Entre Amigos
Élder Athos M. Amorim de los Setenta
Permítanme contarles cómo recibí mi peculiar primer nombre. Mis padres querían que sus hijos estuvieran unidos, así que nos pusieron los nombres de los tres personajes principales del famoso libro Los tres mosqueteros. Es un libro de aventuras de tres amigos cuyo lema era “Uno para todos y todos para uno”. Mi hermano mayor se llama Aramis y el pequeño, Dartañán, mientras que yo soy Athos. Cada uno de nosotros es muy diferente de los demás, pero siempre hemos estado muy unidos.
Cuando tenía diez años, mi hermano mayor padeció un serio problema de salud. La sangre de las manos no le circulaba de forma apropiada y le dolían terriblemente. En aquel entonces mi familia vivía en una pequeña ciudad en la frontera entre Brasil y Argentina. La atención médica no era muy buena, por lo que mi madre y mi hermano tuvieron que viajar a la gran ciudad de Río de Janeiro, Brasil, para ver a un médico. Puesto que mi padre trabajaba de día, mi hermanito menor tenía que quedarse con otra familia, así que iba a visitarle todos los días y oraba a diario por mi hermano mayor.
Los médicos le dijeron a mi madre que tenían que amputarle (cortarle) las manos a mi hermano, a lo cual mi madre se negó. “No, sé que el Señor cuidará de mi hijo”, respondió. Una noche, después de que habían regresado mi madre y mi hermano, él tenía mucho dolor. Yo compartía la habitación con él y recuerdo que lo veía llorar porque las manos le dolían tanto. Mientras lloraba, mi madre se arrodilló a su lado y oró. A la mañana siguiente, lo vi durmiendo apaciblemente. Mi madre también estaba dormida, todavía de rodillas al lado de su cama. No éramos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pero mamá tenía gran fe. Con el tiempo, las manos de mi hermano mejoraron; perdió parte de algunos dedos, pero no tuvieron que cortarle las manos.
Mamá tenía mucho valor y nos enseñó a ser de buen ánimo. Le dijo a mi hermano que aunque había perdido parte de los dedos, aún le quedaba el resto, así que mi hermano no se desanimó. Su primer empleo fue de mecanógrafo y hoy día es abogado.
Es muy importante que sean unidos con sus hermanos, hermanas y padres.
Además, al pertenecer a la Iglesia, son miembros de una gran familia y debemos estar unidos. Recuerden el lema de los tres mosqueteros: “Uno para todos y todos para uno”.
También es muy importante que obedezcan a sus padres. Tuve una experiencia que me enseñó la importancia de la obediencia. Me encantan los caballos y me gusta enseñarles a saltar. De joven me invitaron a competir en los Juegos Panamericanos, una especie de Olimpíadas de los países de Norteamérica, América Central y Sudamérica. Trabajé fuerte durante dos años entrenándome para esa competición, y un día, poco antes de los juegos, desobedecí a mi entrenador. Acababa de terminar mi sesión de entrenamiento y él me había dicho que ya era suficiente, pero yo decidí realizar unos pocos saltos más. Al hacerlo, el caballo y yo caímos y resulté gravemente herido. Después de todo mi trabajo, no pude tomar parte en la competición. Debemos aprender a obedecer a nuestros entrenadores: nuestros padres, nuestros líderes y nuestros maestros. Ellos saben cómo ayudarnos a evitar los peligros y los problemas.
El trabajar con caballos me enseñó también a ser paciente y a nunca darme por vencido. El progreso viene poco a poco. Una vez tuve un potro llamado Planchet. Alguien dijo: “Ese caballo es débil; nunca valdrá para nada”. Pero alguien más me dijo que si era paciente y ejercitaba los músculos de mi potro, algún día llegaría a ser un buen caballo. Alimenté a Planchet, cuidé de él y lo amé. Durante todo un año caminé con él para fortalecer sus músculos; trabajé y trabajé con él, y aquel potro débil ganó el campeonato brasileño en una competición de tres días.
Puede que por ahora piensen que son débiles, pero jamás se den por vencidos. Un día serán fuertes; pero deben ser pacientes al hacer las cosas sencillas. Oren al Señor, estudien las Escrituras un poco cada día; amen y obedezcan a sus padres; amen y sirvan a su familia y a sus amigos.
Uno de los días más importantes de mi vida fue el de mi bautismo. Tenía cuarenta años. Los misioneros habían llamado a la puerta de mi hogar en Brasil, y siempre que leo en el Libro de Mormón sobre los hijos de Mosíah, que eran misioneros sumamente poderosos, pienso en los élderes Hansen y Furness. Ellos iban bien arreglados, así que resultó fácil invitarlos a nuestro hogar; eran educados y amables; tenían sonrisas hermosas y un buen espíritu. Amo a esos misioneros que me enseñaron a conocer al Señor. Después de mi bautismo, pusieron las manos sobre mi cabeza para confirmarme. Lloré mucho porque jamás había tenido un sentimiento tan maravilloso, y desde entonces he tenido ese maravilloso sentimiento.
Uno de los momentos más importantes de mi vida fue cuando mi esposa y yo servimos en el Templo de São Paulo, Brasil. Podíamos sentir la presencia del Señor en Su casa. Siempre que veía el sellamiento de familias, pensaba en lo mucho que el Señor ama a Sus hijos.