La ley de sacrificio
Los dos propósitos principales de la ley de sacrificio son probarnos, demostrando así nuestra valía, y ayudarnos a venir a Cristo.
Hace pocos años, mi familia y yo visitamos Palmyra, Nueva York; Kirtland, Ohio; y Nauvoo, Illinois. En aquel viaje repasamos la historia de los comienzos de la Iglesia y recordamos los inimaginables sacrificios que hicieron los fundadores de la Iglesia para establecer el reino de Dios en esta última dispensación.
Al reflexionar en su humilde obediencia, concentré mis pensamientos en la naturaleza eterna de la ley de sacrificio, una parte vital del Evangelio de Jesucristo. Se practicó en tiempos del Antiguo y del Nuevo Testamentos y del Libro de Mormón; y aunque la práctica cambió durante el período del Nuevo Testamento, sus objetivos siguieron en pie aún después de que la expiación de Jesucristo cumpliera con la ley de Moisés.
Por lo general, lo primero que acude a la mente de las personas cuando oyen hablar de la “ley de Moisés” es el sacrificio de animales. La naturaleza un tanto horripilante del sacrificio de sangre ha llevado a algunos a preguntar: “¿Cómo puede semejante actividad tener algo que ver con el Evangelio de amor?”. Podemos comprender mejor la respuesta a esta pregunta cuando entendemos los dos propósitos principales de la ley de sacrificio, los cuales se aplicaron a Adán, a Abraham, a Moisés y a los apóstoles del Nuevo Testamento, y se aplican a nosotros hoy día cuando aceptamos y vivimos la ley de sacrificio. Sus dos propósitos principales son probarnos, demostrando así nuestra valía, y ayudarnos a venir a Cristo.
“…he decretado en mi corazón probaros en todas las cosas, dice el Señor, para ver si permanecéis en mi convenio aun hasta la muerte, a fin de que seáis hallados dignos.
“Porque si no permanecéis en mi convenio, no sois dignos de mí” (D. y C. 98:14–15; cursiva agregada).
La ley de sacrificio nos proporciona una oportunidad de demostrarle al Señor que le amamos más que ninguna otra cosa. Debido a ello, en ocasiones el curso se torna difícil puesto que se trata del proceso de perfección que nos prepara para el reino celestial y para “[morar] en la presencia de Dios y de su Cristo para siempre jamás” (D. y C. 76:62).
El presidente Ezra Taft Benson (1899–1994) explicó que “la sagrada misión de la Iglesia… [es] ‘invitar a todos a venir a Cristo’ (D. y C. 20:59)” (“‘Venid a Cristo y perfeccionaos en Él’”, Liahona, julio de 1988, pág. 84).Vista así, la ley de sacrificio ha sido siempre un medio para que los hijos de Dios vengan al Señor Jesucristo.
¿Cómo nos ayuda el sacrificio a venir a Cristo? Nadie aceptará jamás al Salvador sin tener primero fe en Él; por ende, el primer principio del Evangelio es la fe en el Señor Jesucristo; por consiguiente, el profeta José Smith (1805–1844) explicó la importante relación que existe entre el principio de la fe y el principio del sacrificio: “Destaquemos aquí que una religión que no requiera el sacrificio de todas las cosas jamás tendrá el poder suficiente para producir la fe necesaria para vida y salvación… Es mediante el sacrificio de todas las cosas terrenales que los hombres saben realmente que están haciendo las cosas que resultan agradables a la vista de Dios. Cuando un hombre ha ofrecido en sacrificio todo cuanto posee a favor de la verdad, aun su misma vida, creyendo ante Dios que ha sido llamado a hacer ese sacrificio, pues desea cumplir con Su voluntad, no cabe duda de que ese hombre sabe que Dios acepta y aceptará sus sacrificios y ofrendas y que dicho hombre no ha buscado Su cara en vano, ni nunca lo hará. Bajo estas circunstancias, entonces, puede lograr la fe necesaria para obtener así la vida eterna” ( Lectures on Faith, 1985, pág. 69).
Resumiendo, debemos saber que lo que estamos haciendo resulta agradable a Dios, y entender que ese conocimiento procede del sacrificio y de la obediencia. Los que vienen a Cristo de este modo reciben una certeza que les susurra paz al alma y con el tiempo les permitirá echar mano de la vida eterna.
