Seguidores de Cristo
Seguir a Cristo no supone un ejercicio ocasional o casual, sino una dedicación continua y una manera de vivir que se aplica en todo tiempo y en todo lugar.
Uno de nuestros himnos más preciados, que el Coro del Tabernáculo cantó esta mañana empieza con estas palabras:
“Venid a mí,” mandó Jesús.
Andemos en divina luz;
sólo así, por Su poder,
uno con Dios podemos ser1.
Esas palabras, inspiradas en la primera invitación del Salvador a Sus discípulos (véase Mateo 4:19), las escribió John Nicholson, un converso escocés. Al igual que muchos de nuestros primeros líderes, él tenía poca instrucción formal pero tenía un amor profundo por nuestro Salvador y por el Plan de Salvación2.
Todos los mensajes de esta conferencia nos ayudan a seguir los pasos de nuestro Salvador, cuyo ejemplo y cuyas enseñanzas definen el sendero de todo seguidor de Jesucristo.
Como todos los cristianos, los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días estudian la vida de nuestro Salvador como se halla en Mateo, Marcos, Lucas y Juan, en el Nuevo Testamento. Repasaré algunos ejemplos y enseñanzas que se encuentran en estos cuatro libros de la Santa Biblia, e invito a cada uno de nosotros y a todo cristiano a considerar la forma en que esta Iglesia restaurada y cada uno de nosotros califica para ser seguidor de Cristo.
Jesús enseñó que el bautismo era necesario para entrar en el reino de Dios (véase Juan 3:5). Comenzó Su ministerio mediante Su bautismo (véase Marcos 1:9), y tanto Él como Sus seguidores bautizaron a otras personas (véase Juan 3:22–26). Lo mismo hacemos nosotros.
Jesús empezó Su predicación invitando a Sus oyentes a arrepentirse (véase Mateo 4:17). Ése todavía es el mensaje de Sus siervos al mundo.
A lo largo de Su ministerio, Jesús dio mandamientos, y enseñó: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15; véanse también los versículos 21, 23). Afirmó que el guardar Sus mandamientos exigiría a Sus seguidores dejar atrás lo que Él llamó “lo que los hombres tienen por sublime” (Lucas 16:15) y “la tradición de los hombres” (Marcos 7:8; véase también el versículo 13). Además advirtió: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso os aborrece el mundo” (Juan 15:19). Como más tarde declaró el apóstol Pedro, los seguidores de Jesús habían de ser “pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:9).
Los Santos de los Últimos Días entienden que no debemos ser “del mundo” o estar ligados a “la tradición de los hombres”, pero al igual que a otros seguidores de Cristo, a veces nos resulta difícil separarnos del mundo y de sus tradiciones. Algunos siguen los modelos mundanos porque, como dijo Jesús al referirse a ciertas personas a las que Él enseñó, “amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:43). Las formas en que no seguimos a Cristo son demasiado numerosas y delicadas para enumerarlas aquí. Abarcan desde cosas como lo que es políticamente correcto, los extremos en la vestimenta y en el arreglo personal, hasta desviaciones de los valores básicos como la naturaleza eterna de la familia y su función.
Las enseñanzas de Jesús no tenían por objeto ser teóricas. Siempre fueron para ponerlas en práctica. Jesús enseñó: “A cualquiera, pues, que me oye estas palabras y las hace, le compararé a un hombre prudente” (Mateo 7:24; véase también Lucas 11:28) y “Bienaventurado aquel siervo al que, cuando su señor venga, le halle haciendo así” (Mateo 24:46). En otro preciado himno, cantamos:
Como lo enseñó Jesús, quienes lo amen guardarán Sus mandamientos; serán obedientes, como enseñó el presidente Thomas S. Monson esta mañana. Seguir a Cristo no supone un ejercicio ocasional o casual, sino una dedicación continua y una manera de vivir que se aplica en todo tiempo y en todo lugar. El Salvador enseñó este principio y cómo debemos recordarlo y fortalecernos para seguirlo cuando instituyó la ordenanza de la Santa Cena (o comunión, como la llaman otras personas). Sabemos, mediante la revelación moderna, que Él mandó que Sus seguidores participaran de los emblemas en memoria de Él (véase Traducción de José Smith, Mateo 26:22 [en el apéndice de la Biblia]; Traducción de José Smith, Marcos 14:21–24 [en el apéndice de la Biblia]). Los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días seguimos ese mandamiento cada semana al asistir a un servicio de adoración en el que participamos del pan y del agua y hacemos convenio de que siempre lo recordaremos y guardaremos Sus mandamientos.
