2013
Cuatro títulos
Mayo de 2013


Cuatro títulos

Quisiera mencionar cuatro títulos… que pueden ayudarnos a reconocer nuestras funciones individuales en el plan eterno de Dios y nuestro potencial como poseedores del sacerdocio.

Presidente Dieter F. Uchtdorf

Mis queridos hermanos y amados amigos, estar con ustedes me llena el corazón de gratitud y regocijo. Felicito a los padres y a los abuelos que han traído a sus hijos y nietos; y también a ustedes, los jóvenes que han decidido estar aquí hoy. Éste es el lugar donde deben estar. Espero que sientan la hermandad que nos une y ruego que aquí, entre sus hermanos, se sientan integrados y encuentren apoyo y amistad.

Los hombres a veces nos damos a conocer por medio de títulos; muchos de nosotros tenemos varios títulos y cada uno dice algo importante sobre nuestra identidad. Por ejemplo, algunos títulos describen nuestra función en la familia, como hijo, hermano, esposo y padre; otros describen nuestra ocupación en el mundo, como doctor, soldado o artesano; y algunos describen nuestros cargos en la Iglesia.

Hoy quisiera mencionar cuatro títulos que creo se aplican a todos los poseedores del sacerdocio alrededor del mundo; títulos que pueden ayudarnos a reconocer nuestras funciones individuales en el plan eterno de Dios y nuestro potencial como poseedores del sacerdocio en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Hijo del Padre Celestial

Un título que nos caracteriza a todos de forma más fundamental es hijo del Padre Celestial. No importa lo que seamos o lo que hagamos en la vida, no debemos olvidar nunca que somos literalmente hijos de Dios procreados en espíritu. Éramos Sus hijos antes de venir a este mundo y seremos Sus hijos para siempre. Esta verdad básica debería cambiar la forma en que nos vemos a nosotros mismos, a nuestros hermanos y hermanas, y a la vida misma.

Lamentablemente, ninguno de nosotros vive completamente a la altura de lo que ese título implica “por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios”1.

A veces puede ser desalentador saber lo que significa ser un hijo de Dios y a pesar de ello no estar a la altura de ello. Al adversario le gusta aprovecharse de esos sentimientos; Satanás prefiere que se definan por sus pecados en vez de por su potencial divino. Hermanos, no le presten atención.

Todos hemos visto a un niñito aprender a caminar. Da un corto paso y se tambalea; se cae. ¿Lo regañamos por el intento? Claro que no. ¿Qué padre castigaría a un pequeño por caerse? Lo alentamos, lo aplaudimos, lo elogiamos, porque con cada pasito el niño está volviéndose más como sus padres.

Ahora bien, en comparación con la perfección de Dios, nosotros, los seres mortales, somos apenas un poco más que un niñito tambaleante. Sin embargo, nuestro Padre Celestial desea que lleguemos a ser más parecidos a Él y, queridos hermanos, ésa también debe ser nuestra meta eterna. Dios comprende que no llegamos ahí en un instante sino dando un paso a la vez.

No creo en un Dios que establecería reglas y mandamientos esperando sólo que fracasemos para así castigarnos; creo en un Padre Celestial que es amoroso y se preocupa por nosotros, y que se regocija ante nuestros esfuerzos por vivir con rectitud y acercarnos a Él. Incluso cuando tropezamos, nos anima a no desalentarnos —a nunca darnos por vencidos ni abandonar nuestras responsabilidades— sino a tener valor, ejercer la fe y seguir intentándolo.

Nuestro Padre Celestial guía a Sus hijos y a menudo envía ayuda celestial invisible a quienes desean seguir al Salvador.

Discípulo de Jesucristo

Eso nos lleva al siguiente título que todos tenemos en común: a todos los que tratan con empeño de seguir al Cristo se los llama Sus discípulos. Aunque reconocemos que ninguno de nosotros es perfecto, no empleamos ese hecho como excusa para rebajar nuestras expectativas, para vivir por debajo de nuestros privilegios, para demorar el día de nuestro arrepentimiento ni para rehusarnos a llegar a ser mejores, más perfectos y más refinados seguidores de nuestro Maestro y Rey.

Recuerden que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no se ha establecido para hombres y mujeres que son perfectos o que no se vean afectados por tentaciones terrenales, sino para personas exactamente como ustedes y como yo. Y se establece sobre la roca de nuestro Redentor, el Señor Jesucristo2, por medio de cuya Expiación podemos ser purificados y convertirnos en “conciudadanos… y miembros de la familia de Dios”3.

