La Expiación la fe
Tomado de un discurso pronunciado durante el seminario para presidentes de misión que tuvo lugar en junio de 2001, en Provo, Utah.
El primer principio del Evangelio es la fe en el Señor Jesucristo. Sin esa fe, dijo el profeta Mormón, no somos dignos de ser contados entre el pueblo de la Iglesia del Señor (véase Moroni 7:39). El primer mandamiento que dio Jehová a los hijos de Israel fue: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3). Debemos poner siempre al Salvador en primer lugar. Ese potente concepto —el de que debemos tener fe y dar al Señor el primer lugar en nuestra vida— parece sencillo pero a muchas personas les resulta difícil ponerlo en práctica.
Las Escrituras nos enseñan que la fe viene por oír la palabra de Dios (véase Romanos 10:17). La palabra de Dios, que nos llega por medio de las Escrituras, de las enseñanzas proféticas y de la revelación personal, nos enseña que somos hijos de Dios el Eterno Padre; nos enseña la identidad y la misión de Su Hijo Unigénito, Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. Fundada en nuestro conocimiento de esas verdades, la fe en el Señor Jesucristo es una convicción y una confianza de que Dios nos conoce y nos ama, y que escuchará nuestras oraciones y las contestará con lo que sea mejor para nosotros.
Tener fe en el Señor es confiar en Él. No podemos tener verdadera fe en Él sin tener también absoluta confianza en Su voluntad y en Su propio tiempo. En consecuencia, por fuerte que sea nuestra fe, no puede producir un resultado contrario a la voluntad del Señor en quien la tenemos. Recuerden esto cuando sus oraciones no sean contestadas de la manera o en el momento en que ustedes lo desean. El ejercicio de la fe en el Señor Jesucristo está siempre supeditado al orden de los cielos, a la bondad y a la voluntad y a la sabiduría y al propio tiempo del Señor. Si tenemos esa clase de fe y confianza en Él, gozaremos de verdadera seguridad y serenidad en la vida.
Miramos principalmente hacia nuestro Salvador, Jesucristo. Él es nuestro modelo. No tomamos de modelo a la celebridad más popular en los deportes o espectáculos; por el mismo motivo, nuestras posesiones más preciadas no son los caros juguetes electrónicos ni las diversiones que nos animan a concentrarnos en lo temporal y a olvidar lo eterno. Nuestro modelo, nuestra exclusiva prioridad, es Jesucristo. Debemos testificar de Él y enseñarnos el uno al otro cómo aplicar a nosotros mismos Sus enseñanzas y Su ejemplo.
El Salvador nos ennoblece
El presidente Brigham Young (1801–1877) nos dejó un consejo práctico para reconocer a Aquél a quien seguimos: “La diferencia entre Dios y el diablo”, explicó, “es que Dios crea y organiza, mientras que el solo propósito del diablo es destruir”1. En ese contraste tenemos un ejemplo importante de la realidad de la “oposición en todas las cosas” (2 Nefi 2:11).
Recuerden que nuestro Salvador, Jesucristo, siempre nos ennoblece y jamás nos rebaja. Debemos aplicar el poder de ese ejemplo en la forma en que usemos nuestro tiempo, incluso en nuestra recreación y diversiones. Consideren los temas de los libros, las revistas, las películas, la televisión y la música que, por fomentarlas, hemos hecho populares en el mundo. Las cosas que representan los entretenimientos que elegimos, ¿ennoblecen o rebajan a los hijos de Dios?
A lo largo de mi vida, he observado una fuerte tendencia a dejar de lado el entretenimiento que ennoblece y dignifica a los hijos de Dios y reemplazarlo con representaciones y espectáculos deprimentes, menoscabadores y destructivos. El potente concepto de este contraste es que todo lo que ennoblezca a las personas rinde servicio a la causa del Maestro y todo lo que las rebaje sirve a la causa del adversario. Día a día apoyamos una u otra causa con lo que fomentemos y con nuestros pensamientos y deseos. Eso debe recordarnos la responsabilidad que tenemos de fomentar lo bueno y motivarnos a hacerlo de una manera que sea placentera para Aquél cuyo sufrimiento nos ofrece esperanza y cuyo ejemplo nos guía.