Lo Que Enseña el Sacrificio
El sacrificio nos permite aprender algo de nosotros mismos: qué estamos dispuestos a ofrecer al Señor por medio de nuestra obediencia.
El hermano Truman G. Madsen nos relata una visita que hizo a Israel con el presidente Hugh B. Brown (1883–1975), un apóstol del Señor que sirvió primero como Segundo Consejero y luego como Primer Consejero de la Primera Presidencia. En el valle de Hebrón, donde por tradición se dice que se encuentra la tumba de Abraham, el hermano Madsen preguntó al presidente Brown: “¿Cuáles son las bendiciones de Abraham, Isaac y Jacob?”. Tras un momento de reflexión, el presidente Brown contestó: “La posteridad”.
El hermano Madsen escribe: “Casi sin poder contenerme, dije: ‘Entonces, ¿por qué se mandó a Abraham que fuera al monte Moriah y ofreciera su única esperanza de posteridad?’”.
“Resultaba evidente que [el presidente Brown], de casi noventa años, había pensado, orado y llorado con anterioridad sobre esa pregunta, pues finalmente dijo: ‘Abraham tenía que aprender algo sobre Abraham’” ( The Highest in Us, 1978, pág. 49).
Observemos ahora otra forma en que la ley de sacrificio llevaba a la gente a Cristo. En la antigüedad, los sacrificios de sangre llevaban a la gente a Cristo por ser una representación simbólica de Su vida y Su misión.
Se enseñó a Adán que el sacrificio sobre el altar era “una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre” (Moisés 5:7). Eso nos enseña que, originalmente, los hijos de nuestro Padre comprendían la relación que existía entre el sacrificio de sus ofrendas y el del Cordero de Dios (véase D. y C. 138:12–13).
En el Libro de Mormón encontramos algunas de las enseñanzas doctrinales más claras sobre el propósito de la ley de sacrificio tal y como se practicaba bajo la ley de Moisés. Nefi enseñó que se hacía para representar el sacrificio de Cristo (véase 2 Nefi 11:4), y escribió: “…observamos la ley de Moisés, y esperamos anhelosamente y con firmeza en Cristo… Pues para este fin se dio la ley” (2 Nefi 25:24–25). En Alma leemos: “…esperaban anhelosamente la venida de Cristo, considerando la ley mosaica como un símbolo de su venida… la ley de Moisés servía para fortalecer su fe en Cristo” (Alma 25:15–16).
El profeta José Smith enseñó: “Cuando el Señor se revelaba a los hombres en los días antiguos y les mandaba que le ofrecieran sacrificios, lo hacía para que mirasen con fe hacia el tiempo de su venida, y confiasen en el poder de esa expiación para la remisión de sus pecados” ( Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 66, véase también la pág. 63).
El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) explicó una vez a un joven que tenía dificultades con su testimonio que el esfuerzo y la lucha son necesarios si es que deseamos ser salvos por medio de Jesucristo, y le dijo a mi amigo: “Por medio del sacrificio y el servicio se llega a conocer al Señor”. Al sacrificar, o sea, renunciar a nuestros deseos egoístas, servir a Dios y a los demás, llegamos a ser más como Él.
El élder Russell M. Nelson, del Quórum de los Doce Apóstoles, ha enseñado:
“También a nosotros se nos manda sacrificar, aunque no animales. El mayor de todos los sacrificios que podemos ofrecer es el de vencer nuestras propias imperfecciones para llegar a ser más santos.
“Esto lo logramos mediante la obediencia a los mandamientos de Dios, y así comprendemos que las leyes de la obediencia están íntimamente ligadas entre sí… Al cumplir con estos mandamientos, nos sucede algo maravilloso: nos disciplinamos; nos transformamos en discípulos, y así llegamos a ser más santos, como el Señor” (“Lecciones que aprendemos de Eva”, Liahona, enero de 1988, pág. 89).
De hecho, la palabra sacrificio significa “hacer sagrado” o “tener por sagrado”.