Sin la expiación de Jesucristo, la vida sería un camino sin salida, sin esperanza ni futuro. Con la Expiación, la vida es una jornada de progreso y desarrollo, ennoblecedora e inspiradora, que nos conduce a la vida eterna en la presencia de nuestro Padre Celestial.

Sin embargo, aunque la Expiación tiene por objeto ayudarnos a llegar a ser más como Cristo, su fin no es hacer que todos seamos iguales. A veces, confundimos las diferencias de personalidad con el pecado; incluso quizás cometamos el error de pensar que porque alguien es diferente de nosotros no es aceptable ante Dios. Este modo de pensar lleva a algunos a creer que la Iglesia desea que todos los miembros se ajusten a un mismo molde, que cada uno de nosotros debe parecerse, sentir, pensar y conducirse como todos los demás. Eso contradiría la sabiduría de Dios, que creó a cada hombre diferente de su hermano, a cada hijo diferente de su padre; ni siquiera los gemelos idénticos son exactamente iguales en su personalidad ni en su identidad espiritual.

También contradice la finalidad y el propósito de la Iglesia de Jesucristo, que reconoce y protege el albedrío moral de cada uno de los hijos de Dios, con todas sus amplias consecuencias. Como discípulos de Jesucristo, estamos unidos en nuestro testimonio del Evangelio restaurado y en nuestro compromiso de guardar los mandamientos de Dios; pero somos distintos en nuestras preferencias culturales, sociales y políticas.

La Iglesia prospera cuando aprovechamos esa diversidad y nos alentamos unos a otros a desarrollar y emplear nuestras habilidades para elevar y fortalecer a nuestros condiscípulos.

Hermanos, el discipulado es una jornada de toda la vida siguiendo a nuestro Salvador. A lo largo de nuestro sendero metafórico desde Belén al Gólgota, tendremos muchas oportunidades de abandonar el trayecto. Habrá momentos en que pensemos que el camino exige más de lo que esperábamos, pero como hombres del sacerdocio, debemos tener el valor de seguir a nuestro Redentor aun cuando la cruz parezca demasiado pesada para cargar.

Con cada paso que demos para seguir al Hijo de Dios, quizás se nos recuerde que todavía no somos perfectos; pero seamos discípulos firmes y constantes. No nos demos por vencidos; seamos fieles a nuestros convenios; no perdamos nunca de vista a nuestro Abogado y Redentor al caminar hacia Él, un paso imperfecto tras otro.

Sanador de almas

Hermanos, si en verdad seguimos a nuestro Señor Jesucristo, debemos adoptar un tercer título: el de sanador de almas. A quienes hemos sido ordenados al sacerdocio de Dios se nos llama para consolar y aliviar a nuestro hermano4.

Nuestra labor es elevar, restaurar, fortalecer, levantar y sanar. Tenemos la asignación de seguir el ejemplo del Salvador y tender una mano a los que sufren; estamos “dispuestos a llorar con los que lloran… y a consolar a los que necesitan de consuelo”5; vendamos las heridas de los afligidos y somos quien “socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas”6.

Como maestros orientadores, somos sanadores; como líderes del sacerdocio, somos sanadores. Como padres, hijos, hermanos y esposos, debemos ser sanadores consagrados y dedicados. En una mano llevamos un frasco de aceite consagrado para bendecir a los enfermos; en la otra llevamos una hogaza de pan para alimentar al hambriento; y en el corazón llevamos la agradable palabra de Dios, “que sana el alma herida”7.

Ésa es nuestra primera y principal responsabilidad como poseedores del sacerdocio, y se aplica tanto a los poseedores del Sacerdocio Aarónico como a los del de Melquisedec. El evangelio restaurado de Jesucristo nos bendice no sólo cuando creemos en él, sino mucho más cuando lo vivimos. Es al aplicar los principios del Evangelio que las personas se elevan y las familias se fortalecen. Tenemos el privilegio y la responsabilidad no solamente de decir lo correcto sino de hacer lo correcto.

El Salvador es el ejecutor de milagros; Él es el gran Sanador; es nuestro ejemplo, nuestra luz, aun en los momentos más tenebrosos, y nos muestra el camino correcto.

Sigámoslo. Elevémonos hacia nuestro cometido y convirtámonos en sanadores prestando servicio a Dios y a nuestros semejantes.

