2003
Palabras de Jesús: Muerte y Resurrección
abril de 2003


Palabras de Jesús: Muerte y Resurrección

“Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25).

Hace casi 2.000 años, en una pequeña aldea ubicada en las afueras de Jerusalén, dos hermanas vieron enfermar y morir a su hermano. Marta y María amaban de todo corazón a su hermano, Lázaro, por lo que su angustia era muy grande, y aunque sus amigos y vecinos intentaron consolarlas, no lo lograron. Tan grande era su pesar que, al verlas, Jesús se llenó de compasión y lloró (véase Juan 11:30–35). Tal vez nos podamos imaginar cómo se sintió Marta cuando el Salvador le dijo las consoladoras palabras: “…Tu hermano resucitará” (Juan 11:23). La respuesta de Marta ante las palabras de Cristo reflejaba cierto entendimiento del plan de salvación: “…Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero” (Juan 11:24). A su vez, la respuesta del Señor a Marta fue muy consoladora: “…Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25–26).

Entonces Marta dio solemne testimonio de Él: “…yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:27).

La fe de Marta se vio pronto recompensada cuando ella y María fueron consoladas por el poder de Dios manifestado al levantar a su hermano de los muertos.

Pesar y dicha

En muchas ocasiones durante Su ministerio terrenal, nuestro Salvador aprovechó para enseñar sobre la muerte y la resurrección, en especial la Suya propia. Sus palabras pueden ayudarnos, así como ayudaron a Marta, a sobrellevar el pesar de la muerte de un ser querido ya que el entender que se enseña y se vive el Evangelio entre nuestros fallecidos—y que ellos también serán resucitados, de modo tal que tanto ellos como nosotros podremos lograr la exaltación—servirá para ahondar nuestra gratitud por el Salvador.

El fallecimiento de un ser querido trae pesar a nuestra alma. Es así que no nos cuesta entender por qué Marta y María lloraban y lamentaban la muerte de Lázaro. En otra ocasión, los discípulos del Salvador estaban igualmente consternados y se preguntaban qué habría querido decir cuando les dijo: “…Todavía un poco y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis… porque yo voy al Padre” (Juan 16:17). El Señor explicó que, aunque lloraren y se lamentaren por motivo de Su muerte, su “tristeza se convertirá en gozo” (Juan 16:20).

Acto seguido, el Salvador les proporcionó un ejemplo útil sobre los sentimientos opuestos de la dicha y el pesar: “La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo” (Juan 16:21). Sus discípulos, al igual que Marta y María, hallaron consuelo en las palabras del Salvador sobre la muerte y la resurrección. Igualmente, nosotros podremos encontrar consuelo y, en última instancia, gozo, cuando entendamos que la muerte es un paso necesario que conduce a la resurrección y la vida eterna.

El tener un buen conocimiento del gran plan de salvación contribuye a mitigar nuestro pesar. Del mismo modo, el comprender lo que es la inmortalidad y la vida eterna fortalece nuestra esperanza en las cosas venideras. Por algo el que Marta supiera que Lázaro resucitaría en el último día, le proporcionaba esperanza.

No obstante, aun con este conocimiento, echamos de menos a nuestros seres queridos, aunque es verdad que el dolor se lleva mejor cuando entendemos que nuestro Salvador ha expiado nuestros pecados y que fue resucitado, que todos seremos resucitados y que todos tenemos la oportunidad de lograr la vida eterna.

La muerte y resurrección del Salvador

En una ocasión, un fariseo llamado Nicodemo se acercó de noche al Salvador. Impresionado por Sus milagros, Nicodemo buscaba palabras de consejo, y Jesús le enseñó a ese fariseo que debemos nacer de nuevo. Fue entonces que el Salvador profetizó: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado” (Juan 3:14; véase también Moisés 7:55).

Nicodemo no fue el único que oyó al Redentor repetir esa profecía. Jesús enseñó a Sus discípulos: “…El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán; pero después de muerto, resucitará al tercer día” (Marcos 9:31).

Durante la última semana del ministerio del Señor, siguió hablando de lo que iba a sucederle. Cuando Andrés y Felipe se le acercaron para informar sobre algunos griegos que deseaban verle, Jesús aprovechó la oportunidad para enseñar: “…Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:23–24).

Abinadí, profeta del Libro de Mormón, enseñó del mismo tema: “Mas hay una resurrección; por tanto, no hay victoria para el sepulcro, y el aguijón de la muerte es consumido en Cristo. Él es la luz y la vida del mundo; sí, una luz que es infinita, que nunca se puede extinguir; sí, y también una vida que es infinita, para que no haya más muerte” (Mosíah 16:8–9).

Nuestra resurrección y exaltación

Debido al Salvador, tenemos la esperanza de poder reunirnos con los que ya han fallecido, a la vez que somos bendecidos con la certeza de que volveremos a verlos, abrazarlos y expresarles nuestro amor.

