La música del Evangelio
La música del Evangelio es el gozoso sentimiento espiritual que procede del Espíritu Santo, el cual produce un cambio en el corazón.
Hace años, escuché una entrevista radiofónica a un joven médico que trabajaba en un hospital del País navajo, en la que relataba la experiencia que había tenido una noche cuando un indígena estadounidense ya anciano, de pelo largo y trenzado, llegó a la sala de urgencias. El joven médico tomó su tablilla con sujetapapeles, se acercó al hombre y le dijo: “¿En qué puedo ayudarlo?”. El anciano miró hacia delante y no dijo nada. El médico, sintiéndose algo impaciente, lo intentó de nuevo. “Si no me habla, no puedo ayudarlo”, le dijo. “Dígame por qué ha venido al hospital”.
Entonces el anciano lo miró y dijo: “¿Usted baila?”. Al considerar el joven médico la extraña pregunta, se le ocurrió que tal vez el paciente era un curandero que, según las antiguas costumbres tribales, procuraba sanar a los enfermos mediante cánticos y bailes en vez de con medicamentos recetados.
“No”, dijo el médico. “No bailo ¿y usted?”. El anciano asintió con la cabeza y el médico le preguntó: “¿Puede enseñarme a bailar?”.
La respuesta del hombre ha sido para mí un motivo de reflexión durante muchos años: “Yo puedo enseñarle a bailar”, respondió, “pero usted tiene que oír la música”.
A veces, en nuestro hogar, enseñamos con éxito los pasos de baile, pero no logramos ayudar a los miembros de nuestra familia a que oigan la música. Como muy bien sabía el viejo curandero, es difícil bailar sin música, pues resulta incómodo, no satisface y hasta es vergonzoso. ¿Alguna vez lo han intentado?
En la sección 8 de Doctrina y Convenios, el Señor enseñó a José Smith y a Oliver Cowdery: “Sí, he aquí, hablaré a tu mente y a tu corazón por medio del Espíritu Santo que vendrá sobre ti y morará en tu corazón” (versículo 2). Aprendemos los pasos de baile con la mente, pero oímos la música con el corazón. Los pasos de baile del Evangelio son las cosas que hacemos; la música del Evangelio es el gozoso sentimiento espiritual que procede del Espíritu Santo, el cual produce un cambio en el corazón y es la fuente de todo deseo justo. Aprender los pasos de baile requiere disciplina, pero el gozo del baile se puede experimentar sólo cuando logramos oír la música.
Hay quienes ridiculizan a los miembros de la Iglesia por lo que hacemos, lo cual es comprensible. Los que bailan a veces pueden parecer extraños, excéntricos o, si empleamos un término de las Escrituras en inglés, “peculiares” (1 Pedro 2:9) para quienes no oyen la música. ¿Alguna vez se han detenido en un semáforo al lado de otro auto cuyo conductor se estaba moviendo y cantando a todo pulmón, pero no podían oír la música porque ustedes tenían las ventanillas cerradas? ¿No lo vieron un poco peculiar? Si nuestros hijos aprenden los pasos de baile sin aprender a oír ni a sentir la bella música del Evangelio, con el tiempo se sentirán incómodos con el baile y dejarán de bailar o, lo que es casi igual de malo, siguen bailando por la presión que sienten de los que bailan a su alrededor.
El desafío que tenemos quienes procuramos enseñar el Evangelio es enseñar más que los pasos de baile. La felicidad de nuestros hijos depende de su capacidad para oír y amar la bella música del Evangelio. ¿Cómo se hace?
Primero, nuestra vida tiene que estar sintonizada con la frecuencia espiritual correcta. En los viejos tiempos, antes de la era digital, para encontrar nuestra emisora favorita de radio hacíamos girar el dial cuidadosamente hasta sintonizar perfectamente con la frecuencia de la emisora. Al acercarnos al número, sólo oíamos estática, pero cuando la sintonizábamos con precisión, nuestra música favorita se oía con claridad. En la vida tenemos que sintonizar la frecuencia correcta para poder oír la música del Espíritu.
