Sed
Una historia real
El verano de 1870 fue una buena época para vivir en el valle del Gran Lago Salado y para tener dieciséis años. El asentamiento inicial de los pioneros se estaba convirtiendo en una ciudad bulliciosa y había trabajo para todo el que quisiera uno y pudiera realizarlo.
Y así precisamente era el joven Robert Hemphill Gillespie. Bob se había ganado la reputación de ser bueno con los caballos y el ganado, y de ser un gran trabajador.
Bob ya tenía un buen caballo y todos los arreos necesarios, un gran logro para un joven, en especial para alguien que había estado solo y era huérfano desde los nueve años. Había demostrado ser responsable y digno de confianza, y a la gente le gustaba disponer de sus servicios.
Un buen día de junio, Bob aceptó un trabajo en el que tenía que cruzar 160 kilómetros del desierto del Gran Lago Salado. Hoy día la gente puede cruzar ese desierto en auto en menos de dos horas, pero en aquel entonces, hace más de 130 años, requería de muchas horas a caballo. Sus amigos le dijeron que se asegurara de llevar agua, así que llenó una cantimplora y se puso en marcha.
Bob no había cruzado un desierto con anterioridad y no se percató del peligro de necesitar agua y de no tener dónde conseguirla. Se bebió toda el agua antes de llegar ni siquiera a la mitad de su jornada. Cuando tanto él como su caballo comenzaron a padecer, Bob calculó que aún le quedaban 98 kilómetros por delante.
Pensó: “¡Ah, si tan sólo hubiera guardado un poco de agua! ¡Estaba caliente, pero quitaba la sed! ¡Si no hubiera colgado la cantimplora del hombro donde estaba tan a mano! ¡Ahora podría quedarme un poco!”.
¡Pensó en todos los tragos que había tomado cuando no tenía tanta necesidad como ahora! Desesperado, puso una vez más la cantimplora boca abajo sobre su boca. ¡El agua se había esfumado toda! El temor hizo que arreara más a su caballo por un rato; entonces se fijó en que el caballo estaba sudando, por lo que aminoró la marcha.
Al poco rato, Bob tenía la lengua tan hinchada que no podía cerrar la boca. El caballo también estaba sufriendo. “¡Necesitamos agua!”, se dijo Bob.
Justo entonces vio una pequeña cabaña a poca distancia del camino. ¡Una cabaña quería decir que habría agua! Se dirigió de inmediato hacia allí, pero cuando llegó a la cabaña, descubrió que estaba vacía. Cerca de allí había un gran hoyo en la tierra y parecía que había agua en el fondo. Bob se metió en el hoyo. ¡Había agua! ¡Pero también había pájaros muertos, un conejo muerto y gusanos! El agua estaba en mal estado. Con gran tristeza, Bob ascendió, se subió al caballo y volvió al camino.
Entonces recordó que su madre le enseñó a orar cuando era pequeño. Hacía mucho tiempo que no oraba, pero decidió intentarlo. Para encontrar un lugar apropiado, se salió nuevamente del camino; encontró un paraje espacioso y bajo, desmontó, se arrodilló y empezó a orar suplicando encontrar agua: “Por favor, Señor, envíame un trago para mí y para mi caballo. ¡Mi buen caballo! Por favor, Señor”.
Bob pensó en la posibilidad de lluvia. “Dios, ¿puedes enviar lluvia, por favor?”, oró. “Perdóname, Señor, pero precisamos beber. Por favor, haz que llueva. Gracias, Señor. Amén”.
Después de la oración, Bob se sintió un poco mejor. Montó en su caballo y siguió su camino, sumido en los pensamientos del calor y la sed por la que él y su caballo estaban pasando.
Al recordar que había pedido lluvia, Bob empezó a mirar el cielo en busca de nubes, pero todo lo que pudo ver fue una nube pequeñita, lejos, hacia el sudoeste. La examinó, meditabundo y pensativo. Al rato se percató de un vientecillo que se dirigía hacia él procedente de la pequeña nube. ¿Pudiera ser que esté cambiando de dirección? Hasta parecía un poco más grande. “Sí, Señor”, dijo en voz alta, “oré pidiendo lluvia”.
Dentro de poco, le cayó una gota en la mano. Otra fue a parar a la silla y otra al caballo, y luego a la mano otra vez. ¡De repente cayó un gran chaparrón de aquella nubecita! En cuestión de minutos el agua se precipitaba camino abajo hacia una pequeña quebrada al lado de la senda, llegando casi hasta las rodillas del caballo. El animal agachó la cabeza y bebió. Bob desmontó, se echó boca abajo y agradecido bebió hasta saciarse del agua embarrada. A continuación llenó la cantimplora y luego de haberse refrescado, él y su caballo prosiguieron el camino.
Tras cabalgar unos metros, Bob se fijó en que tanto el camino como el terreno a su alrededor volvían a estar calientes, secos y polvorientos. Entonces se dio cuenta de lo ocurrido. Detuvo su caballo, desmontó y volvió a arrodillarse en el polvo. Una vez más oró con gratitud en el corazón: “Te doy gracias, Señor, por hacer que lloviera desde una nube pequeña en el desierto para que mi caballo y yo pudiéramos beber”.
Desde ese entonces hasta el día de su muerte, a los 86 años, Bob relató su experiencia muchas veces a sus hijos y nietos, quienes jamás se cansaron de escucharla, y éstos la han transmitido a sus hijos y nietos.
El momento más emocionante cada vez que Bob contaba el relato era cuando compartía su testimonio: “¡Hijos, no dejen que nadie les convenza jamás de que el Señor no puede responder a su oración, pues yo sé que sí puede!”.