Mensaje de la Primera Presidencia
La esencia de esta obra
Quisiera compartir con ustedes parte de una carta que llegó a mi oficina hace varios años. Me he tomado la libertad de cambiar los nombres a fin de preservar el anonimato, y también la he abreviado un poco, tomándome la libertad de parafrasear algunas partes. La carta dice así:
“Estimado presidente Hinckley:
“Cuando me encontré con usted en el ascensor del hospital, sentí la necesidad de escribirle y contarle algunas de las cosas que me han sucedido.
“Cuando tenía dieciséis o diecisiete años de edad, carecía de interés alguno en la Iglesia y no quería tener nada que ver con ella. Pero tenía un obispo que se interesaba en mí y que en una ocasión fue a verme y me pidió que le ayudara a armar una escenografía para una presentación de un teatro ambulante; por supuesto, le dije que no.
“Pues bien, después de unos diez días, el obispo fue a verme de nuevo para pedirme que hiciera la escenografía, y una vez más le dije que no. Entonces me explicó que se lo había pedido a otras personas pero que ellos le habían dicho que no sabían cómo hacerlo. Me dijo que me necesitaba y por fin accedí, así que me puse a armar la escenografía.
“Cuando terminé mi trabajo, le dije: ‘Ahí tiene usted la escenografía’, llegando a la conclusión de que ya había hecho mi parte. Mas el obispo insistió en que me necesitarían en el escenario para armarla, para asegurarme de que todo estuviera en orden y para ocuparme de que la movieran con sumo cuidado a medida que la presentación del teatro ambulante se trasladaba de un barrio a otro. Así que volví a ceder.
“Ese obispo me mantuvo ocupado por algún tiempo, y de pronto me encontré participando plenamente en todo y disfrutando de ello. Luego, él se mudó de nuestro barrio y fue llamado un nuevo obispo, el cual se aseguró de no perderme de vista.
“El obispo Smith me había pedido servir en una misión, pero yo no estaba muy decidido en cuanto a ello. Cuando el obispo Sorensen fue llamado, volvió a hacerme la propuesta y, finalmente, decidí que saldría como misionero.
“El obispo Sorensen me acompañó a hablar con mis padres en cuanto a mi decisión. Ellos le dijeron que no podrían pagar los gastos de una misión y mi padre comentó que si yo estaba realmente interesado en ir en una misión, debía trabajar y ahorrar dinero, y así costeármela yo mismo.
“Solía padecer una afección a la vista, como usted lo sabe, y cuando tenía que ir a algún lado, alguien me tenía que llevar. Cuando cumplí los dieciséis años, ninguna otra cosa me interesaba más que poder conducir un automóvil, por lo que mi padre me llevó a varios especialistas, aunque los resultados siempre fueron los mismos: mi capacidad de visión en el ojo derecho era de 20º800 y en el ojo izquierdo de 20º50, además de lo cual padecía de astigmatismo. Así que el ahorrar suficiente dinero para ir a una misión no fue tarea fácil. Trabajé en el taller gráfico de una tienda durante seis u ocho meses para poder ahorrarlo. El obispo pensó entonces que era ya tiempo de que saliera a la misión y volvimos a hablar con mis padres. Contaba con la suma de mil dólares, y él le dijo a mi padre que el quórum de élderes me ayudaría con el resto. Papá, estando sentado allí, le respondió que si alguien habría de mantenerme, sería él. Llené todos los papeles y recibí mi llamamiento.
“Fui a Japón, en donde me enamoré de su gente y viví grandes experiencias misionales. Mis compañeros y yo bautizamos a varias personas en la Iglesia. Tras mi regreso, volví a trabajar en el taller gráfico. Cada vez que salía a almorzar, veía pasar por la calle a una joven que, evidentemente, trabajaba en las proximidades. Sabía que la había visto antes en algún lado, pero no podía determinar dónde.
“Al poco tiempo, uno de mis compañeros regresó de la misión y después de un tiempo comenzamos a pasar mucho tiempo juntos en una variedad de actividades. Claro está que él siempre manejaba cuando íbamos en auto, debido a mi afección de la vista. Una noche me llamó para sugerirme que invitáramos a dos chicas a salir con nosotros, así que me puse en marcha para buscar a alguien a quien invitar. De modo que fuimos a una fiesta, y para mi sorpresa, la muchacha que iba con él era la hermana Marilyn Jones, que también había sido misionera en Japón, y a quien recordé haber conocido brevemente allá en una ocasión; se trataba de la joven que yo había visto pasar por la calle durante varios meses y que no había podido reconocer.
