2002
Mi largo ascenso a casa
marzo de 2002


Mi largo ascenso a casa

Me uní a la Iglesia en Inglaterra en 1965, pero la reacción hostil de mi padre y otras presiones terminaron por conducirme a la inactividad.

Aquellos fueron días dolorosos y tristes. Por fuera parecía fácil permanecer apartada del camino, y supongo que empecé a desobedecer la Palabra de Sabiduría para hacerme creer que no me importaba. Pero terminé por convencerme de que mi Padre Celestial ya no me amaba ni se preocupaba por mí, y me sentía totalmente rechazada y sola.

Los miembros aún me visitaban de vez en cuando, pero no resultó muy útil. Sentía resentimiento hacia ellos y a la vez les envidiaba.

Pero una noche, un par de misioneras mayores pasaron por la casa. Yo estaba dispuesta a hacerles pasar un mal rato para que no volvieran una segunda vez, pero algo dentro de mí me atraía hacia ellas. Habían ido como amigas y no a predicarme ni a hacerme sentir culpable.

Regresaron una y otra vez para trabajar en mi jardín, para quitar la pintura de una vieja cómoda y ayudar a restaurarla, pero más que nada para ser amigas mías. Empecé a percibir el amor del Salvador por medio de ellas mientras llenaban mi hogar con su clara dicha por vivir el Evangelio. Se ganaron mi confianza, algo que a mí me costaba otorgar.

Con demasiada rapidez terminó su servicio misional y regresaron a sus casas. Con el tiempo las visité en los Estados Unidos. Sin embargo, como mi corazón todavía se mostraba rebelde con la Iglesia, no asistí a las reuniones durante el viaje. De hecho, disfruté mucho tomar café delante de mis dos amigas, intentando mostrarles por todos los medios que era una “intocable”; pero pronto descubrí que estaba muy lejos de serlo.

El sábado anterior a la Pascua, visitamos un parque conmemorativo en Glendale, California, y me impresionaron sobremanera los cuadros y las otras obras de arte sobre el Salvador. Parecía como si la Expiación se estuviera convirtiendo en algo real. Una semana más tarde me hallaba en el sur de Utah, el domingo de la conferencia general. Durante un momento que quedé a solas, encendí el televisor y oí un discurso del presidente Thomas S. Monson, Primer Consejero de la Primera Presidencia. Al escuchar a ese gran hombre, no pude contener las lágrimas de culpa y vergüenza.

Aquella tarde subí a uno de los puntos de observación del parque nacional que estaba visitando y, mientras caminaba, intenté ver mi vida objetivamente. Hallé que el ascenso, que en ocasiones resultaba difícil y extenuante, se comparaba a las pruebas de mi vida. Pero como alargué el paso y llegué al final de la subida, pude contemplar la belleza de la creación y sentirme eufórica.

El espíritu de rebelión no había desaparecido por completo de mi corazón, pero empezaba a sentir cómo se derretía la hostilidad. Comencé a tener sentimientos de amor, algo nuevo, hermoso y extraño en mí. También comencé a saber que podía ser amada; supe que debía cambiar mi vida y arrepentirme de verdad.

Cuando volví a casa, me sentía muy diferente en mi interior. Estaba empezando a sentir esperanza y aprendiendo a orar en busca de guía y perdón. El verdadero arrepentimiento no tuvo lugar de la noche a la mañana, sino que pasaron muchos meses antes de que sintiera que había sido perdonada. Tomé la decisión de volver a asistir a la Iglesia, aunque al hacerlo, lo que más me costaba era encontrar el valor para llegar hasta la puerta y entrar.

Me maravillo al pensar en el significado de la expiación del Salvador: “Cuán asombroso es que por amarme así muriera Él por mí” (“Asombro me da”, Himnos, N° 118). También es asombroso el que dos misioneras llegaran a mi vida en ese momento y compartieran conmigo su amor y ejemplo. No cabía en mí de gozo cuando finalmente fui al templo para recibir mi investidura acompañada de una de ellas.

Después de años de andar vagando, por fin había llegado a casa.

Mavis Grace Jones es miembro del Barrio Bristol 1, Estaca Bristol, Inglaterra.