“Los amó hasta el fin”
Me gustaría dar las gracias a los fieles miembros de la Iglesia por su voto de sostenimiento. No es nada fácil “sostener” a otra persona. Esa palabra quiere decir “apoyar” o, si se prefiere, “dar aliento”. Cuando sostenemos la vida, la nutrimos, la prolongamos. Cuando apoyamos a un amigo, a un vecino o a un extraño en la calle, le brindamos nuestro sostén, le damos nuestra fortaleza y le prestamos ayuda; nos alentamos el uno al otro bajo el peso de las circunstancias presentes; llevamos las cargas los unos de los otros bajo las abrumantes tensiones personales de la vida.
Jesús Proporciona el Sostén
Al igual que en todo lo demás, el Señor Jesucristo es nuestro ejemplo e ideal en lo que se refiere a este sumamente importante asunto de brindar apoyo. Él es el brazo supremo de fortaleza y Suya es la perseverancia que sobrelleva todas las cosas. En ningún momento demostró con más claridad esa devoción inquebrantable que durante aquellos momentos finales de Su etapa mortal, aquellas horas en las que es muy posible que haya deseado tener el apoyo de los demás.
Al prepararse la sagrada cena de aquella última Pascua, Jesús se encontraba bajo gran tensión emocional. Sólo Él sabía lo que le esperaba y, aún así, es posible que no haya comprendido el grado de dolor que debía padecer antes de que pudiera decir: “El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello” (D. y C. 122:8).
Durante la cena, y en medio de esos pensamientos, Cristo se levantó lentamente, se ciñó el manto como lo habría hecho un esclavo o un siervo, se puso de rodillas para lavar los pies de los Apóstoles (véase Juan 13:3–17). Ese pequeño grupo de creyentes en ese nuevo reino iba muy pronto a enfrentarse a una de las pruebas más difíciles, de modo que Él hizo a un lado Su creciente angustia para servir y fortalecer, una vez más, a Sus discípulos. No importaba que ninguno de ellos le hubiera lavado los pies. Con la mayor humildad, Él continuaría enseñándoles y limpiándoles. Hasta el último momento, y aún después, seguiría siendo un siervo sostenedor. Juan, que estuvo allí y lo presenció todo, escribió: “…como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13: 1).
Así fue, y así había de ser, durante toda la noche, a través del dolor y para siempre. Él siempre habría de ser la fortaleza de ellos, y ni siquiera la angustia de Su propia alma le alejaría de ese papel sostenedor.
En el silencio de la noche, bajo la luz de la luna del Cercano Oriente, habría de recaer sobre Sus agobiados hombros todo intenso dolor, toda profunda pena, todo gran error y dolor humano por el que hubiese pasado todo hombre, mujer y niño de la familia humana. Pero en aquel momento, cuando alguien pudo habérselo dicho, Él en cambio nos dice: “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).
“…vosotros lloraréis”, dijo; estaréis tristes, solos, atemorizados y a veces sufriréis persecución, “…pero… vuestra tristeza se convertirá en gozo… confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:20, 33).
¿Cómo puede Él hablar así?, ¿de gozo y confianza? ¿En una noche como aquélla? ¿Con todo el dolor que sabía le esperaba? Pero ésas son las bendiciones que Él siempre dio y ésa es la forma en que siempre habló, aun hasta el momento final.
Jesús Perseveró y Triunfó
No sabemos hasta qué grado Sus discípulos llegaron a comprender los sucesos que estaban por acontecer, pero sí sabemos que Cristo hizo frente a esos últimos momentos totalmente solo. Durante uno de esos comentarios sencillos y sinceros que Él hizo a Sus hermanos, dijo: “…Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38). Y entonces se alejó para hacer lo que sólo Él podía hacer. La Luz del Mundo se alejó de la compañía humana y fue al Getsemaní a luchar, solo, con el príncipe de las tinieblas. Avanzando, arrodillándose, postrándose sobre Su rostro, exclamó con una angustia que ni ustedes ni yo jamás conoceremos: “…Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39). Pero Él sabía, para nuestro propio bien, que no podía pasar y que debía beber la amarga copa hasta el final.