“Después de la fiesta, fui con mi familia a California por dos semanas, y cuando regresamos, me enteré de que mi amigo de la misión había estado saliendo con la joven a quien yo había llevado a la fiesta. Para enseñarle una lección, llamé a Marilyn y la invité a salir conmigo. Usted comprenderá que no es fácil hacer eso cuando uno no puede conducir un auto, así que condujo mi hermana menor, e invitamos a otros ocho jóvenes para asistir con nosotros a una actividad deportiva. Eso de por sí hubiera sido suficiente para desanimar a cualquier señorita respecto a la idea de salir conmigo otra vez, pero ella volvió a aceptar cuando la invité a ir con mi familia a las montañas a recoger bayas.
“Por fin pudimos salir solos; mi padre tuvo que llevarme en el auto a recogerla; volvimos a casa para dejar a mi padre y después salimos los dos solos, conduciendo ella; luego pasamos otra vez por mi casa y recogimos a mi padre, quien nos llevó hasta la casa de ella y luego regresamos a la nuestra. La siguiente ocasión que salimos juntos le propuse matrimonio y me respondió que no. Volví a salir con ella algunas otras veces y en dos de ellas le pedí otra vez que se casara conmigo, y por fin me dijo que tal vez. Pensé que ése era un gran adelanto y persistí. Seis meses después de haber comenzado a salir juntos, contrajimos matrimonio en el Templo de Salt Lake.
“Presidente Hinckley, en aquel momento sentía que amaba a esa joven; pero después de diecisiete años, me doy cuenta de que la amo más de lo que jamás pude imaginar. En la actualidad somos padres de cinco hermosos hijos.
“He tenido varios cargos en la Iglesia: director del coro, todas las posiciones dentro del quórum de élderes, ayudante del secretario del barrio, secretario ejecutivo y actualmente soy consejero del obispado.
“Todavía trabajo en el taller gráfico de la tienda. Hace trece años compramos una pequeña casa, pero a medida que nuestra familia crecía, la casa se fue haciendo cada vez más pequeña. Tuve que hacer algo al respecto, así que la amplié casi al doble de su tamaño original. Comencé la obra hace poco más de tres años y desde entonces he estado trabajando en la ampliación. Creo que va a quedar muy bien.
“Y ahora la novedad más extraordinaria de todas. Hace dos años, en junio, tuve una consulta con otro oculista que me examinó la vista y me preguntó qué restricciones tenía en mi licencia de conductor. Le respondí que no tenía licencia y me dijo que no creía que mi grado de visión fuera un obstáculo para sacarla.
“Casi me caigo de espaldas y mi esposa preguntó: ‘¿Eso quiere decir que él puede conseguir una licencia?’. El doctor respondió que no había ninguna razón para no hacerlo. Al día siguiente mi esposa me inscribió en un curso de manejo, y tras completarlo, me presenté a la prueba y allí me hicieron un examen de visión. El doctor había escrito una nota en la que explicaba mi problema e indicaba que tal vez no debería manejar por la noche. El examinador me puso a cierta distancia de una planilla que tenía letras de diferentes tamaños y pude leerlas sin dificultad. Después fue a hablar con su supervisor; regresó para indicarme que me otorgaba la licencia imponiendo una sola restricción insignificante.
“Presidente Hinckley, el Señor me ha bendecido más de lo que yo pueda merecer. La gente comenta cuán afortunado soy por haberme mejorado de mi condición, pero yo sé que eso es obra del Señor. Así lo siento porque he procurado servirle y siempre hago todo lo que está a mi alcance por edificar Su reino aquí en la tierra. Estoy seguro de que muchas veces Él se desilusiona conmigo y creo que tiene motivos. Pero trataré de dar lo mejor de mí y de ser digno de Sus bendiciones, que tanto yo como mi familia recibimos”.
Ese joven termina su carta dando las gracias y su testimonio; luego la firma. He compartido esa carta un tanto extensa porque considero que expresa de manera sencilla, y al mismo tiempo de forma elocuente, la verdadera esencia de esta obra.