Jesús enseñó que los hombres deben “orar siempre” (Lucas 18:1). También dio el ejemplo, como cuando “pasó la noche orando a Dios” (Lucas 6:12) antes de llamar a Sus Doce Apóstoles. Al igual que otros cristianos, nosotros oramos en todos nuestros servicios de adoración. También oramos para pedir guía, y enseñamos que debemos hacer oraciones personales con frecuencia y ponernos de rodillas para orar en familia a diario. Como Jesús, oramos a nuestro Padre que está en los cielos, y lo hacemos en el sagrado nombre de Jesucristo.
El Salvador llamó a Doce Apóstoles para que ayudaran en la Iglesia de Él y les dio las llaves y la autoridad para seguir adelante tras Su muerte (véanse Mateo 16:18–19; Marcos 3:14–15, 6:7; Lucas 6:13). La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, siendo la Iglesia de Jesucristo restaurada, sigue este modelo en su organización y al conferir las llaves y la autoridad a apóstoles.
Algunos a quienes Jesús llamó para que lo siguieran no respondieron de inmediato, sino que procuraron una postergación para encargarse de obligaciones familiares. Jesús les contestó: “…Ninguno que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios” (Lucas 9:62). Muchos Santos de los Últimos Días practican esa prioridad que enseñó Jesús; incluso el ejemplo maravilloso de miles de misioneros mayores y de otras personas que han dejado atrás a sus hijos y nietos para desempeñar los deberes misionales a los que han sido llamados.
Jesús enseñó que Dios creó el hombre y la mujer, y que el hombre ha de dejar a sus padres y unirse a su esposa (véase Marcos 10:6–8). Nuestro cometido a este principio se conoce muy bien.
En la conocida parábola de la oveja perdida, Jesús enseñó que tenemos que hacer un esfuerzo adicional para ir en busca de cualquier integrante del rebaño que se haya desviado (véase Mateo 18:11–14; Lucas 15:3–7). Como sabemos, el presidente Thomas S. Monson ha puesto gran énfasis en esta instrucción mediante sus ejemplos y enseñanzas memorables acerca de rescatar a nuestros semejantes4.
En nuestros esfuerzos por rescatar y servir, seguimos el ejemplo único del Salvador y Sus tiernas enseñanzas acerca del amor: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Incluso nos mandó amar a nuestros enemigos (véase Lucas 6:27–28); y en Sus grandiosas enseñanzas al final de Su ministerio mortal, dijo:
“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros.
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (Juan 13:34–35).
Como parte de lo que es amarnos los unos a los otros, Jesús enseñó que cuando alguien nos hace daño debemos perdonarlo (véase Mateo 18:21–35; Marcos 11:25–26; Lucas 6:37). Aunque a muchos les cuesta este difícil mandamiento, todos conocemos ejemplos inspiradores de Santos de los Últimos Días que han perdonado con amor, aun en situaciones de gravísimos males. Por ejemplo, Chris Williams se valió de su fe en Jesucristo para perdonar al conductor ebrio que provocó la muerte de su esposa y dos de sus hijos. Apenas dos días después de la tragedia, y cuando todavía estaba sumamente desconsolado, este hombre lleno de perdón, que entonces servía como uno de nuestros obispos, dijo: “Como discípulo de Cristo, no tenía otra opción”5.
La mayoría de los cristianos ayudan al pobre y al necesitado como enseñó Jesús (véase Mateo 25:31–46; Marcos 14:7). En cuanto a seguir esta enseñanza del Salvador, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y sus miembros se distinguen. Nuestros miembros contribuyen generosamente a organizaciones benéficas, prestan servicio personal y dan otras dádivas a los pobres y a los necesitados. Además, nuestros miembros ayunan por dos comidas cada mes y donan al menos el costo de esas comidas a modo de ofrenda de ayuno, lo cual nuestros obispos y presidentes de rama emplean para ayudar a los miembros necesitados. El ayunar para asistir al hambriento es un acto de caridad y, cuando se hace con una intención pura, es un festín espiritual.
