¿Y Agabo?
Mientras servía como misionero en Inglaterra, una mañana leí Hechos 11:28, donde se menciona brevemente a un profeta llamado Agabo que profetizó de una hambruna que posteriormente tuvo lugar en la época de Claudio César. En esa ocasión no presté mucha atención a ese versículo supuestamente sin importancia.
Dos días después, mi líder de distrito, el élder Gallafent, me llamó por teléfono y me dijo que al día siguiente quería hacer un cambio entre compañeros. Ese día por la mañana, mi compañero y yo tomamos el autobús para Southampton, donde nos reunimos con el élder Gallafent y su compañero, el élder Langston. El élder Langston y yo emprendimos la tarea de ir de puerta en puerta para hablar con la gente, mientras que los otros dos regresaban a Winchester.
La mañana transcurría sin mayores incidencias, hasta que llamamos a cierta puerta poco antes del almuerzo. La mujer que nos abrió era una vecina que estaba de visita. No tardamos en descubrir que la mujer que vivía allí estaba en la sala de estar, al alcance de mi voz.
Cuando dije que éramos misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la mujer de la sala de estar nos gritó que era de otra religión, que lo sabía todo de los “mormones” y que no tenía interés en aprender más. Cuando le contesté que todos debieran tener interés en saber de la existencia de un profeta actual en la tierra, ella gritó: “¡Nada de eso! ¡Ya no hay profetas en la tierra! Jesucristo fue el último profeta”.
Entonces sucedió algo extraño. Vino una pregunta a mi mente: “¿Y Agabo?”.
Dije inmediatamente: “¿Y Agabo?”. Se produjo una larga pausa, tras lo cual la mujer preguntó: “¿Quién es Agabo?”.
“Un profeta que vivió después de Cristo y que profetizó que se produciría una hambruna”, le dije.
Ella me preguntó: “¿Dónde ha leído eso? ¿En su Biblia Mormona?”.
“No”, le contesté. “En Hechos, capítulo 11, versículo 28”.
“Muéstremelo”, dijo una voz escéptica. La vecina nos dejó pasar y el élder Langston y yo nos adentramos por un pequeño pasillo hasta la sala de estar, donde una mujer de unos 40 años estaba sentada en el sofá.
Busqué la referencia y le entregué la Biblia. Cuando terminó de leer, no sabía qué decir. Le hablé del profeta actual que había en esa época, el presidente David O. McKay (1873–1970) y le testifiqué del profeta José Smith. El Espíritu era tan intenso que sabía que ella podía percibirlo.
El élder Langston y yo dejamos dos ejemplares del Libro de Mormón, uno para esa mujer y otro para su vecina. Yo salí de la casa como si flotara en el aire, seguro de que se bautizaría. ¿Por qué otra razón me habría acordado de Agabo?
El domingo siguiente, estando en las reuniones de la Iglesia, fui corriendo hasta los élderes Gallafent y Langston y les pregunté: “¿Regresaron? ¿Qué sucedió? ¡Cuéntenme!”.
Me dijeron que habían regresado para enseñarle la primera charla, pero que no los dejó entrar. La mujer les devolvió el Libro de Mormón que le habíamos dado.
No podía creerlo. Pasé todas las reuniones sentado pensando en por qué habría recibido una impresión tan magnífica para tener un resultado como ése. Me sentía terriblemente desanimado, pero intenté olvidarlo todo.
El domingo siguiente, mientras entraba en el vestíbulo de la capilla, el élder Langston se me acercó con una sonrisa de oreja a oreja.
“¿Recuerda a aquella mujer a la que le dimos el Libro de Mormón?”, me preguntó.
“Sí, claro”, le contesté.
Me recordó que habíamos dejado dos ejemplares del Libro de Mormón, uno para la dueña de casa y otro para su vecina. La vecina no se había llevado el suyo, así que, sin que lo supiera la mujer de la casa, su hija empezó a leer el libro y quería saber más de la Iglesia.
Con el tiempo, la mujer recibió las charlas misionales junto con su hija y ambas se bautizaron.
Al mirar atrás, hace 30 años, y recuerdo la pregunta que vino a mi mente: “¿Y Agabo?”, me acuerdo de otro pasaje: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26). Me siento agradecido porque, cuando era misionero, el Espíritu me recordó la importancia de Agabo. Ciertamente, el Espíritu Santo fue mi maestro aquel día.
Eric Hendershot es miembro del Barrio Green Valley 1, Estaca Green Valley, St. George, Utah.