Nuestra Responsabilidad
Debido a la sagrada y grandiosa confianza que se ha depositado en nosotros como miembros de la Iglesia de Jesucristo, nuestra labor es de redención, de edificar y salvar a los que necesitan ayuda. La tarea que tenemos es la de elevar las aspiraciones de nuestros miembros que no comprenden el gran potencial que poseen. Tenemos la responsabilidad de edificar la autosuficiencia, de fomentar y cultivar hogares felices donde el padre y la madre se amen y se respeten mutuamente, y donde los hijos puedan crecer en un ambiente de paz, amor y aprecio.
Si recuerdan lo que acabo de compartir con ustedes, ese hombre, cuando era un muchacho de dieciséis o diecisiete años, no tenía ninguna meta en la vida y estaba peligrosamente a la deriva, al igual que muchos jóvenes de esa edad; transitaba por el espacioso camino que lleva a la perdición. Advirtiendo el curso que llevaba, el obispo, un hombre devoto y dedicado, reconoció la capacidad creativa de ese hombre y encontró la forma de instarlo a que utilizara su talento al servicio de la Iglesia. Ese obispo era lo suficientemente sabio para saber que la mayoría de los jóvenes aceptan un cometido de esa naturaleza cuando saben que se les necesita. No había ninguna otra persona en el barrio que fuera igualmente capaz de armar la clase de escenografía que el obispo deseaba. Sin embargo, ese joven menos activo sí lo era, y el obispo lo elogió y le instó con la petición de que se necesitaba su servicio.
He aquí una gran clave para la reactivación de muchos que se han quedado a la mitad del camino. Todos tienen algún talento que puede ser empleado, y los líderes tienen la responsabilidad de encontrar la necesidad que corresponda a cada talento, y luego extender el desafío. El joven de esa carta, a quien llamaré Jack, reaccionó favorablemente, y no tardó en encaminar sus pasos en dirección a la Iglesia, en vez de ir en sentido contrario.
Luego se enfrentó con la responsabilidad de ir a una misión. Jack, que para ese entonces ya estaba acostumbrado a responder que sí en vez de que no, respondió de forma afirmativa. El padre no estaba completamente convertido y afirmó que su hijo tendría que ganar sus propios fondos. Eso no era algo demasiado terrible. Había algo positivo en que él tuviese que desarrollar la autosuficiencia. Consiguió trabajo, obtuvo gran parte de lo que necesitaría, ahorró su dinero y cuando tuvo la suma de mil dólares, el obispo, nuevamente bajo inspiración, sintió que había llegado el momento en que el joven debería salir en una misión. Los hermanos del quórum de élderes de Jack le ayudarían, lo cual es apropiado. Pero el padre, con un renovado sentido de orgullo y de responsabilidad para con su hijo, estuvo a la altura de las circunstancias, como suele ocurrir con los hombres cuando se les insta debidamente.
La Esencia del Evangelio
Conocí a Jack en Japón cuando él servía como misionero en ese país. Lo entrevisté en dos o tres ocasiones. Eso fue antes de que tuviésemos los Centros de Capacitación Misional. Los jóvenes y las jovencitas iban en ese entonces sin recibir ninguna capacitación en idiomas y simplemente se dedicaban de lleno a trabajar en la obra tan pronto como llegaban. Me maravilló el hecho de que ese joven, con serias deficiencias en la vista, fuese capaz de aprender el difícil idioma y hablarlo con convicción. Tras todo ello había gran esfuerzo y un gran sentido de devoción y, sobre todo, cierta humildad y confianza en el Señor, con súplicas fervientes para recibir ayuda.
Les puedo asegurar, pues fui testigo de ello, que en este caso, como en muchos otros, se trató de un verdadero milagro.
Fue también en Japón donde primeramente conocí y entrevisté en varias ocasiones a la joven con la que más tarde se casó. Ella poseía un hermoso espíritu, una fe profunda y un conmovedor sentido del deber. La relación que mantuvieron durante la misión no fue más que el verse en una ocasión, pues trabajaron en zonas que estaban sumamente distantes entre sí. Pero, por las experiencias que ambos tuvieron, contaban con un rasgo común: un nuevo idioma en el que cada uno había aprendido a compartir su testimonio con los demás mientras desempeñaban su labor desinteresadamente en la gran causa de servir a los hijos de nuestro Padre.
