Al fin mi madre tuvo interés en saber
Al doblar la procesión funeraria de autos por el pequeño camino que llevaba al cementerio, me vinieron recuerdos a la memoria. En medio de la tristeza que me causaba la intempestiva muerte de mi padre, busqué consuelo en el Evangelio y en las Escrituras. Recordé lo que dice en Eclesiastés 3:1: “Todo tiene su tiempo…”.
Cuando yo era niña, mi familia no asistía con regularidad a ninguna iglesia, pero mis padres manifestaban su fe en la forma cristiana en que ayudaban a los necesitados y en que nos hacían sentir su amor a cada uno de nosotros, sus hijos. Ellos formaron parte de cada etapa de mi vida con excepción de una, y ésa les produjo gran pesar porque no entendían lo que yo había encontrado ni escuchaban mi testimonio de ello.
Cuando tenía diecisiete años, unos buenos amigos me dieron a conocer la Iglesia. El Evangelio restaurado dio respuesta a preguntas que había tenido durante años, pero mis padres no quisieron saber nada de eso. Al bautizarme en la Iglesia después de cumplir dieciocho años, la única que asistió a mi bautismo fue mi abuela que, aunque no formaba parte de los Santos de los Últimos Días, parecía entender mis necesidades espirituales; ella me aseguró que algún día mis padres iban a aceptar mi decisión.
Poco después de mi bautismo, me casé y me mudé a otra localidad con mi marido. Unos años después, les escribí a mis padres para darles la noticia de mi sellamiento en el templo y contarles del gozo que sentía y de mi nueva religión. Pero no logré interesarlos en el Evangelio. Con la muerte de mi padre, mi mamá y mi hermana menor quedaron solas.
Al detenerse la fila de autos, mis pensamientos se interrumpieron. Noté que a la izquierda había un monumento rodeado de plantas. Algo que estaba grabado en la piedra nos llamó la atención, pero continuamos hacia el lugar del entierro sin leerlo.
Después que terminó el servicio, expresamos gratitud a los amigos y a los familiares que nos acompañaban, y nos despedimos de ellos. Luego, mi esposo, mi madre y yo fuimos caminando hasta aquel monumento, en el cual estaba grabado un pasaje de las Escrituras que iba a cambiar a mi familia para siempre: “Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).
Por primera vez, catorce años después de mi bautismo y confirmación, mi madre me hizo preguntas. Gracias al Evangelio restaurado, pude darle las respuestas. Al poco tiempo, ella y mi hermana fueron bautizadas y confirmadas. Poco más de un año después, terminamos la obra del templo por mi papá.
Han pasado más de treinta años desde aquel día en el cementerio; durante ese tiempo, otros miembros de nuestra familia han sido sellados en el templo. Mi madre llegó a ser presidenta de la Sociedad de Socorro y prestó servicio dedicado durante varios años. Mi hermana se casó, tuvo hijos y también ha prestado muchos años de servicio como líder de Laureles, presidenta de las Mujeres Jóvenes y empleada de los Servicios para la Familia SUD.
Todo tiene su tiempo, incluso tiempo de gozo y tiempo de tristeza. Estoy agradecida por saber que las oraciones son contestadas en el debido tiempo de Dios y que las Escrituras nos ofrecen palabras de vida cuando las escudriñamos, meditamos en ellas y las compartimos unos con otros.