2007
Un escape milagroso del peligro
Junio de 2007


Un escape milagroso del peligro

“…es por la fe que se obran milagros” (Moroni 7:37).

Basado en una historia verídica

Era una tarde soleada y primaveral, una semana después de que cumplí ocho años de edad, un día perfecto para dar un paseo en bicicleta. Mi hermana Marla, nuestra amiga Lisa y yo nos dirigimos hacia un camino que formaba parte de la hacienda de mi familia en Columbia Británica, Canadá. Los picos de las montañas brillaban con el sol que se reflejaba en las cimas nevadas. Me sentía llena de emoción a medida que pedaleaba.

Hacía apenas una semana que había empezado a andar en mi primera bicicleta de dos ruedas y todavía me sentía un poco insegura. El camino era de tierra y el primer trecho plano y liso, debido a los tractores y a las carretas de heno que pasaban por allí. Al ir dando vuelta por los fértiles campos de verde heno, empezamos a pedalear más rápido. Me sentía fuerte y libre, deslizándome por entre la fresca brisa de las montañas.

Llegamos entonces a una división en el camino: podríamos seguir derecho a lo largo de la orilla del campo, o podríamos volvernos y tomar el camino que pasaba por el arroyo que estaba en la falda de la montaña. Decidimos tomar la ruta más llena de aventuras.

Marla y yo habíamos andado por ese camino varias veces con nuestra familia, pero ésa era la primera vez que yo paseaba en bicicleta por ese lugar. Me sentí un poco nerviosa cuando crucé tambaleante la zanja cubierta con rejas espaciadas de manera uniforme para evitar que el ganado cruzara. Pedaleé duro para alcanzar a Marla y a Lisa. La luz del sol se filtraba a través de los majestuosos pinos, creando un diseño alegre y brillante sobre el sendero disparejo.

Empecé a ponerme más nerviosa a medida que el camino se hacía más pedregoso, ya que me resultaba difícil mantener el equilibrio y me preguntaba si las piedras pincharían las ruedas.

“Es mejor que regresemos”, dije.

“¿Por qué?”, preguntó Marla. “¿Tienes miedo?”

Jamás le admitiría a mi hermana mayor que tenía miedo. “No, sólo que no quiero que se vaya a pinchar una rueda”.

“Pues tú puedes regresar, si quieres, pero nosotras vamos a seguir”, contestó.

“Adiós”, dije, mientras daba vuelta a la bicicleta.

“Nos vemos en casa”, dijo Marla. “Probablemente no vayamos mucho más lejos”.

Emprendí el camino a casa, sola. Los diseños en el camino ya no parecían tan alegres. De repente empecé a darme cuenta de los ruidos extraños que provenían del oscuro bosque, pero sabiendo que estaba por llegar a la comodidad de casa, seguí pedaleando. Estaba llegando hasta la rejilla para el ganado cuando sentí que alguien estaba detrás de mí. “Marla y Lisa deben haber decidido volver a casa también”, pensé con cierto alivio; “ahora no tendré que regresar sola”. Al pasar la pierna encima de la bicicleta, me detuve y me di vuelta para ver dónde estaban. Marla y Lisa no estaban en ninguna parte, sino que un oso negro se dirigía directamente hacia mí.

Me quedé paralizada y la bicicleta cayó ruidosamente al suelo. Todos los consejos que había oído acerca de los osos se agolparon en mi mente. No corras o te perseguirá; nunca puedes escapar de un oso. Empecé a caminar lentamente hacia atrás.

Haz ruidos para asustarlo; grita y golpea dos piedras juntas. Eché una mirada rápida al suelo cerca de mis pies… no había piedras, sólo tierra. Di palmadas lo más fuerte que pude, pero no podía gritar; sentía la garganta apretada, y el oso seguía caminando hacia mí.

Ora. A lo largo de mi vida se me había enseñado a orar. Mi maestra de la Escuela Dominical incluso nos había preguntado qué debíamos hacer si veíamos un oso, y ella había recalcado la oración. Me habían enseñado a orar con la cabeza agachada y los ojos cerrados, pero por ahora eso era imposible. Mantuve la mirada en el oso y oré en silencio: “Padre Celestial, ¡por favor, ayúdame! ¡Por favor, sálvame de este oso! Por favor, ayúdame a saber qué hacer”.