Como él indicó en su carta, su boda se llevó a cabo en el Templo de Salt Lake. Ambos sabían que solamente en la casa del Señor, bajo la autoridad del santo sacerdocio, podían ser unidos en matrimonio, por esta vida y la eternidad, bajo un convenio que la muerte no podría romper, ni el tiempo podría destruir. Ambos aspiraban lo mejor y no se conformarían con ninguna otra cosa. Merecen que se les elogie porque se han mantenido fieles a los sagrados convenios que hicieron en la casa del Señor.
Su matrimonio se ha visto engalanado con cinco hermosos hijos; constituyen una familia en la que reinan el amor, el aprecio y el respeto mutuos. Han vivido en un espíritu de autosuficiencia. Un hogar pequeño que se ha ampliado es un hogar en el que el padre, la madre y los hijos se reúnen, se aconsejan y aprenden el uno del otro; es un hogar en donde se leen las Escrituras; es un hogar en donde se hacen oraciones, tanto familiares como personales; es un hogar en el cual se enseña y se da el ejemplo del servicio; es un hogar simple; no es una familia ostentosa. No hay muchos bienes materiales, mas existe mucha paz, bondad y amor. Los hijos que allí nacieron se criaron en la “disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). El padre es fiel en su servicio a la Iglesia. Durante todos esos años, siempre ha aceptado todos los llamamientos que se le han hecho; lo mismo sucede con la madre. Se trata de buenos ciudadanos de la comunidad y del país; están en paz con sus vecinos, aman al Señor, aman la vida y se aman mutuamente.
Han presenciado el milagro de la mejoría de la vista del padre. El mérito se atribuye a un Dios misericordioso y bondadoso. Esto, también, emana de la esencia del Evangelio, el poder de Dios para sanar y restaurar, al cual le siguen el reconocimiento y la gratitud.
Necesidad de un Incremento en la Retención
¿No es ésa acaso la esencia misma de esta obra? El Salvador dijo: “…yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Aun cuando carecen de la abundancia de las cosas del mundo, éstos, mis amigos, viven abundantemente. Personas como ellos constituyen la fortaleza de la Iglesia. En su corazón se anida una tranquila y firme convicción de que Dios vive y de que somos responsables ante Él; de que Jesús es el Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida (véase Juan 14:6); de que esta obra es Su obra; que es verdadera; y que la felicidad, la paz y la sanidad se reciben al andar en obediencia a los mandamientos de Dios (véase D. y C. 89:18), tal como se establece en las enseñanzas de la Iglesia.
No sé si los dos hombres que sirvieron como obispos de Jack sepan lo que ha sido de él. Si saben qué ha hecho de su vida, deben sentir una dulce satisfacción en el corazón. Hay miles de obispos como ellos, que sirven día y noche en esta gran obra de activación. Y hay decenas de millares de personas como Jack en esta Iglesia cuyo corazón es conmovido y a quienes se les ha traído nuevamente a la actividad mediante el interés genuino, la callada expresión de amor y el desafío de servir de parte de obispos y de otras personas. Pero hay muchos, muchos más que necesitan atención similar.
Nuestra obra es una gran obra de redención. Todos debemos hacer más, puesto que las consecuencias pueden ser extraordinarias y sempiternas. Ésta es la obra de nuestro Padre y Él ha depositado en nosotros el divino mandato de buscar y fortalecer a aquellos que estén necesitados y que sean débiles. Al hacerlo, los hogares de nuestros miembros se verán colmados de mayor amor; la nación, sea cual fuere, será fortalecida por causa de la virtud de esas personas; y la Iglesia y el reino de Dios avanzarán en majestuosidad y poder en su misión divinamente señalada.
Ideas para los Maestros Orientadores
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Nuestra labor es de redención, de edificar y salvar a los que necesitan ayuda. La tarea que tenemos es la de elevar las aspiraciones de nuestros miembros que no comprenden el gran potencial que poseen.
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Hay decenas de millares de personas en esta Iglesia cuyo corazón es conmovido y a quienes se les ha traído nuevamente a la actividad mediante el interés genuino, la callada expresión de amor y el desafío de servir.
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Todos debemos hacer más por los que necesitan nuestra atención.