Cuando recibimos el don del Espíritu Santo después del bautismo, somos llenos de la música celestial que acompaña a la conversión. Nuestro corazón cambia y “ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). Pero el Espíritu no tolera la falta de bondad, el orgullo ni la envidia. Si perdemos esa delicada influencia en nuestra vida, las ricas armonías del Evangelio no tardarán en tornarse desafinadas y, en última instancia, quedarán silenciadas. Alma formuló la pregunta conmovedora: “…si habéis sentido el deseo de cantar la canción del amor que redime, quisiera preguntaros: ¿Podéis sentir esto ahora?” (Alma 5:26).
Padres, si nuestra vida no está en armonía con la música del Evangelio, necesitamos sintonizarla. Tal y como nos enseñó el presidente Thomas S. Monson el pasado mes de octubre, debemos examinar la senda de nuestros pies (véase “Examina la senda de tus pies”, Liahona, noviembre de 2014, págs. 86–88). Sabemos cómo hacerlo. Debemos caminar por el mismo sendero que recorrimos cuando oímos los compases de la música del Evangelio por primera vez. Ejercemos fe en Cristo, nos arrepentimos y tomamos la Santa Cena, sentimos más intensamente la influencia del Espíritu Santo, y la música del Evangelio suena de nuevo en nuestra vida.
Segundo, cuando podemos oír la música por nosotros mismos, debemos poner nuestro mejor empeño por ejecutarla en nuestro hogar. No se trata de algo que se puede forzar ni imponer. “Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio” —ni en virtud de ser el padre, la madre, el más grande o el de voz más potente— “sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre… por amor sincero [y] por bondad” (D. y C. 121:41–42).
¿Por qué esos atributos producirían un poder y una influencia mayores en el hogar? Porque son los atributos que invitan al Espíritu Santo; son los atributos que sintonizan el corazón con la música del Evangelio; cuando están presentes, todos los bailarines de la familia ejecutarán los pasos de baile de manera más natural y alegre sin necesidad de amenazas, intimidación ni compulsión.
Cuando nuestros hijos son pequeños, podemos cantarles la canción de cuna del amor sincero, y cuando son obstinados y se niegan a irse a la cama a dormir, tal vez debamos cantarles la canción de cuna de la longanimidad. Cuando son adolescentes, podemos desintonizar la cacofonía de las discusiones y amenazas y, en su lugar, tocar la bella música de la persuasión, y quizás cantar la segunda estrofa de la canción de cuna de la longanimidad. Los padres pueden interpretar en perfecta armonía los atributos de la benignidad y la mansedumbre que se complementan. Podemos invitar a nuestros hijos a sumarse a cantar al unísono con nosotros mientras practicamos la bondad con un vecino necesitado.
No todo se va a producir de repente. Como bien sabe cualquier músico consumado, la práctica diligente es necesaria para tocar música hermosa. Si los primeros intentos de tocar música resultaron disonantes y discordantes, recuerden que la disonancia no se corrige con la crítica. En el hogar, la disonancia es como la oscuridad de un cuarto: no se consigue nada regañando a la oscuridad; debemos desplazarla con la luz.
Si los bajos en su coro familiar suenan demasiado fuertes y excesivos, o si los instrumentos de cuerda en la orquesta de su familia están un poco altos o desafinados, o si los impetuosos flautines suenan desafinados o fuera de control, tengan paciencia. Si no oyen la música del Evangelio en su hogar, recuerden estas dos palabras: sigan practicando. Con la ayuda de Dios, llegará el día en que la música del Evangelio llenará su hogar con un gozo inefable.
Aun cuando se ejecute bien, la música no solucionará todos los problemas. Nuestra vida seguirá teniendo crescendos y decrescendos, staccatos y legatos, pues tal es la naturaleza de la vida en la Tierra.
Pero cuando agregamos música a los pasos de baile, los ocasionales y complicados ritmos de la vida matrimonial y familiar tienden a encontrar un equilibrio armónico; incluso las pruebas más difíciles aportarán tonalidades melancólicas y motivos conmovedores. Las doctrinas del sacerdocio empezarán a destilar sobre nuestra alma como rocío del cielo; el Espíritu Santo será nuestro compañero constante y nuestro cetro —una clara referencia al poder y la influencia— será un cetro inmutable de justicia y de verdad; nuestro dominio será un dominio eterno que, sin ser compelido, fluirá hacia nosotros para siempre jamás (véase D. y C. 121:45–46).
Ruego que así sea en la vida y en el hogar de cada uno de nosotros. En el nombre de Jesucristo. Amén.