Quédense en el tren
Cuando era niño, dependía muchísimo de mi hermana mayor. Por ejemplo, había muchas comidas que no me apetecían, y cuando íbamos a visitar a los abuelos, constantemente me ofrecían platos que no me gustaban. Para no sentirme tan abochornado, cada vez que me pasaban el plato, le preguntaba a mi hermana: “Collene, ¿me gusta esto?”.
Si era algo conocido y que ella sabía que no me gustaba, decía: “No, a él no le gusta eso”.
A lo cual yo añadía: “Es cierto, abuela, no me gusta”.
Si era algo que nunca habíamos comido, mi hermana decía: “Espera un momento”; luego lo probaba y me decía si me gustaba o no. Si ella decía que no me gustaba, no había poder persuasivo que me hiciera comerlo, por mucho que insistieran.
Sé que ya ha llegado la hora de que confíe en mi propio sentido del gusto y deje de privarme de alimentos sanos simplemente porque mi hermana me dijo en una ocasión que no me gustaban.
Pasando a algo mucho más serio, creo que ya es hora de que todos gocemos del fruto de nuestro propio testimonio en vez del testimonio de otras personas. El testimonio al cual me refiero es mucho más profundo que el mero hecho de saber que la Iglesia es verdadera. Es preciso que progresemos hasta el grado de saber que nosotros somos fieles a la Iglesia; es preciso también que aumentemos nuestra capacidad para recibir revelación personal. Una cosa es recibir el testimonio de que José Smith vio a nuestro Padre Celestial y a Cristo, y otra el tener confianza espiritual en nuestra propia habilidad de recibir la revelación a la que tenemos derecho.
Muchos de nosotros no valoramos las bendiciones del Evangelio; es como si fuésemos pasajeros en el tren de la Iglesia, el cual ha ido avanzando de manera gradual y metódica. Algunas veces nos hemos asomado por la ventanilla y hemos pensado: “Lo que hay allá afuera parece muy divertido; este tren tiene demasiadas restricciones”. De modo que hemos saltado del tren y nos hemos ido a jugar un rato al bosque. Tarde o temprano, nos damos cuenta de que no es tan divertido como Lucifer lo hace aparentar o nos lastimamos seriamente, por lo que nos esforzamos por volver a la vía y divisamos el tren en la distancia. Corriendo velozmente, lo alcanzamos; jadeantes, nos limpiamos el sudor de la frente y le damos gracias al Señor por el arrepentimiento.
Desde el tren, vemos el mundo e incluso algunos miembros de nuestra Iglesia, riéndose y divirtiéndose; se burlan y nos incitan a que nos bajemos del tren; algunos hasta lanzan troncos y rocas para tratar de descarrilarlo. Otros miembros corren a los costados de la vía, y aunque quizás nunca se vayan a jugar a los bosques, simplemente les es difícil subirse al tren. Algunos incluso tratan de adelantarse y con demasiada frecuencia toman un camino equivocado.
Yo diría que el lujo de subirse y bajarse del tren en el momento que nos plazca está llegando a su fin. La velocidad del tren va aumentando, los bosques se hacen cada vez más peligrosos y la niebla y la oscuridad se aproximan.
Aunque sería más fácil para los que nos desacreditan “extender su[s] débil[es] brazo[s] para contener el río Misuri en su curso decretado, o volverlo hacia atrás” (véase D. y C. 121:33) que descarrilar este tren, a veces logran convencer a las personas a que se bajen. Habiendo presenciado el cumplimiento de tantas profecías, ¿qué gran acontecimiento estamos esperando antes de decir: “Cuenten conmigo”? ¿Qué más tenemos que ver o experimentar antes de subirnos al tren y permanecer en él hasta que lleguemos a nuestro destino? Es hora de tener un renacimiento espiritual. Es hora de que realicemos una introspección y encendamos de nuevo nuestra propia luz.
Hago una súplica especial a la juventud: Ustedes, los jóvenes, permanecerán más seguros y serán más felices si emplean sus energías en ser obedientes ahora en vez de guardarlas para un arrepentimiento futuro. Si somos obedientes, establecemos un fundamento que nos servirá para enfrentar las dificultades del futuro.
Tomado de un discurso pronunciado en la conferencia general de octubre de 1992.