2002
Abrir las ventanas de los cielos
septiembre de 2002


Ven y Escucha la Voz de un Profeta

Abrir las ventanas de los cielos

El diezmo es un principio de sacrificio y la llave para abrir las ventanas de los cielos.

De pequeño aprendí una gran lección de fe y de sacrificio cuando trabajaba en la granja de mi abuelo durante la terrible depresión económica de la década de 1930: había vencido el plazo para pagar los impuestos de la granja, y el abuelo, al igual que muchas personas más, no tenía dinero; además, había sequía en la tierra y algunas vacas y caballos morían por falta de pasto y heno.

Un día en que cosechábamos el poco heno que había en el campo, el abuelo nos dijo que arrimáramos la carreta hasta la esquina del campo que tenía el mejor heno, que la llenáramos hasta el tope y que la lleváramos a la oficina de diezmos a fin de pagar su diezmo en especie.

Yo me pregunté cómo podía el abuelo usar el heno para pagar el diezmo cuando algunas de las vacas de las que dependíamos para nuestro sustento quizás murieran de hambre; incluso me pregunté si el Señor esperaba de él tanto sacrificio; pero, con el tiempo, llegué a maravillarme de su gran fe en que el Señor de alguna manera proveería. El legado de fe que dejó a su posteridad fue más grande que el dinero, porque estableció en la mente de sus hijos y de sus nietos que más que nada amaba al Señor y Su santa obra por encima de las cosas terrenales: nunca llegó a ser rico, pero murió en paz con el Señor y consigo mismo.

La ley del diezmo es sencilla: Pagamos anualmente una décima parte de nuestro interés personal, o sea, de nuestros ingresos. Este principio es fundamental para la felicidad y el bienestar personal de los miembros de la Iglesia de todo el mundo, tanto ricos como pobres. El diezmo es un principio de sacrificio y la llave para abrir las ventanas de los cielos.

La máxima ofrenda fue la del Salvador cuando dio Su vida, y ello hace que todos nos preguntemos: “¿Cuántas gotas de sangre derramó por mí?”. Yo testifico que Jesús es el Cristo, el que cura nuestra alma, el Salvador y Redentor del género humano.

Adaptado de un discurso pronunciado en la Conferencia General de octubre de 1998.