Las cajas de peces
“…el Espíritu Santo… os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26).
Basado en un hecho real
Pasé mi infancia en Dinamarca y a mí y a mis amigos nos gustaba jugar a “corre que te pillo”, hasta que un día nos cansamos de jugar siempre a lo mismo, así que nos sentamos e intentamos pensar en algo nuevo e interesante para hacer.
“Vayamos al puerto”, sugirió uno. “Podemos ver los barcos y observar a los pescadores”.
A todos nos gustó la idea, así que nos subimos a las bicicletas. Resultó cierto: había mucho que ver en el puerto. Había marineros que lavaban las embarcaciones mientras otros pescadores limpiaban pescados y los vendían. Mientras no los vendieran, los conservaban vivos en unas cajas flotantes de madera a las que les hacían unos agujeros para que entrara el agua. Las cajas meneaban entre los barcos y se golpeaban unas contra otras con el vaivén de las olas.
No pasó mucho tiempo hasta que también nos aburrimos de sólo mirar.
“Juguemos a “corre que te pillo”, sugirió un amigo.
“¿Otra vez?”, gruñó otro.
Mi amigo señaló a las cajas con una sonrisa pícara. “Allí”.
Al instante, todos nos hallábamos saltando de una caja a otra, lo cual era mucho más interesante que jugar ese juego en casa. Las resbaladizas cajas chocaban entre sí con cada nueva ola. Una vez me caí y me di un chapuzón. Escupiendo agua del mar, logré subirme a una caja y saltar hacia otra, ¡pero mi pie la atravesó! Los peces me mordisqueaban los dedos de los pies, haciéndome cosquillas mientras yo chillaba de risa.
“¡Eh, muchachos!”, dijo una voz áspera. Me volví y vi a un marinero enfadado que venía hacia nosotros. “Aléjense de esas cajas antes de que las rompan. ¡Si no se van, se lo diré a sus padres!”.
Nos apresuramos a volver a la orilla, nos sacamos los calcetines mojados, los atamos a los manillares de las bicicletas y salimos volando. Las ropas se secaron al viento mientras pedaleábamos.
Tal vez mis ropas se secaron, pero el olor a pescado me descubrió. Al entrar por la puerta, mi madre sintió el olor y me preguntó qué había sucedido.
“Fui al puerto con mis amigos. Estábamos jugando sobre una caja de peces cuando resbalé y me caí al agua”, admití.
Para mi sorpresa, los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas. “Jens, nunca debes volver a jugar allí. ¡Piensa en lo que podría haber sucedido! Podrías haberte herido o incluso ahogado”. Me abrazó con fuerza. “Me pondría muy triste, Jens. ¿Qué haría sin ti? Debes prometerme que jamás volverás a jugar allí”. Le di mi palabra.
Pocas semanas después, mis amigos me invitaron a ir con ellos al puerto. Al recordar lo divertido que había sido la última vez, tomé mi bicicleta y fui con ellos, olvidándome por completo de la promesa que le había hecho a mi madre.
“¡Tú la llevas!”, me dijo un amigo que saltó sobre una oscilante caja flotante.
Estaba a punto de ir tras él cuando, de repente, vi el rostro de mi madre como si estuviera allí mismo delante de mí, con los ojos bañados en lágrimas. El corazón me dio un brinco. ¡Había quebrado mi promesa!
“Debo volver a casa”, les dije a mis amigos.
“¿Qué?”, se quejó uno de ellos. “¿Por qué?, si acabamos de llegar”.
“Debo irme a casa”, repetí mientras subía a la bicicleta.
Mis amigos se quejaron y trataron de convencerme de que me quedara, pero no les hice caso. Ellos, uno a uno, también se fueron a sus casas.
Dejé la bicicleta haciendo el menor ruido posible y me fui a mi cuarto. Me sentía enfermo de vergüenza por haber ido a donde le había prometido a mi madre que no iría.
Al cabo de un rato mi madre entró en el cuarto. “Me parece que hay algo que te preocupa, Jens. ¿De qué se trata?”.
Bajé la cabeza y dije calladamente: “Hoy fui al puerto con mis amigos. Me olvidé de que te había prometido que no iría; pero tan pronto como llegué, me acordé, así que volví inmediatamente a casa. Mis amigos también. Mamá, ¡siento mucho haberme olvidado!”.
Al levantar la vista, mi madre parecía muy feliz. “¡Jens! Me alegra tanto que te acordaras. De ese modo fuiste un buen ejemplo para tus amigos y nadie resultó herido”.
Minutos más tarde me llevó un vaso de leche y un trozo de pastel recién hecho. Mi madre hacía el mejor pastel del mundo. Me sentía agradecido por el pastel calentito, pero mucho más por la calidez de acordarme de hacer lo justo.
Jens Kristoffersen es miembro de la Rama Horsens, Estaca Aarhus, Dinamarca.
“Con el don del Espíritu Santo… los recuerdos… llegarán a vuestra memoria”.
Élder Henry B. Eyring, del Quórum de los Doce Apóstoles, “El recordar y la gratitud”, Liahona, enero de 1990, pág. 11.