Con nuevos ojos
“¡Estoy horrible!”, dije, contemplando el espejo con incredulidad. En la imagen reflejada, el ojo derecho estaba como siempre, pero cubriendo el ojo izquierdo tenía la mancha más negra que había visto en mi vida.
“No, en realidad no está tan feo”, me dijo mi amiga Emily sin convicción.
La miré poniendo en blanco mi ojo bueno y volví a aplicarme la bolsa de hielo.
Hacía apenas cinco minutos que había recibido en el ojo izquierdo un codazo de mi amiga Janna, accidental pero bien dirigido. De inmediato me llevé las manos a la cara tratando de recobrar el equilibrio para no caerme. Al mismo tiempo que Janna me pedía perdón, mis amigas me rodearon preguntándome cómo estaba.
Aunque sentía dolor, no me di cuenta de lo que había pasado hasta que aparté las manos de la cara y oí las exclamaciones de sorpresa de todos los que estaban en la sala.
“¿Qué pasa?”, pregunté; pero nadie me contestó.
Corrí a mirarme en el espejo. A los pocos segundos del golpe, los tejidos que rodean el ojo se me habían hinchado a cuatro veces el tamaño normal, y la magulladura estaba llena de sangre de color rojo vivo.
“¿Cómo voy a presentarme ante los demás?”, me lamenté tomando la bolsa de hielo que me alcanzaba Janna; ella se mordió los labios y se disculpó por centésima vez. Me apliqué el hielo al ojo, con la esperanza de que la machucadura desapareciera para la mañana siguiente.
Lamentablemente, aunque a la mañana algo de la inflamación había cedido y el rojo vivo había desaparecido, la hinchada magulladura se había vuelto de color rosa fuerte. Mi aspecto era muy feo y lo que sentía era más feo todavía.
Traté de cubrirme el ojo con maquillaje, pero eso le dio al hematoma un color violáceo; y no había nada con qué cubrir la hinchazón. Al fin me puse un sombrero, colocado de tal manera que apenas podía ver.
Ese día en la escuela secundaria, me parecía que todos me observaban. Me negué a mirar de frente a nadie, y durante varios días no podía pensar en nada más a pesar de los intentos que hacían mis amistades por alegrarme.
El domingo estaba de mal humor porque no podía usar sombrero para ir a la iglesia. Pero todo cambió durante la lección de la Escuela Dominical.
“Oren para poder verse ustedes como Él los ve”, dijo el maestro, refiriéndose a la Expiación y a la dignidad individual.
Me toqué la machucadura, pensando: “Él me ve como a una jovencita con un feo ojo morado”. Y entonces, dejé de sentir autocompasión, mi perspectiva cambió y me pregunté: “¿Cómo me ve mi Padre Celestial?”.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al pensar en el amor que Él siente no sólo por otras personas sino también por mí. “Me ve como a Su hija, que es digna del sacrificio de la vida de Su Hijo”, comprendí.
Sentí que el Espíritu me testificaba del gran valor que tiene mi alma por ser hija de Dios. Recordé un pasaje de las Escrituras que había aprendido en seminario. Abrí el libro y lo encontré en 1 Samuel 16:17: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura… porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”. El aspecto que tenía en lo exterior no era tan importante como la persona que era en mi interior.
Mi actitud cambió otra vez al mirar a mi alrededor en la sala y sentir inmenso amor por todos los que veía a mi alrededor. Me invadió la calidez del amor del Padre Celestial y, por un momento, creo que vi a mis compañeros de clase hasta cierto punto como Él los ve: como Sus hijos.
Sentí paz y consuelo durante el resto del día de reposo, porque ya no me importaba lo que otros pensaran; los amaba y podía mirarlos a todos de frente, con mis dos ojos.