Menos conocido es el servicio humanitario de nuestra Iglesia. Con fondos donados por miembros generosos, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días envía comida, ropa y otros elementos básicos para aliviar el sufrimiento de adultos y niños en todo el mundo. Estos donativos, que en la última década llegaron a cientos de millones de dólares, se entregan sin distinción de religión, raza ni nacionalidad.
Nuestro enorme operativo de ayuda después del terremoto y tsunami de 2011 en Japón brindó 13 millones de dólares estadounidenses en efectivo y en suministros. Además, más de 31.000 voluntarios de la Iglesia prestaron más de 600.000 horas de servicio. Nuestra ayuda a las víctimas del huracán Sandy en el este de Estados Unidos incluyó grandes donativos de distintos recursos, además de casi 300.000 horas de servicio en limpieza llevada a cabo por casi 28.000 miembros de la Iglesia. Entre muchos otros ejemplos del año pasado, dimos unos 136.000 kilos de ropa y calzado a los refugiados de la nación africana de Chad. En el último cuarto de siglo, hemos ayudado a casi 30 millones de personas en 179 países6. En verdad, los que denominamos “mormones” saben dar al pobre y al necesitado.
En Su última enseñanza bíblica, nuestro Salvador asignó a Sus seguidores llevar Sus enseñanzas a toda nación y toda criatura. Desde el principio de la Restauración, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días ha procurado seguir esa enseñanza. Incluso cuando éramos una Iglesia nueva, pobre y con dificultades que apenas tenía unos pocos miles de miembros, nuestros primeros líderes enviaron misioneros a través de los océanos, al este y al oeste. Como pueblo, hemos seguido enseñando el mensaje cristiano hasta que, en la actualidad, nuestro singular programa misional cuenta con más de 60.000 misioneros de tiempo completo y con otros miles que sirven a medio tiempo. Tenemos misioneros en más de 150 países y territorios de todo el mundo.
Como parte de Su gran Sermón del Monte, Jesús enseñó: “Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). El propósito de esta enseñanza y de seguir a nuestro Salvador es venir al Padre, a quien el Salvador se refirió como “mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Juan 20:17).
De la revelación moderna, exclusiva del Evangelio restaurado, sabemos que el mandamiento de buscar la perfección es parte del plan que Dios el Padre tiene para la salvación de Sus hijos. En ese plan somos todos herederos de nuestros Padres Celestiales “Somos hijos de Dios”, enseñó el apóstol Pablo, “y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Cristo” (Romanos 8:16–17). Esto significa, como se nos dice en el Nuevo Testamento, que somos “herederos de vida eterna” (Tito 3:7) y que, si venimos al Padre, hemos de “[heredar] todas las cosas” (Apocalipsis 21:7) —todo lo que Él tiene— un concepto que nuestras mentes mortales apenas pueden comprender. Pero al menos podemos entender que lograr ese destino final en la eternidad sólo es posible si seguimos a nuestro Salvador Jesucristo, quien enseñó que “nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6). Procuramos seguirlo y ser más como Él, aquí y en el más allá. Es así que en las últimas estrofas de nuestro himno “Venid a Mí” cantamos:
“Llevad mi yugo, y sabed
que soy humilde, y haced
lo que os mando y veréis
la gloria que recibiréis”.
Su gran ejemplo nos mostró;
la senda Él nos indicó:
“Venid a mí a descansar,
en paz y gloria a morar”7.
Testifico de nuestro Salvador Jesucristo, cuyas enseñanzas y ejemplo procuramos seguir. Él nos invita a todos los que estemos trabajados y cansados a venir a Él, a aprender de Él, a seguirle, y así hallar descanso para nuestras almas (véase Mateo 4:19; 11:28). Testifico de la veracidad de Su mensaje y de la misión y autoridad divinas de Su Iglesia restaurada. En el nombre de Jesucristo. Amén.