Una Ley Desde el Principio
Nuestras primeras lecciones sobre la ley de sacrificio, así como de otros principios del Evangelio, comenzaron en nuestra vida preterrenal, donde se nos enseñaron la plenitud del Evangelio y el plan de salvación (véase D. y C. 138:56). Sabíamos de la misión del Salvador y de Su futuro sacrificio expiatorio, y de buena disposición lo sostuvimos como nuestro Salvador y Redentor. De hecho, en Apocalipsis, capítulo 12, versículos 9 y 11, aprendemos que es “por medio de la sangre del Cordero” (el sacrificio expiatorio de Cristo) y nuestro testimonio, que somos capaces de vencer a Satanás. El presidente Joseph F. Smith (1838–1918) explicó: “En el principio el Señor dispuso poner ante el hombre el conocimiento del bien y del mal, y le dio el mandamiento de allegarse a lo bueno y abstenerse de lo malo. Pero en caso de que fallara, el Señor le daría la ley del sacrificio y le proporcionaría un Salvador, a fin de que pudiese volver a la presencia y a la aceptación de Dios y participar de la vida eterna con Él. Ése fue el plan de redención elegido e instituido por el Todopoderoso antes de que el hombre fuese puesto en la tierra” ( Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Joseph F. Smith, 1998, págs. 103–104).
A Adán y a Eva se les enseñó la ley de sacrificio y se les mandó que la practicaran mediante la presentación de ofrendas, entre las que se incluían dos emblemas: las primicias de los rebaños y las primicias de la cosecha; y obedecieron sin reparo (véase Moisés 5:5–6). El presidente David O. McKay señaló: “El efecto de esta [ley] era que lo mejor que produjera la tierra, el mejor espécimen de la manada o del rebaño no se emplearan para uno mismo, sino para Dios” (“The Atonement”, Instructor, marzo de 1959, pág. 66). En una época de la historia en la que era difícil asegurar alimento para la familia, se pedía a los que deseaban adorar a Dios que sacrificaran la mejor parte de su fuente de vida. Se trató de una prueba muy real para Adán y Eva, y fueron obedientes.
De igual modo, Abel, Noé, Abraham, Isaac, Jacob y todos los santos profetas desde Adán hasta Moisés, ofrecieron sacrificios al Señor de manera similar.
La Ley de Moisés
Debido a la naturaleza rebelde de los hijos de Israel en los días de Moisés, se cambió la práctica de la ley, la que se convirtió en una ley estricta que requería la observancia diaria de rituales y ordenanzas. Durante la época de Moisés, hubo una expansión en el número y en la variedad de las ofrendas de la ley de sacrificio. Los sacrificios mosaicos consistían en cinco ofrendas principales divididas en dos categorías básicas: obligatorias y voluntarias. La diferencia entre ambos tipos de ofrendas se podría comparar con la diferencia que hay entre la ley del diezmo y la de las ofrendas de ayuno.
Una cosa seguía siendo igual en todas esas ofrendas: todo lo relacionado con el sacrificio mosaico estaba centrado en Cristo. Al igual que Él, el sacerdote actuaba como mediador entre el pueblo y su Dios. Al igual que Cristo, el sacerdote debía tener el parentesco apropiado para poder oficiar, y el oferente, por medio de la obediencia, debía estar dispuesto a sacrificar lo que le requería la ley.
La parte del sacrificio que tenía mayor analogía con el Salvador era la de la ofrenda misma. Fijémonos en algunos de esos paralelismos.
En primer lugar, al igual que Cristo, el animal era escogido y ungido mediante la imposición de manos. (Tanto el título hebreo Mesías como el griego Cristo significan “el Ungido”). Segundo, se debía derramar la sangre del animal. Tercero, tenía que ser un animal sin defecto alguno, totalmente libre de imperfecciones físicas, completo, sano, perfecto. Cuarto, el animal a sacrificar debía estar limpio y ser puro. Quinto, el animal tenía que ser doméstico, es decir, no podía ser salvaje, sino manso y de utilidad para el hombre (véase Levítico 1:2–3, 10; 22:21). Sexto y séptimo, en el sacrificio original practicado por Adán, y el más común de los de la ley de Moisés, el animal tenía que ser un primogénito y macho (véase Éxodo 12:5; Levítico 1:3; 22:18–25). Octavo, el sacrificio de grano tenía que ser molido en harina y preparado en panecillos, lo cual nos recuerda el título del Señor como Pan de Vida (véase Juan 6:48). Noveno, las primicias que se ofrecían nos recuerdan que Cristo fue las primicias de la Resurrección (véase 1 Corintios 15:20). (Véase también la Guía para el Estudio de las Escrituras, “Sacrificios”, pág. 182; Daniel H. Ludlow, editor, Encyclopedia of Mormonism, 5 tomos, 1992, tomo 3, págs.1248–1249.)
