Atraídos al templo
Para muchas buenas personas, el templo inspira sentimientos que instantáneamente penetran el corazón.
Antes de que se me llamara como miembro del Segundo Quórum de los Setenta, mi esposa y yo pasamos varios años prestando servicio en el Templo de Campinas y en el de São Paulo, Brasil. En ambos templos, con frecuencia me asombraba que las personas que pasaban por allí se sintieran tan atraídas al templo que se detenían, entraban y hacían preguntas sobre él.
Una vez que entraban, les informábamos que no podían ir más allá de la entrada sin la debida preparación. Después, les explicábamos el propósito de los templos, compartíamos algunas doctrinas básicas del Evangelio y las invitábamos a reunirse con los misioneros. Para muchas personas buenas, el templo en sí es una extraordinaria herramienta misional, ya que inspira sentimientos que instantáneamente penetran el corazón.
Mi esposa Elizabeth y yo sabemos, por experiencia propia, del poder de esos sentimientos. Hace casi 40 años, un buen amigo y colega que era miembro de la Iglesia empezó a hablarnos en cuanto al Evangelio en nuestras conversaciones informales. En varias ocasiones, envió a los misioneros para que nos visitaran. Aunque nos agradaban los misioneros y accedimos a recibir las lecciones, en realidad no estábamos interesados en lo que tenían para enseñar.
Eso cambió en octubre de 1978 cuando mi colega invitó a varios amigos, nosotros entre ellos, al programa de puertas abiertas del Templo de São Paulo, Brasil. Alquiló varios autobuses, por cuenta propia, para que sus amigos pudieran acompañarlo al templo, que estaba ubicado a unos 80 km de distancia.
Al entrar en el bautisterio, Elizabeth sintió algo que nunca antes había sentido, algo que más tarde reconoció como el Espíritu Santo. Sintió un gran gozo en el corazón; en ese momento supo que la Iglesia era verdadera y que era la Iglesia a la que deseaba unirse.
Yo tuve un sentimiento parecido al final del recorrido, cuando se nos acompañó a la sala de sellamiento y se nos enseñó la doctrina de las familias eternas. Esa doctrina me conmovió. Había tenido éxito en mi profesión, pero por mucho tiempo había sentido un vacío en el alma; no sabía qué podría llenar ese vacío, pero percibí que tenía algo que ver con la familia. Allí, en la sala de sellamientos, las cosas empezaron a tener sentido en mi mente y en mi corazón.
A los pocos días, los misioneros se volvieron a poner en contacto con nosotros; esta vez estábamos muy interesados en oír su mensaje.
Los élderes nos animaron a que oráramos fervientemente acerca de la verdad. Decidí que ésa era la única manera en que podía orar; sabía que no podía comprometerme a unirme a la Iglesia sin tener un verdadero testimonio. Sentía inquietud en cuanto a acudir a mi Padre Celestial para pedirle una confirmación, pero, al mismo tiempo, estaba seguro de que Él me respondería. Le hice saber los deseos más profundos de mi corazón y le pedí que me diera una respuesta que me asegurara que el unirme a la Iglesia era el sendero correcto.
La semana siguiente, en la Escuela Dominical, el amigo que nos había invitado al programa de puertas abiertas del templo estaba sentado detrás de mí; se inclinó hacia mí y empezó a hablarme. Las palabras que dijo fueron la respuesta exacta a lo que yo había pedido saber al orar. No tuve duda alguna de que mi Padre Celestial se estaba dirigiendo a mí por medio de él. En aquella época, yo era un hombre austero y duro, pero el corazón se me ablandó y empecé a llorar. Cuando mi amigo terminó, nos invitó a mi esposa y a mí a bautizarnos, y aceptamos.
El 31 de octubre de 1978, menos de un mes después de nuestra experiencia en el Templo de São Paulo, fuimos bautizados y confirmados. Al día siguiente, participamos en la segunda sesión dedicatoria del Templo de São Paulo, Brasil. Un año más tarde regresamos al templo con nuestros dos hijos para ser sellados como familia. Esas tres ocasiones fueron experiencias hermosas e inolvidables; y a lo largo de los años hemos seguido perpetuando esos sentimientos al ir al templo con regularidad.
El día preciso en que se cumplieron veintiocho años después de nuestro bautismo, mi esposa y yo volvimos a encontrarnos en el Templo de São Paulo, Brasil; acababa de ser llamado como presidente del templo. Fue una experiencia emotiva el caminar por los pasillos de la casa del Señor y volver a experimentar los delicados sentimientos que habían sido el elemento catalizador de nuestra conversión.
El templo sigue brindando gran felicidad a mi esposa y a mí. Cuando vemos a una joven pareja entrar en el templo para ser sellados como familia eterna, sentimos gran esperanza.
Muchas personas a través del mundo están preparadas para oír el mensaje del Evangelio; sienten una sed parecida a la que yo sentía hace más de treinta años. El templo y sus ordenanzas son lo suficientemente potentes para saciar esa sed y llenar sus vacíos.