Sus discípulos, como era de suponer, estaban cansados y pronto se durmieron. ¿Y el sueño de Cristo? ¿Y su fatiga? ¿Qué descanso o sueño profundo le fortalecería a través de tan dolorosa experiencia? Eso no parece preocuparle por ahora, como tampoco después. Él perseverará; Él triunfará; no titubeará ni nos fallará.
Aun durante la Crucifixión reinaría con la benevolencia y el aire de un Rey. De los que desgarraron Su carne y derramaron Su sangre, dijo: “…Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Y al ladrón arrepentido que estaba a Su lado, tiernamente le promete el paraíso. A Su amada madre, a quien no puede hacer un demostración de cariño con Sus manos, simplemente la mira y le dice: “…Mujer, he ahí tu hijo”. Entonces, encomendándole a Juan el cuidado de ella, declara: “…He ahí tu madre” (Juan 19:26–27). Hasta el último momento se preocupó por los demás, en especial por ella.
Ya que al final Él debe pisar solo el lagar de la redención, ¿puede soportar el momento más terrible de todos, el impacto del dolor más grande, el cual no proviene de las espinas ni de los clavos, sino del terror de sentirse totalmente solo?: “…Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?… Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34). ¿Puede Él llevar sobre Sí todos nuestros pecados y también nuestro temor y soledad? Así lo hizo, así lo hace y así lo hará.
No tenemos idea de cómo se puede tolerar un dolor de esa magnitud, pero no es de extrañar que el sol haya escondido su faz avergonzado; no es de extrañar que el velo del templo se haya rasgado; no es de extrañar que la tierra misma haya temblado ante el tormento de este Hijo perfecto. Y por lo menos un centurión romano, que lo presenció todo, sintió lo que todo aquello significaba. Con asombro, pronunció la declaración para toda la eternidad: “…Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54).
El Amor Puro de Cristo Nunca Deja de Ser
En la vida todos tenemos temores y fracasos. A veces las cosas no suceden como lo deseamos y, tanto en nuestra vida privada como pública, nos sentimos aparentemente abandonados, sin fuerzas para seguir adelante. A veces la gente nos falla, o la situación económica y otras circunstancias marchan mal y la vida, con sus pesares y problemas, puede hacernos sentir muy solos.
Sin embargo, cuando pasamos por esos momentos, yo les testifico que hay algo que nunca, nunca nos fallará. Hay algo que perdurará a través de todo el tiempo, toda la tribulación, todo problema y toda transgresión; algo que nunca deja de ser: el amor puro de Cristo.
Moroni clama al Salvador del mundo: “…recuerdo que tú has dicho que has amado al mundo, aun al grado de dar tu vida por el mundo… Y ahora sé”, escribió, “que este amor que has tenido por los hijos de los hombres es la caridad” (Éter 12:33–34).
Después de ver morir a una dispensación y a una civilización entera destruirse a sí misma, Moroni cita a su padre, dirigiéndose a cualquiera que desee oírle en los últimos días: “…si no tenéis caridad, no sois nada” (Moroni 7:46). Sólo el amor puro de Cristo puede salvarnos. El amor de Cristo es sufrido y benigno; el amor de Cristo no se envanece ni se irrita fácilmente. Sólo Su amor le permite a Él, y a nosotros, sufrir todas las cosas, creer todas las cosas y soportar todas las cosas (véase Moroni 7:45).
¡Qué gran amor mostró Jesús!
Le debo mucha gratitud.
En Su ofrenda me incluyó;
tengo lugar en Su corazón.
(“El Padre tanto nos amó”, Himnos, Nº 112)
Testifico que habiendo amado a todos los que estamos en el mundo, Cristo nos ama hasta el fin. Su amor puro nunca deja de ser; ni ahora, ni nunca.
Adaptado de un discurso pronunciado en la Conferencia General de octubre de 1989.