El sufrimiento es parte del arrepentimiento
El concepto central del Evangelio de Jesucristo —el más potente, junto con la Resurrección universal— es la expiación de nuestro Salvador. Somos Sus siervos y es crucial que comprendamos la función que tiene la Expiación en nuestra propia vida y en la de aquellos a quienes enseñemos. Y para esa comprensión es esencial que entendamos la relación que existe entre la justicia, la misericordia y la Expiación, y el propósito del sufrimiento y del arrepentimiento en ese proceso divino.
La expiación de Jesucristo puede interceder y disipar las terribles demandas de la justicia en aquellos que hayan violado las leyes de Dios, ese estado de desgracia y tormento sin fin que se describe en las Escrituras. Esta relación entre la justicia por un lado y la misericordia y la Expiación por el otro es el concepto central del Evangelio de Jesucristo.
El Libro de Mormón enseña que el Salvador no redime al hombre en sus pecados: “…los malvados permanecen como si no se hubiese hecho ninguna redención, a menos que sea el rompimiento de las ligaduras de la muerte…” (Alma 11:41). El Salvador vino a salvar a los hombres de sus pecados bajo las condiciones del arrepentimiento (véase Helamán 5:11).
Una de esas condiciones del arrepentimiento es la fe en el Señor Jesucristo, incluso fe en Su sacrificio expiatorio y total dependencia de él. Como enseñó Amulek: “…aquel que no ejerce la fe para arrepentimiento queda expuesto a las exigencias de toda la ley de la justicia; por lo tanto, únicamente para aquel que tiene fe para arrepentimiento se realizará el gran y eterno plan de la redención” (Alma 34:16). Obviamente, eso significa que el trasgresor que no se arrepienta tendrá que sufrir por sus propios pecados. ¿Significa también que la persona que se arrepienta no tendrá que sufrir en absoluto porque el Salvador carga con todo el peso de la culpa? No es posible, porque ese significado no estaría de acuerdo con las otras enseñanzas del Salvador.
Lo que dice en Alma 34:16 es que la persona que se arrepienta no tendrá que sufrir tal como sufrió el Salvador por ese pecado. Los pecadores que se arrepientan sentirán algo de sufrimiento, pero por su arrepentimiento y por la Expiación, no experimentarán la magnitud total e intensa del tormento eterno que sufrió el Salvador por esos pecados.
El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985), que impartió extensas enseñanzas sobre el arrepentimiento y el perdón, dijo que el sufrimiento es una parte muy importante del arrepentimiento. “Una persona no ha comenzado a arrepentirse hasta después de haber sufrido intensamente por sus pecados… Si la persona no ha sufrido”, continuó, “no se ha arrepentido”2.
El Salvador enseñó ese principio cuando dijo que Su sacrificio expiatorio era para “todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito; y por nadie más se pueden satisfacer las demandas de la ley” (2 Nefi 2:7). El pecador verdaderamente arrepentido que viene a Cristo con el corazón quebrantado y el espíritu contrito ha pasado por un proceso de dolor y sufrimiento por el pecado cometido, y entiende el significado de las palabras de Alma cuando dice que sólo el penitente sincero se salva. Alma, hijo, ciertamente comprendía eso. Lean sus explicaciones en el capítulo 27 de Mosíah y en el capítulo 36 de Alma.
El presidente Kimball dijo: “Con mucha frecuencia, las personas piensan que se han arrepentido y que son dignas del perdón cuando todo lo que han hecho es expresar tristeza y remordimiento por la lamentable acción”3.
Hay una gran diferencia entre la tristeza según Dios que produce el arrepentimiento (véase 2 Corintios 7:10) e implica sufrimiento sincero y el pesar fácil y relativamente sin dolor que se siente por haber sido descubierto o la aflicción errada que describe Mormón como “el pesar de los condenados, porque el Señor no siempre iba a permitirles que hallasen felicidad en el pecado” (Mormón 2:13).