El Cumplimiento de la Ley
La ley de sacrificio que se dio a Moisés, junto con su sistema de ofrendas, todavía se practicaba en los tiempos del Nuevo Testamento. El Jesucristo del Nuevo Testamento era el Jehová del Antiguo Testamento, El que dio la ley a Moisés en primer lugar y prescribió elementos de la misma que señalaban específicamente hacia Su futuro sacrificio expiatorio. Él era, por consiguiente, el que tenía autoridad para cumplir con esa ley, y Sus últimas palabras —“consumado es” (Juan 19:30)— señalan que así se había hecho.
Amulek explica el cumplimiento de la ley de esta forma:
“De modo que es menester que haya un gran y postrer sacrificio; y entonces se pondrá… fin al derramamiento de sangre; entonces quedará cumplida la ley de Moisés…
“Y he aquí, éste es el significado entero de la ley, pues todo ápice señala a ese gran y postrer sacrificio; y ese gran y postrer sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno” (Alma 34:13–14).
He aquí una verdad muy importante: debemos entender que la ley de Moisés no es la misma cosa que la ley de sacrificio. Aunque se cumplió la ley de Moisés, los principios de la ley de sacrificio continúan siendo parte de la doctrina de la Iglesia, pues el propósito principal de esta ley sigue siendo el probarnos y el ayudarnos a venir a Cristo. Después del sacrificio supremo del Salvador, se hicieron dos ajustes en la práctica de esa ley. El primero es que la ordenanza de la Santa Cena reemplazó a la del sacrificio; y el segundo es que ese cambio se centrara, no en el animal de una persona, sino en la persona misma. En un sentido, el sacrificio cambió de la ofrenda al oferente.
Al contemplar el reemplazo del sacrificio animal por la Santa Cena, no podemos evitar darnos cuenta de la estrecha relación que existe entre ambos. Tanto el sacrificio como la Santa Cena:
-
Se ven afectados por la actitud y la dignidad de la persona (véase Amós 5:6–7, 9–10, 21–22; 3 Nefi 18:27–29; Moroni 7:6–7).
-
Se han creado para que los lleven a cabo sacerdotes que oficien en el Sacerdocio Aarónico (véase D. y C. 13:1; 20:46).
-
Se centran en Cristo (véase Lucas 22:19–20; Alma 34:13–14).
-
Emplean emblemas que representan la carne y la sangre de Cristo (véase Lucas 22:19–20; Moisés 5:6–7).
-
Facilitan el medio mediante el cual se pueden hacer y renovar convenios con Dios (véase Levítico 22:21; D. y C. 20:77, 79).
-
Se realizan con regularidad en el día de reposo y en otras ocasiones especiales (véase Levítico 23:15; D. y C. 59:9–13).
-
Se asocian con comidas que, simbólicamente, representan la Expiación (véase Levítico 7:16–18; Mateo 26:26).
-
Son las únicas ordenanzas de salvación en las que los miembros participan para su beneficio en más de una ocasión.
-
Proporcionan un paso importante en el proceso del arrepentimiento (véase Levítico 19:22; 3 Nefi 18:11; Moisés 5:7–8).
El presidente Joseph F. Smith dijo que el objeto de la Santa Cena “es que tengamos constantemente presente al Hijo de Dios que nos redimió de la muerte eterna y nos trajo nuevamente a la vida por medio del poder del Evangelio. Antes de la venida de Cristo a la tierra, esto se les hacía recordar… mediante otra ordenanza [el sacrificio de sangre], la cual constituía el sacrificio de vida animal, ordenanza que era símbolo del gran sacrificio que tendría lugar en el meridiano de los tiempos” ( Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia : Joseph F. Smith, pág. 108).
