no se frenaban, la misión podría sufrir una crisis20.
Al año siguiente, Elizabeth McCune, una adinerada Santo de los Últimos Días de Salt Lake City, viajó a Europa con su familia. Mientras estaban visitando el Reino Unido, donde su hijo Raymond estaba sirviendo una misión, ella y su hija Fay ayudaban a menudo a los élderes a compartir el Evangelio restaurado.
Un día, a finales de junio de 1897, ella y Fay fueron a Hyde Park de Londres a cantar con un coro de misioneros. La reina Victoria estaba celebrando sesenta años en el trono, y oradores de toda Gran Bretaña habían venido al parque para llevar a cabo reuniones al aire libre y competir por las almas de aquellos que estaban de celebración en la ciudad.
Elizabeth y Fay tomaron su lugar entre los misioneros, y en voz baja Elisabeth se felicitó a sí misma y al coro a medida que se congregaban más y más personas en torno a ellos. Luego, un hombre bien vestido con un monóculo se acercó y los miró detenidamente.
“¡Oh, cielos! ¡Oh, cielos! —exclamó—. ¡Qué ruido tan horrible hacen estos en nuestro parque!21”.
Sus palabras moderaron el orgullo que Elizabeth sentía por la actuación del coro, mas no contuvieron su deseo de compartir el Evangelio. Antes de partir de Utah, Elizabeth había recibido una bendición de Lorenzo Snow, quien le prometió que ella sería un instrumento del Señor en sus viajes.
“Tu mente será tan clara como la de un ángel cuando expliques los principios del Evangelio”, le había dicho en la bendición22.
Elizabeth quería hacer todo lo que estuviera en sus manos para ayudar en la obra misional. Su hijo había empezado su misión llevando a cabo reuniones en los parques y las calles en la región central de Inglaterra. Para entonces, William Jarman había reanudado los sermones contra los santos. Aunque ya no decía más a las multitudes que su hijo Albert había sido asesinado, continuaba provocando ataques contra los misioneros, forzándolos a recurrir a la policía en busca de protección. Algunos de los misioneros del área de Raymond resultaron heridos por los populachos23.
Elizabeth acompañaba a menudo a los misioneros en Londres, sosteniendo sus sombreros y libros durante las reuniones. Ella también sentía un deseo ferviente de predicar. Aunque no podía ser llamada a una misión, podía imaginarse a sí misma siendo comisionada por Dios y conversando tranquilamente de religión con las personas en sus hogares. De hecho, pensó que las mujeres misioneras podrían atraer más la atención que los élderes jóvenes y, por lo tanto, contribuir a llevar adelante la obra24.
Unos meses después de cantar en Hyde Park, Elizabeth asistió a la conferencia semestral de la Iglesia en Londres. Durante la sesión de la mañana, Joseph McMurrin, un consejero de la presidencia de la misión, denunció la crítica que William Jarman hacía de los santos. Hizo mención especial de la costumbre de William de hacer afirmaciones poco favorables acerca de las mujeres Santos de los Últimos Días.
“Tenemos justamente en este momento con nosotros a una dama de Utah —anunció—. Vamos a pedir a la hermana McCune que tome la palabra esta tarde y les hable de su experiencia en Utah”. Luego animó a todos en la conferencia a venir con sus amigos para escucharla hablar25.
El anuncio sobresaltó a Elizabeth. Aunque era grande su deseo de predicar, le preocupaba su inexperiencia. “Si tan solo tuviéramos a una de nuestras buenas oradoras de Utah —pensó—, ¡cuánto bien podría hacer!”. Los misioneros prometieron orar por ella, y ella decidió pedirle a su Padre Celestial que la ayudara también26.
La noticia de que Elizabeth iba a hablar esa tarde se extendió rápidamente. Anticipando una gran audiencia, los élderes instalaron asientos extras en el salón y abrieron la galería. Al aproximarse la hora de la reunión, el público abarrotó la sala27.
Elizabeth hizo una oración en silencio y subió al estrado. Habló a la multitud acerca de su familia. Ella había nacido en Inglaterra en 1852, y había emigrado a Utah luego que sus padres se unieran a la Iglesia. Había viajado por todo los Estados Unidos y Europa. “En ningún sitio —testificó—, he encontrado que a las mujeres se las considere en tal estima como entre los mormones de Utah”.
“Nuestros maridos están orgullosos de sus mujeres e hijas —continuó—. Les dan todas las oportunidades para asistir a reuniones y conferencias y para dedicarse a todo aquello que contribuya a su educación y desarrollo. Nuestra religión nos enseña que la esposa tiene los mismos derechos y privilegios que el esposo”28.
Cuando la reunión terminó, desconocidos estrecharon la mano de Elizabeth. “Si vinieran aquí más de sus mujeres —alguien dijo—, harían mucho bien”.
Otro hombre dijo: “Señora, usted lleva verdad en su voz y en sus palabras”29.
El 7 de setiembre de 1897, John Widtsoe esperaba afuera de una reunión del cuerpo docente en la Academia Brigham Young en Provo. Temprano esa mañana, Leah Dunford había acordado de mala gana verlo después de la reunión. Ella era ahora profesora de economía doméstica en la academia, enseñando lo que había aprendido durante su año en el Instituto Pratt. John regresaba a casa después de un viaje de trabajo por los desiertos del sur de Utah, y se había detenido en Provo para restablecer su relación con Leah30.