Orando y dando palmadas, caminé lentamente para atrás, hacia la rejilla para el ganado; tal vez si una vaca no podía cruzarla, también a un oso se le hiciera difícil; tal vez se cayera, lo que me daría la oportunidad de correr a casa. Crucé cuidadosamente las barras espaciadas.

El oso bramaba y babeaba. Yo lo observaba a medida que fácilmente me seguía a través de la rejilla. Al levantarse sobre sus patas traseras, me quedé horrorizada al ver al animal que gruñía y se dirigía hacia mí con las garras extendidas. Era mucho más alto que yo y podía verle los dientes agudos y mojados. De pronto, el oso me dio un zarpazo en la cabeza. Yo grité cuando sus garras grandes y cerradas se enredaron en mi cabello y me tiró al suelo. Me enderecé de un salto. El oso, otra vez en sus cuatro patas, me mordió en el interior del muslo, me echó abajo y empezó a arrastrarme al otro lado del camino.

Para entonces, Marla y Lisa me habían encontrado. Marla trató de distraer al oso, pero nada daba resultado. En cuestión de segundos, el oso me arrastró al otro lado del camino de tierra hasta la base de la montaña; y de seguro me habría arrastrado hasta los espesos arbustos, pero de pronto se me rompieron los pantalones. Se rompieron en dos piezas, desde el frente hasta atrás, incluso la pretina elástica. Milagrosamente, los dientes no me habían perforado la piel. Me paré de un brinco. “¡Corre!”, le dijo una voz a mi mente.

Corrí hacia donde estaban Marla y Lisa, dejando al oso con un gran pedazo de mi pantalón en la boca. Así, sin el pantalón y con sólo un zapato, corrí tan rápido como una estrella de carreras olímpicas. Sobrepasé a Marla y a Lisa, que también corrían. Nos lanzamos a los arbustos y corrimos hasta el arroyo. Las ramas espinosas me rasparon las piernas, pero eso no me detuvo.

Sin detenerme ni mirar hacia atrás, crucé el alambrado de púas y entré chapoteando en el arroyo. Se me perdió el otro zapato cuando se quedó atorado debajo de un tronco. Estando casi por llegar a casa, avancé por el agua y atravesé el lodoso corral; me metí por una cerca y corrí hasta los escalones del porche hasta llegar a la puerta de casa.

Mis padres me bombardearon con preguntas cuando me vieron llegar sin zapatos ni pantalones y cubierta de rasguños.

“¿Qué te pasó?”, exclamó mamá.

“¿Dónde están tus pantalones?”, preguntó papá. “¿Cómo te hiciste todos esos arañazos?”

Sintiéndome todavía con miedo, no podía recuperar el aliento. Después de tartamudear, de jadear y de llorar, por fin pude decir: “¡Uuu… un oooossso!”

Marla y Lisa corrieron hasta el porche y Marla les contó a mamá y a papá lo que había visto. Para tratar de calmarme, mamá me ayudó a tomar un baño caliente.

Más tarde por la noche, estando ya limpia y segura, hablamos sobre el horrible acontecimiento. Tenía las palmas de las manos con moretones por dar palmadas tan fuertes, y las piernas cubiertas de rasguños por los arbustos, pero no tenía marcas del oso. Me había dado un zarpazo en la cabeza y me había mordido la pierna, pero no había perforaciones en la piel. Si las garras del oso me hubiesen alcanzado más la cabeza o si los dientes se me hubiesen clavado en el muslo, habría resultado seriamente herida y no habría podido escapar.

Sé que ese día mi Padre Celestial oyó mis oraciones, y sé que oí la voz del Espíritu Santo que me dijo que corriera. Mi Padre Celestial me bendijo con un milagro.

“Como resultado de los muchos milagros que se llevan a cabo en nuestra vida, debemos ser más humildes y agradecidos, más amables y más creyentes”.

Véase presidente Howard W. Hunter (1907–1995), “El Dios que hace maravillas”, Liahona, julio de 1989, pág. 19.