No hallé a Dios, Él me halló a mí
En 1975, mi esposa Sabine y yo éramos un joven matrimonio con un hijo de 16 meses. Vivíamos en Celle, que por entonces formaba parte de la Misión Alemania Hamburgo.
Probablemente, los misioneros no habrían encontrado nunca nuestro hogar, escondido detrás de una estación de servicio y de un taller de reparación de automóviles, pero me encontraron a mí sentado en un banco de la estación de tren un soleado día de junio. Tal vez estaba fumando un cigarrillo.
Aquellos dos jóvenes americanos se presentaron como representantes de una iglesia. No recuerdo lo que hablamos, pero debió ser algo interesante porque accedí a que pasaran por nuestra casa al día siguiente.
Llegaron a tiempo y empezaron a hablar sobre los principios en los que creía la mayoría de la gente. Tanto Sabine como yo tuvimos un buen sentimiento y disfrutamos de la conversación, pero entonces el tema se volvió a Dios. Les dije que no creía en Dios ni en Jesucristo. Los misioneros parecieron un tanto desanimados y nos dejaron un folleto que describía una visita de Jesucristo a las Américas.
No concertamos otra cita, pero leímos el folleto con detenimiento y tuvimos la impresión de que aquellos americanos estaban locos. ¡Cristo en América! ¿Quién había oído algo semejante?
Un domingo de septiembre nos encontrábamos cerca de la casa de unos amigos a los que no habíamos visto en meses y decidimos visitarla. Estaban preparándose para asistir a su nueva iglesia, con la que estaban muy entusiasmados, y casi de forma espontánea decidimos acompañarles. También nosotros encontramos que el ambiente de la rama era atractivo y todo lo que oíamos era interesante y creíble. Teníamos ganas de regresar el domingo siguiente.
Al poco tiempo, nos hallábamos aprendiendo sobre la Iglesia gracias a los misioneros de tiempo completo y los miembros misioneros. El hermano Horst Klappert enseñaba la clase de investigadores, y tanto él como su esposa Rotraud tenían mucho en común con nosotros. Nos hicimos buenos amigos y los miembros de la Iglesia no tardaron en invitarnos a ir a todas partes. Disfrutamos de muchas tardes maravillosas que eran diferentes a todo lo que habíamos estado acostumbrados hasta entonces.
Uno de los misioneros de tiempo completo era un élder que se llamaba Max Fisher. Cuando llegamos a la tercera o cuarta charla, el élder Fisher me pidió —a mí , Jochen Beisert, alguien que no creía en Dios— que ofreciera una oración. En ese momento recordé de repente algo que me había sucedido hacía más de diez años.
Había estado viviendo en Osnabrück, en un edificio grande de apartamentos donde casi ninguno de los residentes se conocía entre sí. Yo vivía al otro lado del pasillo de una anciana llamada Frau Köhler, quien un día me preguntó si podría enhebrarle una aguja. Yo estuve más que dispuesto a hacerlo, y durante los meses siguientes pasaba por su apartamento una o dos veces por semana para ayudarla de diversas formas o simplemente para visitarla. Yo era probablemente la única persona con la que ella hablaba en muchos meses.
Poco antes de trasladarme a otra parte de la ciudad, Frau Köhler me invitó a su apartamento y me dio las gracias por enhebrarle la aguja y por hacerle otras pequeñas tareas. Luego me pidió que me sentara en su silla favorita; abrió un armario y sacó un viejo himnario, y con voz temblorosa cantó tres estrofas del himno “Gran Dios, te alabamos”.
Mi corazón se enterneció. En ese momento supe con absoluta certeza que había un Dios, que Él era mi Padre y que se preocupaba por mí. Esa experiencia me hizo más humilde y prometí ir y visitar a Frau Köhler tan a menudo como pudiera.
Cinco semanas más tarde me hallaba una vez más frente al edificio de apartamentos y toqué el timbre. A través del interfono una voz desconocida me dijo que Frau Köhler había fallecido hacía dos semanas. Me quedé muy triste.
Con el paso de los años, mi estilo de vida ajetreado, combinado con las dificultades de la vida, me hicieron olvidar aquella experiencia, pero ahora que empezaba a orar, acudió a mi mente y tuve una sincera comunión con mi Padre Celestial. Todos los allí presentes —nuestros amigos conversos recientes y los misioneros— sintieron el Espíritu y casi se les salían las lágrimas. A las pocas semanas, el 18 de octubre de 1975, fui bautizado por el élder Fisher, mientras que Sabine fue bautizada por uno de nuestros miembros misioneros.
Un año más tarde, cuando recibí mi bendición patriarcal, el patriarca dijo: “El Señor desea decirle que usted no le halló a Él, sino que Él le buscó y le halló para un propósito sabio”. No había manera que el patriarca hubiera sabido cuán significativas eran esas palabras para mí.
Con el tiempo, Sabine y yo tuvimos tres hijos más, a los que hemos criado en la Iglesia; y junto con Frau Köhler, mi querida vecina, tenemos muchos motivos para cantar “Gran Dios, te alabamos”. Me siento muy agradecido a Él por traernos la verdad a mí y a mi familia.
Jochen A. Beisert es miembro de la Rama Worms, Estaca Mannheim, Alemania.