El sacerdocio: Un don sagrado
A cada uno de nosotros se nos ha confiado uno de los dones más preciados que jamás se hayan conferido a la humanidad.
Uno de mis recuerdos más nítidos es haber asistido a la reunión del sacerdocio como diácono recién ordenado y haber cantado el primer himno: “Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio”1. Esta noche, para todos los que estamos aquí reunidos en el Centro de Conferencias, y por todo el mundo, me hago eco del espíritu de ese himno especial y les digo: “Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio”. Consideremos nuestros llamamientos; reflexionemos sobre nuestras responsabilidades; determinemos cuál es nuestro deber; y sigamos a Jesucristo, nuestro Señor. Aunque nos diferenciemos en edad, costumbres y nacionalidades, somos uno en nuestro llamamiento del sacerdocio.
Para cada uno de nosotros, la restauración del Sacerdocio Aarónico a Oliver Cowdery y a José Smith por Juan el Bautista, es de gran importancia. Igualmente, la restauración del Sacerdocio de Melquisedec a José y a Oliver por Pedro, Santiago y Juan, es un acontecimiento de gran valor.
Tomemos seriamente los llamamientos, las responsabilidades y los deberes que son parte del sacerdocio que poseemos.
Sentí una gran responsabilidad cuando se me llamó para ser el secretario de mi quórum de diáconos. Preparé con mucho cuidado los registros que llevaba, pues deseaba hacer lo mejor que podía en ese llamamiento. Me enorgullecía del trabajo que realizaba. Hacer todo lo que esté a mi alcance y dar mi mejor esfuerzo ha sido mi objetivo en cualquier llamamiento que he tenido.
Espero que a cada jovencito que haya sido ordenado al Sacerdocio Aarónico se le haya dado una percepción espiritual del carácter sagrado del llamamiento al que ha sido ordenado, así como oportunidades para magnificar ese llamamiento. Yo recibí una de esas oportunidades cuando era diácono y el obispado me pidió que llevara la Santa Cena a una persona confinada a su casa que vivía como a kilómetro y medio de nuestra capilla. Ese domingo especial por la mañana, al tocar a la puerta del hermano Wright y escuchar su temblorosa voz decir: “Adelante”, entré no sólo a su humilde casa, sino también a una habitación llena del Espíritu del Señor. Me acerqué a la cama del hermano Wright y con cuidado puse un pedazo de pan en sus labios; luego sostuve el vaso de agua para que pudiera tomar. Al salir de allí, vi lágrimas en sus ojos cuando me dijo: “Que Dios te bendiga, hijo”. Y Dios me bendijo; con un aprecio por los emblemas sagrados de la Santa Cena y por el sacerdocio que poseía.
Ningún diácono, maestro o presbítero de nuestro barrio olvidará las visitas memorables que hicimos a Clarkston, Utah, a la tumba de Martin Harris; uno de los Tres Testigos del Libro de Mormón. Al rodear la elevada columna de granito que marca su sepultura, conforme uno de los líderes del quórum leía esas penetrantes palabras de “El Testimonio de Tres Testigos” que se encuentra al principio del Libro de Mormón, empezamos a apreciar ese sagrado registro y las verdades que se encuentran en él.
En esos años nuestro objetivo era llegar a ser como los hijos de Mosíah. De ellos se dijo:
“…se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sano entendimiento, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios.
“Mas esto no es todo; se habían dedicado a mucha oración y ayuno; por tanto, tenían el espíritu de profecía y el espíritu de revelación, y cuando enseñaban, lo hacían con poder y autoridad de Dios”2.
No puedo pensar en una meta más admirable para un joven que la de que se lo describa como fueron los valientes y justos hijos de Mosíah.
Cuando estaba por cumplir los dieciocho años y me estaba preparando para entrar al servicio militar obligatorio, exigido a los jóvenes durante la Segunda Guerra Mundial, se me recomendó para recibir el Sacerdocio de Melquisedec; pero primero debía llamar por teléfono a mi presidente de estaca, Paul C. Child, para una entrevista. Él era alguien que amaba y entendía las Santas Escrituras, y estaba decidido a que todos las amaran y entendieran de la misma manera. Tras haber escuchado a algunos de mis amigos hablar sobre sus detalladas y minuciosas entrevistas, deseé tener que demostrar al mínimo mi conocimiento de las Escrituras; por tanto, cuando lo llamé le sugerí que nos reuniéramos el domingo siguiente a una hora en la que yo sabía era sólo una hora antes de que empezara su reunión sacramental.
Su respuesta fue: “Oh, hermano Monson, eso no nos daría suficiente tiempo para examinar con detenimiento las Escrituras”, tras lo cual sugirió que nos reuniéramos tres horas antes de su reunión sacramental, indicándome que llevara conmigo el juego de Escrituras que yo hubiera marcado y en los que hubiera correlacionado pasajes.