John todavía estaba preocupado por sus deudas, pero amaba a Leah y quería casarse con ella. Lo tenían todo, no obstante, habían dejado de escribirse. De hecho, un joven, presidente de misión soltero que Leah conoció en Nueva York estaba a punto de proponerle matrimonio31.
La reunión del cuerpo docente estaba prevista que terminara a las 8.30 de la noche pero no concluyó sino hasta una hora más tarde. Luego, Leah tuvo a John esperando otra hora más, mientras ella asistía a una reunión del comité para un evento estudiantil. Cuando finalmente la reunión terminó, John acompañó a Leah a casa.
Mientras caminaban, él le preguntó si podría verla al día siguiente. “Imposible; no podremos vernos —contestó Leah—. Estaré ocupada hasta las cinco en punto”.
—Bien —dijo John—, entonces quizás sea mejor que yo también me vaya a casa por la mañana”.
—Claro, por supuesto.
—Supongo que me quedaría un día más —dijo John—, si pudiera verte en la noche32.
A la noche siguiente, John fue a buscar a Leah a la academia en un coche de caballos, y condujeron hacia un lugar al norte de la ciudad. Le dijo que estaba preparado para una relación seria, pero ella no estaba tan preparada como él. Ella le dijo que le daba un año para que probara su amor. A ella no le importaba cómo lo iba a hacer, pero no se reconciliaría con él antes de eso.
La noche era clara, y John aparcó el coche de caballos en un lugar desde el que se veía el valle. Mientras contemplaban la luna refulgente, hablaron sinceramente acerca de las muchas veces que se habían ofendido mutuamente en los últimos cuatro años. Intentaron comprender por qué su relación se había vuelto tan amarga. Antes de que se dieran cuenta, ya no contemplaban la luna sino el uno al otro.
Finalmente, John puso su brazo alrededor de Leah y le propuso matrimonio. La determinación de ella de ponerlo a prueba se desvaneció, y le prometió casarse con él una vez que finalizaran los trimestres de la escuela, —siempre y cuando sus padres aprobaran la unión33.
Como la madre de Leah estaba de viaje a Idaho por asuntos de la AMMMJ, John habló primero con el padre de Leah, Alma Dunford, que era dentista en Salt Lake City. Lo primero que pensó este fue que John había venido a verle por algo con su dentadura. Pero cuando John le explicó su propósito, los ojos de Alma se llenaron de lágrimas y expresó su amor y admiración por Leah. Dio su consentimiento a la boda, y expresó confianza en la decisión de su hija34.
Entretanto, Leah, escribió a su madre acerca del compromiso, pero recibió una respuesta triste: “El hombre que has elegido está lleno de ambición —dijo Susa a Leah—; no de hacer el bien y edificar Sion, sino de adquirir fama, acumular reconocimientos y hacerte seguir su estela, para restringir tu propio valor en el futuro a él y sus demandas egoístas”35.
Inquieto, John también le escribió a Susa. Ella respondió un mes después, concediendo su consentimiento a la boda, pero repitiendo su crítica sobre su aparente falta de devoción a la Iglesia36.
A John le dolió la carta. Como científico, anhelaba el honor y el reconocimiento en su campo. Y había dedicado mucho de su tiempo y sus talentos para avanzar en su carrera. Pero incluso en el tiempo en que se debatía con su fe en Harvard, nunca eludió sus responsabilidades en la Iglesia. Sabía que tenía el deber de usar su conocimiento y experiencia para el beneficio de Sion37.
Parecía que Susa esperaba más de él. Los miembros de su generación —y de la generación de sus padres— pensaban que la ambición personal era incompatible con la edificación del reino. John se las había arreglado hasta ahora para conciliar su carrera científica con su llamamiento como consejero y maestro en el cuórum de élderes. Pero su servicio dedicado a la Iglesia no era extensamente conocido fuera de su congregación local en Logan38.
“No he sido llamado para ser obispo —admitió a Leah—, o presidente de estaca o cualquier oficial de estaca, ni presidente de los Setentas ni Apóstol ni ninguno de los altos oficios en la Iglesia que ocupen el tiempo completo de un hombre”.
“Pero esto lo puedo decir honestamente —declaró—, que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que la Iglesia requerirá de mí. No importa cuán humilde sea el trabajo que se me asigne, lo haré encantado”39.
No había necesidad de convencer a Leah. Fue la oración sencilla de John, ofrecida aquella primera mañana en Harvard, lo que la hizo sentirse atraída hacia él por primera vez. Pero Susa necesitaba más tiempo con John para conocer su corazón y su fe40.
En diciembre, la familia de Leah, los Gate, invitaron a John a pasar las navidades con ellos. Durante ese tiempo, algo en las palabras y acciones diarias de John impresionó a Susa, haciéndole recordar por qué ella había puesto en contacto a él y Leah desde el principio. “Siempre pensé que eras desconsiderado y egoísta —dijo a John después de la visita—, pero algunas de tus expresiones estando con nosotros han disipado esa idea”.
Ella no tuvo más temores acerca de la boda. “Siento en mi espíritu el testimonio de que todo está bien”, escribió41.