Nuestro Propio Sacrificio
Tras Su ministerio terrenal, Cristo elevó la ley de sacrificio a una nueva altura. Al describir la continuación de la misma, Jesús dijo a Sus apóstoles nefitas que ya no aceptaría más sus holocaustos, sino que Sus discípulos debían ofrecerle “un corazón quebrantado y un espíritu contrito” (3 Nefi 9:19–20, véase también D. y C. 59:8, 12). En vez de que el Señor requiera nuestros animales y granos, ahora desea que nos despojemos de toda impiedad. El vivir esta excelsa ley de sacrificio llega hasta el alma misma de la persona. El élder Neal A. Maxwell, del Quórum de los Doce Apóstoles, dijo: “El verdadero sacrificio personal no ha consistido nunca en poner un animal sobre el altar, sino en la disposición de poner en el altar el animal que está dentro de nosotros y dejar que se consuma” (“‘Absteneos de toda impiedad’”, Liahona, julio de 1995, pág. 78).
¿Cómo demostramos al Señor que simbólicamente nos hemos puesto en el altar del sacrificio de hoy? Lo hacemos al vivir el primer gran mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37). Cuando vencemos nuestros deseos egoístas y ponemos a Dios en primer lugar de nuestra vida, y hacemos convenio de servirle a toda costa, entonces estamos viviendo la ley de sacrificio.
Una de las mejores formas de asegurarnos de que estamos viviendo el primer gran mandamiento es guardar el segundo gran mandamiento. El Maestro mismo enseñó que “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40). El rey Benjamín enseñó que “cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17). El grado de nuestro amor por el Señor y por nuestro prójimo se puede medir con lo que estemos dispuestos a sacrificar por ellos. El sacrificio es una demostración de amor puro.
En ocasiones la manera más eficaz de enseñar un principio es llevarlo a la práctica, dando así un ejemplo de sus beneficios. Permítanme compartir un par de ejemplos con los que estoy personalmente familiarizado, sabiendo que muchos otros miembros de la Iglesia podrían compartir relatos significativos sobre el sacrificio de miembros de sus familias.
Mi bisabuelo, Henry Ballard, se unió a la Iglesia en Inglaterra, vino a América y pasó grandes privaciones durante el viaje hacia Utah. De igual modo, mi bisabuela, Margaret McNeil Ballard, pasó por muchos pesares para cruzar las llanuras a los once años de edad. Cuando hace algunos años viajé con mi familia por la ruta de los pioneros, me pregunté cómo pudieron sobrevivir mis fieles bisabuelos ese viaje y cómo fue posible hacer lo que hicieron durante sus vidas. Ciertamente, llegaron a conocer a Dios y a Su Santo Hijo al dar de buena gana todo lo que tenían para servirles. Henry Ballard sirvió fielmente como obispo del Barrio Logan 2 durante casi cuarenta años y su devota esposa, Margaret, fue presidenta de la Sociedad de Socorro durante treinta.
Nuestra dedicación en el reino debe equivaler a la de nuestros fieles antepasados, aunque nuestros sacrificios sean diferentes. Hoy día podemos encontrar en la Iglesia muchos ejemplos que nos sirven para entender que el sacrificarse por el Evangelio sigue siendo esencial y que el venir a Cristo requiere tanta dedicación y devoción hoy como en épocas pasadas.
No hace mucho, por ejemplo, se me asignó presidir una conferencia regional en La Paz, Bolivia. Algunos miembros procedían de ciudades pequeñas y de pueblos remotos, demostrando gran sacrificio y dedicación para asistir a las reuniones. Antes de la sesión de capacitación de líderes del sacerdocio, saludé a los hermanos según iban llegando y me di cuenta de que la camisa de un hermano mayor era de color diferente desde la mitad del pecho para abajo; la parte superior era blanca, mientras que la inferior era de un rojo parduzco. Él y tres de sus compañeros, todos poseedores del Sacerdocio de Melquisedec, habían viajado durante muchas horas, andando la mayor parte del camino, vadeando dos ríos donde el agua roja parda les había llegado hasta el pecho. Pudieron subirse a la parte posterior de un camión que pasaba por donde iban, y así viajaron las dos últimas horas de su trayecto.