Al respecto, el profeta José Smith explicó: “¿Os parecería raro que os relatara lo que yo he visto en una visión respecto de este interesante tema?… Fue tan clara la visión, que vi a los hombres antes de que hubiesen ascendido de la tumba, como si se estuviesen levantando lentamente. Se dieron la mano unos a otros, y exclamaron el uno al otro: ‘¡Mi padre; mi hijo; mi madre; mi hija; mi hermano; mi hermana!’. Y cuando se oiga la voz que ordene a los muertos que se levanten, y suponiendo que estuviese sepultado al lado de mi padre, ¿cuál sería el primer gozo de mi corazón? Ver a mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana; y si se hallan a mi lado, yo los tomaré en mis brazos, y ellos a mí”1.

La realidad de una resurrección universal, junto con la posibilidad de la exaltación gracias al sacrificio divino de nuestro Salvador, constituyen razón suficiente para merecer nuestra gratitud eterna. Él es la Resurrección y la Vida, y de esto testificamos al mundo.

Los vivos y los muertos tienen la oportunidad de oír Su voz y vivir. Vale la pena observar, sin embargo, los que se hallan a ambos lados del velo deben ceñirse a ciertas condiciones para recibir todas las bendiciones del Evangelio. El Salvador explicó a Marta una de estas condiciones: “…Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25–26). Tener fe en Él es el primer principio del Evangelio. Ese tipo de fe invita al arrepentimiento y a hacer convenios con Dios, y observarlos, a fin de que finalmente podamos tener la vida eterna.

En la medida que obedezcamos Sus mandamientos y seamos fieles a nuestros convenios, se nos bendice con la expectativa de tener una familia dichosa, reunida y coronada con la vida eterna. En las propias palabras de Jesucristo: “…los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:29). El profeta José Smith dijo respecto a este versículo: “Algunos se levantarán para entrar en el fulgor infinito de Dios… mientras que otros resucitarán a la condenación de su propia inmundicia, que es un tormento tan intenso como el lago de fuego y azufre”2.

El arrepentimiento es la clave para evitar la “resurrección de condenación”, puesto que es el arrepentimiento sincero el que activa el gran plan de salvación para nuestro beneficio. Nuestro “Redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a él. Y ha resucitado de entre los muertos, para traer a todos los hombres a él, mediante las condiciones del arrepentimiento” (D. y C. 18:11–12).

Samuel, el profeta lamanita, entendía plenamente la relación que existía entre el arrepentimiento y una resurrección dichosa, cosa que declaró audazmente y de pie sobre los muros de la ciudad:

“Pero he aquí, la resurrección de Cristo redime al género humano, sí, a toda la humanidad, y la trae de vuelta a la presencia del Señor.

“Sí, y lleva a efecto la condición del arrepentimiento, que aquel que se arrepienta no será talado y arrojado al fuego; pero el que no se arrepienta será talado y echado en el fuego” (Helamán 14:17–18).

Al ser conocedores de las promesas relativas a la resurrección y a la exaltación, nuestra creencia en el Salvador y nuestro deseo de arrepentirnos y volver a Él crecen y se fortalecen más.

Grabado en el corazón

Después de que el Salvador dijo a Marta que Él es la Resurrección y la Vida, le preguntó: “…¿Crees esto?”. La respuesta de Marta demostró gran fe: “…Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:26–27).

También nosotros podemos preguntarnos: ¿Creo en las palabras de Jesús sobre la inmortalidad y la vida eterna? ¿Creo que me reuniré felizmente con mis seres queridos que han fallecido? En la medida en que permitamos que estas verdades afecten a cada parte de nuestra vida, también responderemos con gran fe y con un testimonio fortalecido que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios.

Sus enseñanzas sobre Su propia muerte y resurrección al igual que sobre las nuestras deben quedar grabadas en nuestro corazón. La evidencia de ellos la vemos cuando en cierta ocasión los discípulos de Jesús se maravillaban por el grandioso poder de Dios que había en Él, a lo que el Salvador les dijo: “Haced que os penetren bien en [el corazón] estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres” (Lucas 9:44; véase también JST, Lucas 9:44).

Por su parte, el profeta José Smith enseñó: “Dios ha manifestado a Su Hijo desde los cielos, y la doctrina de la resurrección también; y sabemos que aquellos que sepultemos aquí, Dios los volverá a levantar, revestidos y vivificados por el Espíritu del Gran Dios… dejemos que estas verdades se profundicen en nuestros corazones, a fin de que aun aquí empecemos a disfrutar de aquello que allá existirá en su plenitud”3.

El indagar en lo que enseñó nuestro Salvador sobre la muerte y la resurrección fortalece nuestra esperanza en la inmortalidad y la vida eterna— esperanza que puede llenar nuestro propio corazón con la misma dicha que Marta y María deben haber experimentado— pues el Salvador nos promete: Tus seres queridos han de resucitar (véase Juan 11:23).

Notas

  1. History of the Church, tomo V, págs. 361–362.

  2. Enseñanzas del profeta José Smith, pág. 448.

  3. Enseñanzas, pág. 360.