Debemos experimentar un poderoso cambio
¿Por qué es necesario que suframos en el camino del arrepentimiento por las trasgresiones graves? Tendemos a pensar que los resultados del arrepentimiento simplemente nos limpian del pecado, pero ese es un punto de vista incompleto. Una persona que peca es como un árbol que se dobla fácilmente movido por el viento. Un día ventoso y lluvioso el árbol se inclina tanto contra el suelo que las hojas se ensucian de barro, como el pecado ensucia. Si nos concentramos solamente en limpiar las hojas, la debilidad que permitió que el árbol se doblara y las ensuciara puede continuar en él; del mismo modo, una persona que sólo siente pesar por haberse ensuciado con el pecado puede pecar de nuevo con el próximo viento fuerte. La susceptibilidad a la repetición continúa hasta que el árbol se haya fortalecido.
Cuando una persona ha pasado por el proceso que da como resultado lo que las Escrituras llaman “un corazón quebrantado y un espíritu contrito”, el Salvador hace algo más que limpiarla del pecado: le otorga nueva fortaleza. Esa fuerza es esencial para que logremos el propósito de la purificación, que es regresar a nuestro Padre Celestial. Para ser admitidos en Su presencia, debemos estar más que limpios; también debemos cambiar de una persona moralmente débil que ha pecado a una fuerte que tenga la estatura espiritual para morar en la presencia de Dios. Como dice la Escritura, debemos llegar a la condición de “santo por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19). Eso es lo que quiere decir el versículo que explica que una persona que se haya arrepentido de sus pecados los abandonará (véase D. y C. 58:43). Abandonar los pecados es algo más que resolver no repetirlos; abandonarlos implica un cambio fundamental en el individuo.
Los de la congregación del rey Benjamín describieron ese poderoso cambio diciendo que ya no tenían “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). Las personas que han tenido ese tipo de cambio en el corazón han alcanzado la fortaleza y la estatura para morar con Dios. A eso le llamamos ser salvos.
El arrepentimiento ha sido el mensaje central de toda dispensación. El Señor resucitado lo recalcó a los nefitas cuando les explicó lo que Él llamó “el Evangelio que os he dado” (3 Nefi 27:13): “Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid y sed bautizados en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os presentéis ante mí sin mancha” (3 Nefi 27:20).
En la revelación moderna, el Señor explicó esto: “En verdad, en verdad os digo, que aquellos que no crean en vuestras palabras, ni se bauticen en el agua en mi nombre para la remisión de sus pecados, a fin de recibir el Espíritu Santo, serán condenados y no entrarán en el reino de mi Padre, donde mi Padre y yo estamos” (D. y C. 84:74).
El perdón es infalible
Termino con un mensaje de esperanza que es verdad para todos, pero que necesitan especialmente los que piensen que el arrepentimiento es muy difícil; es un proceso continuo, necesario para todos, porque “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). El arrepentimiento es posible y entonces el perdón es infalible.
El presidente Kimball dijo: “Hay ocasiones en que… el arrepentido mira a sus espaldas y ve la vileza, la repugnancia de la trasgresión, casi se da por vencido y se pregunta: ‘¿Podrá el Señor perdonarme alguna vez? ¿Podré yo mismo perdonarme…?’ Sin embargo, cuando uno llega al fondo del desánimo y siente la desesperanza en que se encuentra, y cuando en su impotencia, pero con fe, suplica misericordia a Dios, llega una voz apacible y delicada, pero penetrante, que susurra a su alma: ‘Tus pecados te son perdonados’ ”4.
Cuando eso sucede, vemos el cumplimiento de la preciada promesa de que Dios borrará la culpa de nuestro corazón gracias a los méritos de Su Hijo (véase Alma 24:10). Cuán confortante es la promesa que se encuentra en Isaías 1:18 de que “si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos”. Y cuán gloriosa la promesa de Dios mismo de que “quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más” (D. y C. 58:42).
Les testifico, mis amados hermanos y hermanas, que estas palabras son verdaderas, que este mensaje es la doctrina de Jesucristo, el plan de Dios nuestro Padre Eterno, del cual nuestro Salvador Jesucristo es el autor y consumador. Testifico de Jesucristo, de Su Profeta y de la restauración del Evangelio en estos últimos días por medio del profeta José Smith.