Su sacrificio y actitud me hicieron sentir tremendamente humilde. Uno de esos fieles hombres me dijo: “Élder Ballard, usted es uno de los apóstoles del Señor. Mis hermanos y yo haríamos cualquier cosa a fin de que usted nos enseñe”.
¿Tenemos una actitud similar cuando se nos pide asistir a las reuniones de liderazgo de estaca, barrio, rama o distrito?
Las Bendiciones del Sacrificio
Solemos cantar “Por sacrificios se dan bendiciones” (“Loor al Profeta”, Himnos, Nº 15). Ése es un principio verdadero; permítanme ilustrarlo con una experiencia personal.
Fui llamado obispo de un barrio de las afueras de Salt Lake City en 1958, en los días en que los miembros pagaban el 50 por ciento del costo de la construcción de un centro de reuniones. Una de las experiencias de liderazgo más importantes de mi vida se produjo varias semanas antes de la dedicación de nuestro centro de reuniones. Nuestro barrio, en el que había muchos matrimonios jóvenes que apenas podían cumplir con sus obligaciones económicas, aún tenía que recaudar 30.000 dólares (americanos). Yo ayuné y oré para saber qué debía decirles sobre esa obligación, pues ya les habíamos presionado bastante.
Cuando los hermanos se reunieron para la reunión del sacerdocio, sentí la impresión de leerles el testimonio que el élder Melvin J. Ballard, mi abuelo, compartió cuando fue ordenado al Quórum de los Doce Apóstoles el 7 de enero de 1919. Cito una pequeña parte referente a una experiencia suya de 1917, cuando buscó al Señor con fervor a causa de una situación en la que no había precedentes que ofrecieran cierto tipo de guía:
“Esa noche recibí una manifestación y una impresión maravillosa que jamás he olvidado. Fui trasladado a este lugar, a este cuarto; me vi aquí, entre ustedes. Se me dijo que se me daría otro privilegio y se me condujo a una habitación donde se me dijo que conocería a alguien. Al entrar en el cuarto vi, sentado en una plataforma alta, al Ser más glorioso que hubiera podido imaginar, y me llevaron para serle presentado. Al acercarme a Él, sonrió, me llamó por mi nombre y extendió Sus manos hacia mí… Me rodeó con Sus brazos y me besó, me acercó hacia Su pecho y me bendijo hasta que todo mi ser se conmovió. Después caí a Sus pies y vi las marcas de los clavos; y al besárselos, mi ser se hinchó de gozo y sentí que estaba en el cielo. En ese momento, lo que sentí en mi corazón fue: ¡Oh, si pudiera ser digno… para que al final, cuando hubiera terminado, pudiera llegar a Su presencia y captar el sentimiento que capté en ese momento, al estar ante Él; daría todo lo que soy o lo que pueda llegar a ser!” (Melvin R. Ballard, Melvin J. Ballard: Crusader for Righteousness, 1966, pág. 66).
Aquel día, el Espíritu del Señor conmovió los corazones de los fieles miembros de la reunión del sacerdocio de mi barrio. Todos sabíamos que con mayor fe en Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, podríamos alcanzar nuestra meta. Durante ese mismo día, familia tras familia se acercó hasta mi oficina llevando dinero, haciendo sacrificios personales que fueron más allá de lo que yo, el obispo, les habría pedido jamás. A las ocho en punto del domingo, el secretario del barrio había entregado recibos por un poco más de 30.000 dólares.
Verdaderamente, por sacrificios se dieron bendiciones del cielo sobre los miembros del barrio. Nunca he vivido entre personas más unidas, más atentas, más preocupadas unos por otros, que aquellos miembros. En nuestro mayor sacrificio, fuimos unidos en el verdadero espíritu del Evangelio de amor y sacrificio.
Todavía hace falta el sacrificio si es que deseamos desarrollar una fe lo bastante fuerte para obtener la vida eterna. Considero que debemos incrementar nuestra devoción espiritual y nuestro servicio al Señor y a los demás con el fin de demostrarle nuestro amor a Él y a nuestro Padre Celestial.
