La muerte es un nuevo comienzo
Mis padres se bautizaron el 18 de agosto de 1978. Yo tenía cinco años; mi hermana, Noelia, tenía sólo cinco meses y mi hermano, Luis, nacería 11 años más tarde. Nos sellamos en el Templo de la Ciudad de Guatemala, Guatemala, en junio de 1988. Aún recuerdo aquella hermosa escena: estábamos vestidos de blanco, enlazando nuestra familia con la eternidad.
Éramos una familia estable, unida y activa; nuestra vida parecía perfecta. Pero aun cuando obedecemos los mandamientos, tenemos un testimonio de nuestro Padre Celestial, de Jesucristo y de la obra de Ellos, y aspiramos a la exaltación, la adversidad nos saldrá igualmente al paso.
En enero de 1999, mi padre sufrió un grave accidente e ingresó en cuidados intensivos, donde respiraba sólo con la ayuda de una máquina. Los hematomas le produjeron una hinchazón del cerebro.
Cuando el resto de la familia fue notificada de su estado, nos dirigimos de inmediato al hospital. Soy doctora, por lo que al sólo verle supe que no había mucho que hacer. Sin embargo, ayunamos, oramos y confiamos en que nuestro Padre Celestial restaurara a mi padre para que pronto, a pesar de cualquier efecto posterior o tratamiento que pudiera precisar, volviera a casa para seguir siendo el maravilloso guía y protector que había sido hasta entonces. Mientras ayunábamos y orábamos, sentía cómo mi fe se fortalecía y aguardaba ansiosa a que él abriera los ojos y comenzara a recuperarse.
Las visitas de nuestro inspirado obispo fueron una fuente constante de fortaleza durante esa prueba. Le dio a mi padre una bendición del sacerdocio y aguardamos a que se produjera el cambio.
Como no mejoraba, comenzamos a preguntarnos si nuestras súplicas estaban en armonía con la voluntad de nuestro Padre Celestial. Una noche, el obispo, después de darnos unas bendiciones, nos habló sobre el plan de salvación y nos dijo que si alguien es bendecido para sanar, dicha persona vivirá si es que no está señalada para morir (véase D. y C. 42:48). También nos dio una copia de “Tragedia o destino” (véase Liahona, abril de 1968, pág. 16), un discurso del presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) y nos instó a preguntarle a Dios qué planes tenía para mi padre. Luego de despedirnos del obispo, decidí seguir su consejo, a pesar de la gran tristeza que sentía. Por ello supe que el tiempo de mi padre en la tierra había llegado a su fin.
Se produjeron algunas complicaciones y la situación de mi padre se deterioró todavía más. Su fuerza natural se extinguió ante nuestros ojos y supimos que se trataba de una confirmación de lo que iba a suceder. Me preocupaba que mi dolor por su pérdida fuera tan grande que me hiciera perder la fe y la visión, y fuera incapaz de perseverar. Pero no sucedió así.
El maravilloso plan de felicidad cobraba ahora un significado que no había tenido antes en mi vida. Pude sentir una paz que templó mis emociones, abrió mis ojos y mi mente, y me permitió entender hasta cierto punto la grandeza, la gloria y la majestuosidad de la vida, así como la importancia de este breve momento en la tierra.
Llegó el momento de decirle a mi padre: “Para siempre Dios esté con vos”. Falleció nueve días después del accidente. Estuve con él cuando llegó al final de su existencia terrenal, pero ya mi entendimiento era otro. Fui capaz de sentir con cuánta dulzura nos ama nuestro Padre Celestial y cómo nos brinda las oportunidades necesarias a fin de que lleguemos a ser como Él es.
Confío plenamente en que llegará el día, si perseveramos hasta el fin, cuando, a través de la expiación y la resurrección de Jesucristo, nos levantaremos investidos de gloria, inmortalidad y vida eterna. La muerte es tan sólo un nuevo comienzo.
Claudia Yolanda Ortíz Herrera es miembro del Barrio Victorias, Estaca Las Victorias, Ciudad de Guatemala, Guatemala.