Tenía bastante para compartir
Brent Fisher, California, EE. UU.
Siempre había considerado la preparación para las emergencias desde el punto de vista de velar por mi familia y por mí mismo. Sin embargo, aprendí a pensar en ello de forma diferente un domingo por la mañana de 1992, en el sur de Florida. El huracán Andrew, uno de los más destructivos y devastadores que han asolado los Estados Unidos, irrumpió en Miami, Florida, una bella mañana de verano.
Me encontraba viviendo temporalmente en un apartamento junto a la playa mientras asistía a un programa de adiestramiento laboral de tres meses. Cuando llegó la alerta del huracán y nos enteramos de que teníamos que evacuar nuestro complejo de apartamentos para el mediodía, un compañero de trabajo reservó habitaciones en un hotel alejado de la costa para mis colegas y para mí. Recubrí con madera todas las ventanas y guardé mis pertenencias personales.
Como anticipaba la visita de mi esposa e hijos, quienes iban a quedarse por una semana, yo había comprado suficientes alimentos y agua para mi familia de seis. Me tranquilizaba saber que tenía un lugar seguro donde refugiarme, y que tendría suficiente comida para varias semanas.
A las 10:30 de la mañana ya estaba listo para irme; me sentía bien, ya que todo estaba en orden. Me arrodillé para orar, le di gracias al Padre Celestial por mis bendiciones y le pedí Su ayuda durante la tormenta que se avecinaba; al final de mi oración, el Espíritu me inspiró a decir: “Si hay alguien que necesite ayuda, por favor, ayúdame a encontrarlo”.
A los pocos minutos, una viuda de unos 80 años tocó a mi puerta. “Disculpe”, me dijo; “toqué a la puerta equivocada; estoy buscando a una amiga”.
Se veía exhausta. Cuando le pregunté si la podía ayudar, ella se turbó y dijo que no sabía qué hacer ni a dónde ir. Le pregunté dónde vivía y fuimos juntos a su apartamento; evaluamos su situación y examinamos sus opciones.
Le comenté que mi empresa quizás tuviera espacio en una de nuestras habitaciones de hotel, y la invité a quedarse con nuestro grupo. Ella suspiró aliviada. Empacamos rápidamente, aseguramos su apartamento y sus pertenencias e hice arreglos con un colega para que llevara el auto de ella al hotel.
Cuando ya me iba, otras dos viudas pidieron ayuda. Las ayudé a calmarse para que pudieran pensar con claridad y ver dónde podrían refugiarse. Cuando estaba recogiendo el equipaje de un compañero de trabajo, otra señora mayor nos pidió ayuda. Guardamos todas sus frágiles pertenencias en lugares seguros y la ayudamos a preparase para marcharse.
Mientras tanto, otros colegas habían invitado a dos jóvenes estudiantes, que habían estado viviendo en una isla, a quedarse con nuestro grupo en el hotel. La única comida que ellos tenían eran unos bocadillos y una pequeña botella de agua mineral. Afortunadamente, yo tenía bastante para compartir, no sólo con ellos, sino también con todos los demás.
¡Qué bendición fue el estar preparado y recibir la guía del Señor! Eso me permitió ejercer una influencia tranquilizante en momentos de angustia y poder dedicar casi todo mi tiempo a ayudar a los demás sin preocuparme de mí mismo. Ahora tengo en mayor estima el consejo de nuestros líderes del sacerdocio de estar preparados.