La Prueba de La Abundancia
Al contemplar la ley de sacrificio en nuestra vida, contemplemos también el entorno en el que vivimos. Las bendiciones que hemos recibido en nuestra época son grandiosas y debemos resguardarnos celosamente de la ingratitud. El Señor dijo: “Y en nada ofende el hombre a Dios, ni contra ninguno está encendida su ira, sino contra aquellos que no confiesan su mano en todas las cosas” (D. y C. 59:21). El espíritu de la ley de sacrificio promueve la gratitud.
Vivimos en una época de gran prosperidad que puede, cuando se escriba la historia, demostrar ser tan devastadora para el alma como lo fueron los efectos de las persecuciones físicas sobre los cuerpos de nuestros antepasados pioneros. El presidente Brigham Young (1801–1877) advirtió: “Hemos soportado la pobreza, la persecución y la opresión. Mucho hemos padecido la pérdida de todas las cosas desde el punto de vista del mundo. Otórguesenos prosperidad y veamos si somos capaces de sobrellevarla y seguir estando dispuestos a servir a Dios. Veamos si estamos tan dispuestos a sacrificar millones como estuvimos dispuestos a sacrificar lo que teníamos cuando estábamos en la pobreza” ( Deseret News Weekly, 26 de octubre de 1870, pág. 443).
Haríamos bien en recordar el ciclo de la prosperidad que se halla en el Libro de Mormón cuando las personas, bendecidas por su rectitud, se hicieron ricas y entonces se olvidaron del Señor. No olvidemos al Señor en nuestro día de prosperidad, sino mantengamos el espíritu de la ley de sacrificio y démosle siempre gracias por lo que tenemos, aunque no sea tanto como lo que tienen algunas otras personas.
Prestemos atención al lenguaje de las Escrituras cuando describen el nivel de sacrificio que el Señor requiere de nosotros: “…ofrecedle vuestras almas enteras como ofrenda [a Dios]” (Omni 1:26, véase también Mosíah 2:24). “…[presentad] vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Romanos 12:1). El Señor mismo ha dicho que debemos observar nuestros “convenios con sacrificio, sí, cualquier sacrificio que yo, el Señor, mandare” (D. y C. 97:8). El sacrificio que el Señor nos pide es que nos despojemos por completo del “hombre natural” (Mosíah 3:19) y de toda impiedad con él asociada. Cuando nos entreguemos por completo al Señor, Él llevará a cabo un cambio poderoso en nosotros, y nos convertiremos en personas nuevas, justificadas, santificadas y nacidas de nuevo con Su imagen en nuestros rostros (véase Mosíah 5:2; Alma 5:14; Moisés 6:59–60).
Como sucede siempre, nuestro Señor y Salvador manifestó el ejemplo supremo de sacrificio. Su misión divina culminó cuando entregó Su vida a cambio de nuestra redención. A través de Su sacrificio personal, nos proporciona una vía para que se nos perdonen nuestros pecados y regresemos a la presencia de nuestro Padre.
En este día me presento como testigo especial del acontecimiento más singular de la historia. Testifico de los efectos trascendentales de la más santa de las ofrendas. En un día futuro, después de esta vida, cuando nuestro razonamiento finito sea incrementado, comprenderemos más plenamente los penetrantes poderes de la Expiación y nos conmoveremos con aún mayor gratitud, admiración, adoración y amor por nuestro Salvador de formas imposibles en nuestro estado actual.
Si algo temo es que el principio del sacrificio esté perdiendo importancia para nosotros, pues se trata de una ley de Dios y tenemos la obligación de comprenderla y practicarla. Si el ser miembro de esta Iglesia se torna algo demasiado fácil, los testimonios se volverán superficiales y las raíces de los mismos no profundizarán en el suelo de la fe, como sí sucedió con nuestros antepasados pioneros. Ruego que Dios nos conceda a cada uno de nosotros un entendimiento de la ley de sacrificio y la convicción de su necesidad hoy día. Es de vital importancia que entendamos esa ley y la vivamos.
Tomado de un discurso pronunciado ante los educadores del Sistema Educativo de la Iglesia en la Universidad Brigham Young el 13 de agosto de 1996.