Heredero de vida eterna

El cuarto título que todos compartimos nos lleva de vuelta al primero de la lista. Como hijos de nuestro Padre Celestial, somos herederos de todo lo que Él tiene.

“…el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.

“Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”8.

Piensen en eso, mis queridos hermanos: ¡Somos coherederos con Cristo!

Entonces, ¿tiene algún sentido que muchos de nosotros empleemos tanto de nuestro valioso tiempo, pensamientos, medios y energías en busca de prestigio o de riquezas, o en entretenernos con el instrumento electrónico más nuevo e interesante?

El Señor nos ha puesto delante la promesa divina de que “quienes son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios… y magnifican su llamamiento… a mí me reciben, dice el Señor… y el que me recibe a mí, recibe a mi Padre… por tanto, todo lo que mi Padre tiene le será dado”9.

No alcanzo a imaginar todo lo que abarca esa promesa; no obstante, sé sin duda que es grandiosa, es divina, es eterna y merece todo nuestro esfuerzo en esta vida.

Sabiéndolo, ¿cómo es posible que no nos dediquemos con buena disposición y gozo a servir al Señor y al prójimo y a vivir a la altura de nuestras responsabilidades en el sacerdocio de Dios?

Ésta es una labor muy noble que desafiará todos nuestros sentidos y exigirá el uso de todas nuestras habilidades. ¿Deseamos ver que los cielos se abran y recibir las impresiones del Santo Espíritu mostrándonos el camino? Si es así, ¡tomemos la hoz y pongamos el hombro en esta gran obra, una causa más grande que nosotros mismos!

El servir a Dios y al prójimo será un desafío y nos transformará en algo mucho más grande de lo que podríamos haber imaginado.

Tal vez piensen que no se los necesita, que se los deja de lado o que son una carga, que no son nadie.

Lamento sinceramente si algún poseedor del sacerdocio piensa de esa manera. Por cierto, su Padre Celestial no los deja de lado ni siente que son una carga; Él los ama; y les aseguro que su Iglesia los necesita.

¿Saben “que lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte”10?

Quizás sea verdad que somos débiles y que no somos sabios ni poderosos; pero cuando Dios obra por nuestro intermedio, nada ni nadie triunfará contra nosotros11.

Por eso se los necesita. Ustedes tienen una contribución especial que hacer y Dios puede magnificarla poderosamente. Su capacidad de contribuir no depende de su llamamiento en la Iglesia; tienen incontables oportunidades de prestar servicio. Si están esperando en la línea lateral, los aliento a que entren en el juego.

No esperen un llamamiento en particular para embarcarse totalmente en la edificación del reino de Dios; como poseedores del sacerdocio, ya se los ha llamado a la obra. Estudien diariamente la palabra de Dios, oren al Padre Celestial todos los días, asimilen los principios del Evangelio restaurado, agradezcan a Dios y pídanle Su guía. Luego, vivan lo que hayan aprendido, primero en el seno de su familia pero también en todas las situaciones de la vida.

En la sinfonía del grandioso Compositor, ustedes tienen su parte especial que tocar, sus propias notas que cantar. Si no la ejecutan, la sinfonía ciertamente continuará; pero si se levantan, se unen al coro y dejan que el poder de Dios obre en ustedes, verán que se abren “las ventanas de los cielos” y que Él derramará una “bendición hasta que sobreabunde”12. Elévense hasta alcanzar su verdadero potencial como hijos de Dios y serán una fuerza para el bien en su familia, en el hogar, en la comunidad, en la nación y, ciertamente, en el mundo.

Y en el proceso, conforme ustedes “[pierdan] su vida” en el servicio a los demás13, progresarán y se desarrollarán hasta alcanzar “la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”14. Entonces estarán preparados para heredar, con Cristo, todo lo que el Padre tiene.

Ustedes son importantes para Dios

Mis queridos hermanos, mis queridos amigos, ustedes son importantes; se les ama, se les necesita. Esta obra es verdadera. El sacerdocio que tienen el privilegio de poseer es, en verdad, de Dios.

Ruego que, al meditar sobre los muchos títulos de un digno poseedor del sacerdocio, descubran el viento divino que sopla a sus espaldas elevándolos cada vez más hacia la grandiosa herencia que su Padre Celestial les tiene reservada. Dejo con ustedes esta bendición y mi testimonio; en el nombre de Jesucristo. Amén.