Clásicos de Liahona
Élder, la gente los amará
El élder LeGrand Richards fue Obispo Presidente y luego miembro del Quórum de los Doce Apóstoles. Es el autor de Una obra maravillosa y un prodigio, y era bien conocido en toda la Iglesia por su amor hacia la obra misional.
Cuando yo era un jovencito, aún antes de que fuese ordenado diácono, concurrí a una de las reuniones de nuestro barrio donde dos misioneros presentaron su informe misional después de regresar de su misión en los estados del sur de los Estados Unidos. Al salir de la reunión, sentía que podría haber ido a cualquier misión del mundo si tan sólo hubiera tenido un llamamiento.
Al regresar a mi hogar, me dirigí a mi dormitorio, donde me arrodillé y le supliqué al Señor que me ayudara a vivir de manera digna a fin de que cuando tuviera la edad suficiente pudiera ir a una misión. Cuando por fin el tren salió de la estación de Salt Lake City y me dirigía a la tierra de Holanda, las últimas palabras que dije a mis seres queridos fueron: “Éste es el día más feliz de mi vida”.
Amor por los Misioneros
Antes de partir a esa misión, el presidente Anton H. Lund (1844–1921), quien en ese entonces era consejero de la Primera Presidencia de la Iglesia, nos habló a los misioneros y dijo: “La gente los amará… Los amarán por lo que habrán de llevarles”. En ese entonces no lo comprendí, pero antes de irme de Holanda, fui a despedirme de los santos y de los conversos a quienes yo había traído a la Iglesia, y derramé más lágrimas que las que había derramado cuando me despedí de mis seres queridos.
En Ámsterdam, por ejemplo, fui a una casa donde había entrado como el primer misionero de la ciudad, y la madre, mirándome con los ojos llenos de lágrimas, me dijo: “Hermano Richards, fue difícil para mí ver a mi hija partir rumbo a Utah hace algunos meses, pero es más difícil aún verle partir a usted ”. Entonces comprendí lo que quiso decir el presidente Lund cuando dijo: “La gente los amará”.
Fui a despedirme de un hermano; él permanecía erguido, vestido con el uniforme de su país; luego se arrodilló, me tomó la mano, la acarició, la besó y la bañó con sus lágrimas. Entonces pensé que ya podía entender lo que había querido decir el presidente Lund.
El Gozo de Servir en una Misión
Mucho es lo que he trabajado con los misioneros. He cumplido cuatro misiones, he presidido dos; he recorrido muchas misiones y me encanta escuchar a esos jóvenes misioneros compartir sus testimonios. Por ejemplo, en nuestra reunión de testimonios, escuché a un joven de Oregón decir que no había en este mundo una compañía que pudiera pagarle un salario lo suficientemente grande como para hacerle abandonar su obra misional.
Recibí una carta de un misionero de Idaho, que escribió lo siguiente:
“No existe obra más maravillosa que la obra misional… Mi vida está consagrada al servicio del Señor y mi corazón se desborda al igual que se desbordan las lágrimas de gozo que ahora fluyen de mis ojos. No hay nada más maravilloso —nada— que sea tan deleitable como lo son el gozo y el éxito de la obra misional”.
Después de todo el servicio misional que he rendido, no desearía criar a un hijo que no fuera a la misión, por su bien y porque pienso que tenemos la deuda con el mundo de compartir las verdades del Evangelio.
Adaptado de un discurso pronunciado en la conferencia general de octubre de 1978.