Cuando llegué a su casa el domingo, me recibió cálidamente, y entonces comenzó la entrevista. El presidente Child dijo: “Hermano Monson, tú posees el Sacerdocio Aarónico. ¿En alguna ocasión te han ministrado ángeles?”. Le respondí que no. Cuando me preguntó si yo sabía que tenía derecho a ello, nuevamente le respondí que no.
Me indicó: “Hermano Monson, repite de memoria la sección 13 de Doctrina y Convenios”.
Yo comencé: “Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles…”.
“Detente”, me dijo el presidente Child. Entonces, con voz tranquila y amable, me aconsejó: “Hermano Monson, nunca olvides que como poseedor del Sacerdocio Aarónico tienes derecho al ministerio de ángeles”.
Fue casi como si un ángel estuviera en la habitación ese día. Nunca he olvidado la entrevista. Todavía siento el espíritu de esa ocasión solemne cuando leímos juntos sobre las responsabilidades, los deberes y las bendiciones del Sacerdocio Aarónico y del Sacerdocio de Melquisedec, bendiciones que se reciben no sólo para nosotros sino también para nuestras familias y otras personas que tendremos el privilegio de servir.
Fui ordenado élder, y el día de mi partida para cumplir el servicio activo en la marina, un miembro del obispado de mi barrio se unió a mi familia y amigos en la estación de trenes para despedirme. Justo antes de abordar el tren, puso en mi mano un pequeño libro titulado Manual misional. Me reí y comenté que yo no iba a la misión.
Él respondió: “Llévatelo de todos modos. Quizás te sirva de algo”.
Y así fue. Yo necesitaba un objeto duro rectangular para poner al fondo de mi bolsa de marinero a fin de que mi ropa se mantuviera firme y así no se arrugara tanto. El Manual misional fue justo lo que necesitaba, y dio muy buen servicio en la bolsa de marinero por doce semanas.
La noche antes de tomar nuestra licencia de Navidad, todos estábamos pensando en nuestra casa. Las barracas estaban en silencio; pero luego el silencio se rompió cuando mi compañero de la litera contigua —un joven mormón, Leland Merrill— empezó a gemir de dolor. Le pregunté qué le pasaba, y dijo que se sentía muy enfermo. No quería ir al dispensario de la base, porque sabía que si lo hacía le impediría ir a su casa al día siguiente.
Con el paso de las horas parecía que iba empeorando y, finalmente, como sabía que yo era élder, me pidió que le diera una bendición del sacerdocio.
Nunca antes había dado una bendición del sacerdocio, nunca había recibido una bendición, y tampoco había presenciado dar una bendición. Al orar en silencio pidiendo ayuda, recordé el Manual misional al fondo de mi bolsa de marinero. Rápidamente vacié la bolsa y llevé el libro hasta la lamparilla, donde leí la forma de bendecir a los enfermos. Con muchos marineros curiosos observando, procedí a darle la bendición. Antes de que pudiera poner todo de nuevo en el bolso, Leland Merrill estaba durmiendo como un niño, y a la mañana siguiente despertó sintiéndose bien. La gratitud que todos sentimos por el poder del sacerdocio fue inmensa.
Los años me han brindado más oportunidades de dar bendiciones a quienes las necesitaban, más de las que puedo contar. Cada oportunidad me ha dejado profundamente agradecido de que Dios me haya confiado este don sagrado. Siento gran reverencia por el sacerdocio; he sido testigo de su poder una y otra vez; he visto su fuerza y me he maravillado con los milagros que ha producido.
Hermanos, a cada uno de nosotros se nos ha confiado uno de los dones más preciados que jamás se hayan conferido a la humanidad. Conforme honremos nuestro sacerdocio y vivamos la vida de manera que seamos dignos en todo momento, las bendiciones del sacerdocio fluirán por medio de nosotros. Me encantan las palabras que se encuentran en Doctrina y Convenios sección 121, versículo 45, que enseña lo que debemos hacer para ser dignos: “Deja… que tus entrañas se llenen de caridad para con todos los hombres, y para con los de la familia de la fe, y deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo”.
Como poseedores del sacerdocio de Dios, estamos embarcados en la obra del Señor Jesucristo. Hemos respondido a Su llamado y estamos en Su obra. Aprendamos de Él; sigamos Sus pasos; vivamos Sus preceptos. Si lo hacemos, estaremos preparados para cualquier servicio que nos llame a efectuar. Ésta es Su obra; ésta es Su Iglesia. Ciertamente, Él es nuestro capitán, el Rey de gloria, sí, el Hijo de Dios. Testifico que Él vive; y lo hago en Su santo nombre. Amén.